Introducción a Teresa de Jesús

Por María Karla Larrondo González[1]

Decir lo que pienso no es basura. Parece que entro en la capilla, vitrales me cubren, me siento en un banco cuya madera huele y me asfixia. Tengo un papel a mano y busco un bolígrafo. No debe quedar nada dentro.

La palabra llega como una introducción a todo lo que se debe conocer y reescribir. «La Inquisición, si quiere, me procesará por el hecho de ser una mujer y escribir sobre Dios, y ni eso: por ser una mujer y escribir, por ser una mujer y leer. Por ser una mujer y hablar».

Introducción a Teresa de Jesús (Anagrama, 2020) es una novela ficcional que cuenta, desde la visión de Cristina Morales, cómo pudo haber sido la vida de Santa Teresa de Jesús en la intimidad. Recrea, desde el lenguaje hasta la descripción, la época vivida por la protagonista, sin dejar de ser fluida y permitir una lectura fácil.

A través de esta obra se nos acerca no solo a la historia de una mujer, sino que nos permite observarlaLeer más

Desaparecida

Por Laura V.  Medel[1]

 

Después de un tiempo prolongado he logrado mimetizarme, casi por completo, con el sustrato del suelo. Mi masa se ha degradado tanto, que la poca ropa que me cobija ya no me embona más. Me volví el alimento favorito del puñado de plantas que ya existían, pero también he ayudado a que nuevas logren brotar. Es lo único visible que queda de mí, allá arriba, pero por desgracia, y por ahora, no hay quienes lo puedan admirar.

Me he acostumbrado a la quietud del sitio. Son pocos los animales que suelen esta área visitar. Por las mañanas el cantar de los pájaros, esparciéndose entre las copas de los dispersos árboles, mejoran un poco el ambiente casi desértico de este lugar.

Accedo a la forma extraña de conciencia que ahora poseo, e intento recapitular. ¿Cómo es que he llegado hasta acá?, me pregunto. La única respuesta que hallo es que es difuso lo que logro recordar.  Aunque sospecho, Leer más

El conejo que era escritor de fábulas

Por Diana Vera*

 

Los que pueden actúan; los que no pueden,

y sufren por ello, escriben.

WILLIAM FAULKNER

 

Cásate. Si obtienes una buena mujer, serás feliz. 

Si obtienes una mujer mala, serás filósofo.

SÓCRATES

 

 

Había una vez un conejo que era un respetado escritor. A pesar de vivir exiliado, soñaba con tristeza la libertad que su país no podía alcanzar. Un día su esposa, cansada de las fiestas y borracheras del conejo, decidió pedirle poner fin a ese estilo de vida, pues ella quería un hogar común para sus hijos. El conejo, a pesar de amarla, se negó de manera rotunda.

Años después, en una reunión con sus amigos alabaron Leer más

Una guayaba

Por Omar Rosa[1]

 

Estoy despierto a la una y treinta de la mañana, no puedo conciliar el sueño, tuve una pesadilla y desperté sobresaltado, pasados unos minutos volví a respirar, ya puedo respirar, Esos encapuchados me inspiraron mucho miedo, me acusaban con mucha ira:

– ¿Tú no decías que eran Campeones de la Resiliencia? Pues aguanta, toma agua y sigue. ¡Mira el estado de tu nieta!—dirigiéndose al otro torturador dijo—Ponla en la pesa, para que vea.

Medito sobre este absurdo sueño, debe ser temor al hambre, esa es la lectura. Yo mismo peso trece kilogramos menos. Me acosté pensando en el desayuno, no tengo nada para el desayuno y nada es cero azúcares, cero leches, cero café, los albaricoques están verdes, el pan, tres pancitos para cinco personas, llega muy tarde, los plátanos están muy tiernos, qué me hago cuando ella diga:

– Agüe, ¿Me preparaste desayuno?

Hablando como los locos, ¿Cómo hablan los locos?, debe ser que cambian de temaLeer más

La Quitapenas

Por Juan Fernando Batres Barrios[1]

Esta vez les contaré la historia de Yamil[2], una hermosa y pequeñita muñequita quitapenas. Estas son unas muñequitas minúsculas que, según la tradición guatemalteca originada en el altiplano chapín, se llevan las preocupaciones y pesares de los niños al ponerlas debajo de sus almohadas por las noches.

Yamil es una bella muñequita vestida con un diminuto güipil blanco con el cuello de muchos colores y una falda o corte, como se les llama a las faldas tradicionales en Guatemala, lleno de colores y detalles hermosos. Era la mejor amiga de su niña, en realidad siempre estaban juntas, eran inseparables. Yamil era muy feliz estando siempre en el bolsillo de su amiga María, aunque eso no era lo normal con los Quitapenas que se conservaban siempre debajo de las almohadas de los chicos.

No me malentiendan, Yamil era la Quitapenas de María, no era un juguete, es solo que la amable niña siempre quería tenerle cerca, no es que “jugara” con ella como si fuera una muñeca cualquiera, en realidad eran amigas…

En un paseo que organizó la familia, fueron a conocer un lugar espectacular, era un bosque nuboso de los que hay en Guatemala, un lugar lleno de bellas orquídeas y muchos animales salvajes y si se tiene suerte se puede ver a un ave muy especial, el Quetzal, ave símbolo de la nación. Caminó toda la familia por un tiempo a través del frondoso bosque, se alojaron en una pequeña cabaña para pasar la noche, María agarró muy fuerte a Yamil esa noche, le contó todo lo que le pasaba por su mente, no solo sus preocupaciones, todo, hasta que se quedó dormida.

Al día siguiente, la familia se ha levantado casi al amanecer, han puesto agua al fuego para preparar café y hacen el desayuno. María se levanta rápidamente para ayudar a su mamá, va a la parte de atrás de la cabaña por unos leños para el fuego y sin darse cuenta deja caer a Yamil en algunos arbustos que estaban junto a la cabaña. Yamil, aún medio dormida, en realidad no se dio cuenta de mucho y no pudo sujetarse de las ropas de María, es una tragedia. Como Yamil es una muñeca Quitapenas en realidad no puede hablar ni moverse a voluntad, pero parecía verseLeer más

Cachitos

Por Carla Castro[1]

 

Cuando era niña, mamá inventó un conjuro contra mis miedos.

Ella se ponía de pie frente a mí, juntaba mis manos como en forma de cuchara y me hacía cerrar los ojos. Ahí en mis manos me espolvoreaba algunos cachitos de confianza, otros de sabiduría y polvitos antimiedos color turquesa.

Cuando cerraba las manos, los cachitos despertaban y me corrían por todo el cuerpo.

Los cachitos de confianza se me subían corriendo a la cabeza, los polvitos antimiedos se me quedaban en las manos y las pintaban turquesa para que no sudaran tanto y los de sabiduría se me repartían entre el corazón y la cabeza.

Desde esos años guardé algunos por si algún día me hacían falta.

Hoy, aquí sentada en el hospital junto a mamá, le he puesto algunos cachitos que aún me quedaban.

 

Cántaro

El oxígeno conectado sonaba como un cántaro de respiros.

Cerramos los ojos y olvidamos que estábamos en la habitación de un hospital. Imaginamos que era Leer más

Pasiones de la mañana

Por Marisabel Macías Guerrero[1]

Me despertó el insistente ruido de la campana que agita con fuerza uno de los señores que recolecta nuestra basura. Sin abrir los ojos, supe que apenas pasaban de las siete. Repasando mentalmente la rutina de esos hombres, también supe que en unos minutos el camión se estacionaría a unas cuantas casas de nuestro edificio, y la música comenzaría a sonar. Eso sí, imposible predecir el ritmo, pues siempre varía. No me puedo quejar. Me gusta jugar a adivinar el ánimo matutino. Sé que las canciones que pongan a todo volumen condicionarán el inicio del día, mío y de muchas vecinas de esta colonia. Algunas mañanas traen salsa o cumbia, otras, baladas, bachata, rock de los 80s, boleros o rancheras, incluso reguetón. A veces me descubro cantando, luego recuerdo mis días de desamor y la mañana decae un poco, otras me descubro bailando de camino al baño e inicio el viaje cotidiano sonriendo; con ganas de sacudir el cuerpo.

El camión recolector dura estacionado veinte minutos en promedio, cinco minutos del tilín tilín agudo desde el comienzo, luego cuatro o cinco canciones. Confieso que he pasado largos minutos pensando en el gozo del hombre que recorre las calles sacudiendo animadamente la campana, irrumpiendo el sueño de muchas y muchos que podemos “darnos el lujo” de despertar tarde. A veces me imagino que entre ellos se turnan para crear ese ruido que no sólo anuncia su presencia y el de su servicio, sino que invade las rutinas de cada hogar en calles donde al menos hay cinco edificios con más de quince departamentos cada uno. O sea, se alternan el uso de una campana que durante minutos y con una resonancia tremenda, entra a la vida de setenta y cinco familias, parejas, habitaciones, estudios, comedores, salas, baños y regaderas.

Sí, definitivamente se turnan para gritarnos a campanazos que bajemos la basura, que saquemos Leer más

Miedo

Por Diana Meza Luviano[1]

A los quince años comencé a maquillarme con algunas pinturas que tomaba del clóset de mi mamá, ella insistía en que si lo hacía tan joven me iba a arrugar muy pronto. Al poco tiempo, me llevó un catálogo de cosméticos que vendía la vecina para que escogiera lo que más me gustara, fue así como me hice de mis primeros maquillajes. Ahora pienso que de alguna manera, mi madre se resistía a verme crecer y a que la necesitara cada vez menos, aunque hasta ahora, nunca he dejado de hacerlo. En fin, me embadurné la cara como pude con una brocha vieja que encontré sabrá dios dónde, el color que elegí me hacía ver fantasmal (pero mientras más blanca, mejor); luego, tomé una cuchara pequeñita y con la técnica que me enseñó una prima mía muy querida, pasé un cerillo por su borde curvado hasta calentarla y así prolongar el rizado de  mis pestañas, una vez levantadas las peinaba y pintaba con el cepillito del rímel, aquella pintura oscura hacía ver mis ojos más grandes y expresivos; finalmente, remataba el ritual con un bálsamo color granada en los labios ¡y listo! Cuando miraba el espejo me sentía la más guapa, recuerdo bien esa cara de asombro y novedad al ver cómo mi rostro, había dejado atrás la redondez infantil para dar paso al de una mujer joven. Era feliz. Nunca reí tanto como en aquellos años.

De lunes a viernes salía desde temprano para llegar a la escuela, una escuela que emergió de entre las rocas volcánicas que el Xitle nos obsequió hace unos 1700 años, allá donde las zarigüeyas se pasean sobre los cableados con un equilibrio formidable. Al filo de las siete de la mañana, los alrededores de la escuela se poblaban de adolescentes cuyo único propósito era el de reunirse con sus amigos en vez de estudiar. Ahí estaba yo, desmañanada pero contenta sin importar la distancia recorrida, no me daba miedo salir a oscuras de casa sin más compañíaLeer más

Cosas de adultos

Por Adriana Letechipía[1]

La abuela murió. Todos los días, de camino a la escuela, mamá y yo pasábamos frente a su ventana para que yo pudiera decirle que la quería. La abuela se encontraba sentada en un sillón, bajo la luz roja de un foco; respondía haciendo sonar una campana. Escuchábamos el talan-talan y entonces me sentía lista para reanudar el camino. Ese día no respondió, la ventana estaba a oscuras. Nos tomó un par de segundos decidirnos a seguir. Mamá me lo dijo por la tarde, después de llegar a casa.

—Tengo una mala noticia. —Mamá no despegaba la vista del suelo—. Tu abuela murió.

Yo era muy pequeña, aún no comprendía a qué se refería con eso.

—Ya no podremos visitarla, ni cantar ni bailar con ella.

—¿Por qué murió?

—Hija, esas son cosas de adultos. —Mamá se alejó para preparar el funeral.

 

Esa noche oramos tomadas de las manos. Algunas portaban velas encendidas y entonaban canciones que parecían lamentos. Mamá lloraba cubierta por una tela negra. Al centro, en una caja de madera, se encontraba el cuerpo de la abuela.

Cuando terminamos, mamá preparó café y toda la casa olió a canela y naranja; le ayudé a repartir pan. Cada Leer más

El caminante

Por Angélica Rivas Hernández[1]

 

El clima abrazador del desierto era la realidad de Nicolasa, desde el día en que nació hasta el día que su padre la juntó con Ramón, las noches eran frías y despiadadas, en medio de la nada; el sonido de los animales por las noches y ese murmullo del vacío impregnaban su realidad. 

Nicolasa no había conocido más que brevemente la sensación de un lápiz sobre la mano, apenas había pisado la escuela rural por un par de meses cuando sus padres decidieron que lo mejor era que se quedara en casa a ayudar a su madre con los cuidados de sus hermanos. Primero fue Agustino quien exigió la atención de su hermana, después Fausto, Flor, Hermila y Cipriano. Los años de su infancia transcurrieron sin la sensación de ser una niña, porque la vida en medio de la nada exigía que ella fuera más responsable; apenas terminaba de jugar con sus muñecas improvisadas de trapitos viejos cuando sus hermanos necesitaban atención de Nicolasa, o su madre necesitaba que pusiera a calentar los frijoles porque su padre pronto regresaría de la labor. 

Cuando tenía dieciséis, su padre llegó una noche con su compadre Ramón, quien era quizá unos años más joven que él. Se habían conocido desde jóvenes en la labor, había quedado viudo ya hacía mucho tiempo y no había tomado tiempo para volver a juntarse con alguien, viajó mucho, porque el trabajo en esa tierra era irregular y aprovechando la soledad de su condición, decidió aventurarse a explorar México. Estaba de regreso en su tierra natal para arreglar sus papeles, de pasó se encontró con Manuel, padre de Nicolasa.

Cuando el compadre Ramón vio a Nicolasa ya más grande se le avispó la pupila, no dudó en pedir a NicolasaLeer más