Por José Daniel Serrano Juárez[1]
No es un secreto que, en el funcionamiento del Estado contemporáneo, cada administración eroga grandes sumas para autorrepresentarse. La aspiración justifica cada centavo: construirse como un símbolo que dure para la posteridad. Decía un profesor de la universidad que, durante la época novohispana, los virreyes utilizaban un amplio aparato de escenificación que incluía la elección cuidadosa de sus atavíos, así como de la manera de transportarse por la ciudad, para que no fueran confundidos con cualquier hijo de vecino (calidad social que no era menor en aquel entonces).
Hoy, en la gran capital, heredera de la Gran Tenochtitlán —como la consideran los más prehispanófilos—, los objetos más afectados por el complejo de trascendencia efímera quizás sean los taxis y las bardas. Hasta donde mi existencia es capaz de dar testimonio, aquellos han ido del verde Leer más