Por Sergio E. Cerecedo
Pablo Larraín es un cineasta con inquietudes bien cimentadas, que aunque con “Jackie” naufragaron contundentemente en un trabajo que se queda en producto de encargo que, eso sí, conseguía una gran actuación principal, ahora regresa a sus orígenes geográficos con una película controvertida, necesaria y con un nivel técnico que no necesita los millones para contar, más que una historia una declaración de principios cinematográficos y a la que no le interesa tanto responder como abrir nuevos cuestionamientos con cada concepto que introduce.
En la trama, encontramos a Gastón y Ema: él ,un coreógrafo mexicano y líder de una compañía de danza contemporánea; ella, una bailarina Chilena del mismo grupo artístico. Juntos constituyen un matrimonio en crisis tras un hecho detonante, el rebelde niño que han adoptado ha atentado contra una de las hermanas de Ema quemando parte de su cara y su cabello, primera vez que el recurrente elemento fuego se hace presente.
La joven bailarina casada con Gastón es 10 años menor que él, y aunque la agilidad corporal que concede la disciplina dancística no hace ver tanto la diferencia de edad, lo cierto es que hay un abismo generacional entre ambos que es el que está terminando por separarlos con el acabose de haber adoptado un hijo incomprendido por ambos al que no pueden ayudar a mediar sus problemas de conducta que acarrea del hogar biológico. Ambos acuerdan renunciar a él y devolverlo a los servicios sociales, aunque como es de esperarse, la carga de padre desnaturalizado recae en ella, así como las represalias sociales, ante lo cual ella reacciona con una demanda de divorcio que será tortuosa y catártica a partes iguales, pues explorará por su lado esa nunca tenida libertad —se da a entender que el personaje se casó muy joven—.
Ese abismo generacional es realzado en sus discusiones y da pie a un lucimiento en sus actuaciones, que, aunque la propuesta de dirección de actores de Larraín es casi siempre Leer más