Detrás de mis paredes

Por Mical Karina Garcia Reyes

 

Las paredes del cuarto en el que vivo son tan delgadas que a veces creo que mis vecinos y yo no vivimos separados, sino que compartimos el mismo espacio, los mismos hábitos y rutinas.

Temprano por la mañana, la esposa se despierta antes que el marido. Se mueve con sigilo a través de su habitación, sus pies en puntas apenas hacen rechinar la madera humedecida y vieja del piso. Abre la puerta de su ropero y sus bisagras metálicas crujen. Presto atención en sus pisadas enfilándose hacia la cocina, sacar los sartenes, hervir el agua para el café y sazonar la comida. Una hora después, las maderas rechinan nuevamente en la recámara, donde su marido suelta un bufido al ser despertado.

Él se levanta, arrastra los pies hacia la cocina. Los cubiertos se azotan contra los platos, las tazas caen pesadamente sobre la mesa y lo escucho: “¡Eres una inútil! ¡Esto está demasiado salado! Ni para eso sirves” vocifera, mientras preparo mi desayuno.

El marido recorre la recámara con pasos más agitados y azota los muebles mientras se prepara para salir. Antes de que yo haga lo mismo, escucho los débiles sollozos de la esposa, que murmura para sí palabras inteligibles. Me esfuerzo por no sentir su dolor, después de todo, no puedo hacer nada por ella.

*

Regreso a mi cuarto en la noche, me acompañan la ebullición de la olla exprés y la cacofonía de los trastes chocando en el lavabo de la vivienda vecina. El esposo le grita de nuevo, esta vez arrastrando las palabras “¿ni siquiera puedes tener lista la cena cuando llego? ¡Eres una inútil!”. Algo cae al suelo, oigo el quiebre y me imagino que quizás fue la vajilla de porcelana de la familia.

El marido continúa gritando, ella no responde. Intento interpretar su silencio; si acaso está triste, si reprime sus lágrimas y levanta los fragmentos de los platos rotos, si se corta con ellos y brota sangre de sus manos. Pero no puedo oír nada de eso, ni debería.

“Eres una inútil, ya tengo hambre y tú estás más preocupada por tus pinches trastes”, le grita mientras yo preparo mi cena. Todos los días llega ebrio a casa y regaña a su mujer hasta que ella corre a su cuarto; hasta que él la busque para satisfacerse. Su intimidad no es resguardada por la pared.   

Reconozco sus pisadas corriendo a la recámara, la respiración agitada y la forma en la que parece asfixiarse en sus propias lágrimas, son los sonidos que atraviesan mi muro y me provocan insomnio. Es su vida, sus problemas y conflictos, no tengo por qué escucharlos.  

La madera rechina en el piso, él ha entrado a la habitación y por el ritmo de su caminar puedo sentir su falsa condescendencia. “Vas a ver cómo te vas a poner más contenta ahorita”, escucho en su voz rasposa y todavía torpe. La cama cruje por el peso del hombre. “No quiero, no tengo ganas”, dice contundente. No entiendo el cambio en la rutina.

“Aquí no se va a hacer lo que tú quieras, mamacita”, el marido levanta la voz y la cama cruje con más intensidad, el suelo rechina, pero la mujer no se amedrenta y grita “¡No!”.

Escucho el chasquido de una palma chocando con una mejilla. Y luego, silencio. Ni la cama, ni el suelo ni la mujer, nada hace el menor ruido. Me congelo por unos cuantos segundos.

De repente, el hombre ruge y le grita “¡Maldita perra!”. Identifico el ruido de un cuerpo azotando en el suelo, seguido del sonido de los puños contra la carne. Ella implora “por favor, no me pegues, me duele”, con su voz que apenas escapa entre los golpes. Él no se detiene.

Permanezco recostado en mi cama, sudando frío, las súplicas de mi vecina me calan los huesos. Detrás de la pared percibo el dolor de aquella mujer, su sangre se perfunde entre los poros de nuestro muro falso. Pero no debo intervenir en los asuntos entre un hombre y su mujer. Incluso si nuestras paredes son delgadas, él tiene sus asuntos y yo los míos. ¿Tengo derecho a decirle cómo tratar a su mujer? No, eso no es problema mío.

Termina. Ni los sollozos de la mujer o los gruñidos del marido, ni los crujidos de la cama o los rechinidos del piso. Absoluto silencio. Siento un vacío que aplasta mis pulmones y me arranca la voz. Detrás de las paredes, escucho la sangre filtrarse, inundar mis paredes como un tifón violento. Mis oídos están a punto de reventar, ¿y si soy cómplice de un crimen? ¿Y si la policía pide mi testimonio?

Diré :“Perdón, pero lo que se encuentra detrás de mis paredes no es asunto mío”.

Sí, eso diré.

 

 

 

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