Por Alejandro Garrigós Rojas
Charles Baudelaire (1821-1867), poeta y escritor francés, el gran doliente, el maldito por excelencia, es una de las figuras iniciadoras de la poesía moderna, no sólo por la calidad de sus versos y el giro hacia los nuevos temas que introducía, lo es también, quizá, sobre todo, por su actitud ante la vida y la obra de arte, por combinar la pasión literaria con el trabajo de crítico de arte, comentarista de novedades literarias y esteta.
Su campo de reflexión filosófica es sobre todo en el ámbito de la creación poética; aborda y elabora literariamente los procesos ocultos que subyacen a la gestación del poema, acude a la introspección, al autoanálisis; es un artista preocupado por el poder de la subjetividad. En sus escritos reflexivos, y aún en obras como Spleen de Paris (1869) o Los paraísos artificiales (1860), podemos rastrear además una estética sobre la que germinan y fermentan muchos de sus hallazgos como teórico del arte y de la sensación. El núcleo central de esta estética lo constituye la llamada teoría de las correspondencias, propuesta en el poema “Correspondencias”, uno de los poemas con que el poeta abre su clásico libro Las flores del mal (1857).
La Natura es un templo de vívidos pilares
donde a veces se escuchan las confusas palabras
y el hombre se encamina por florestas de símbolos
que lo observan despacio con ojos familiares.Cual prolongados ecos que a lo lejos confunden
las tenebrosas sombras, la profunda unidad
vasta como la noche, como la claridad
los perfumes, colores, sonidos se responden.Hay perfumes tan frescos como cuerpos de niños,
dulces como trompetas, verdes como los prados
y otros que, corrompidos, se enriquecen triunfantes,se expanden las materias de cosas infinitas
como el ámbar, almizcle, el benjuí y el incienso
que cantan la alegría del sentido y el alma.[1]