La eterna crisis chilena

Por Jorge Yáñez Lagos[1]

El sociólogo ruso Pitirim A. Sorokin en su obra Sociedad, Cultura y Personalidad, señala que en los incesantes cambios sociales “los períodos de modificación ordenada y legal son sustituidos por épocas de desorden y sacudidas revolucionarias. Ambas formas coexisten hasta cierto punto: aun dentro del cambio ordenado existe un elemento de desorden, y viceversa” (Sorokin, 1962, pág. 764). Desde esta lógica, la historia de los Estados, naciones y otros grupos mayores, ha transcurrido de tiempo en tiempo por períodos de tensión y crisis violenta. Incluso, algunas veces, dichos cuerpos sociales se han desintegrado.

El diagnóstico de Sorokin basado en una investigación sistemática (y hasta el momento única) realizada por él, analizó las más importantes perturbaciones internas (revoluciones, motines, revueltas, estallidos y luchas civiles) registradas en la historia de Grecia y Roma antiguas, Bizancio, Italia, España, Francia, Alemania, Austria, Inglaterra, Países Bajos, Rusia, Polonia, Lituania, etc., abarcando un período extendido desde el siglo VI a. de J.C. hasta el 1925 de la era cristiana. El estudio de Sorokin arrojó el impresionante número de 1.622 disturbios internos de carácter importante.

Desde un punto de vista histórico, la revolución y la guerra al interior de las naciones no son amenazas nuevas. En específico, las revoluciones son consecuencia de una combinación de máximos en el precio de los alimentos, una población joven, una clase media creciente, una ideología perturbadora, un régimen viejo y corrupto, y un orden internacional debilitante, entre otras características (Ferguson, 2012).

De ahí que, según lo detallado por Niall Ferguson (2012), él argumenta que en dos pasajes raramente citados de La riqueza de las naciones, Adam Smith describía lo que él denominó «el estado estacionario». Todo esto hace referencia a la situación de un país anteriormente rico que había dejado de crecer. En concreto, este estado se identifica por dos características: 1) los salarios de la gente miserablemente bajos y 2) la presencia de una élite corrupta y monopolista de explotar el orden jurídico y la administración en su propio beneficio.

Persiste entonces la idea de Adam Smith de que tanto el estancamiento como el crecimiento son en gran medida el resultado de leyes e instituciones. A partir de esto, Ferguson (2012) infiere que la tesis del «estado estacionario» vale actualmente para el mundo occidental. De modo que la desaceleración de occidente es un mero síntoma de una gran degeneración. Para Ferguson (2012), ciertamente la degeneración de las instituciones occidentales ha conducido al estancamiento de occidente, y no sólo en términos económicos.

No obstante, en el caso de Chile, entre el asesinato de Diego Portales (1837) y la Guerra Civil de 1891 surgiría la noción de lo que puede denominarse el «excepcionalismo» chileno. En palabras simples, Chile habría tenido una evolución más estable, más ordenada y civilizada que el resto de los países latinoamericanos. Al mismo tiempo, esta percepción corresponde al carácter decimonónico y a la visión dominante que han tenido los(as) chilenos(as) de su propia historia. Más allá de algunos embates, esta noción sigue todavía bastante viva en el siglo XXI. Dicho todo esto, tampoco debe olvidarse la tesis acerca de la relativa homogeneidad del Chile antiguo, de la importancia del valle central y de la alta conciencia de unidad que habría emergido —en comparación con otras naciones hispanoamericanas—, lo que facilitaba las preferencias y tendencias comunes (Fermandois, 2020).

De manera que, ilusión o realidad, la noción del «excepcionalismo» chileno ha tenido una función en la historia del país. He aquí que se efectuará un intento por contribuir en qué medida Chile ha sido un caso excepcional o, al menos, una fase fortuita de orden institucional. Para el historiador Alfredo Jocelyn-Holt no cabe duda que Chile fue capaz de alcanzar altos niveles institucionales en el siglo XIX; sin embargo, el éxito de la formación temprana del estado-nación civilizador, a luz de la historia reciente, resulta una respuesta repetida, exagerada y desgastada. Entonces, el desafío se establece en comprender por qué el éxito originario no fue suficiente para garantizar con posterioridad los altos grados de estabilidad que logró Chile durante el siglo XIX (Jocelyn-Holt, 2014).

«¿Por qué en el siglo XX no supimos sostener ese éxito temprano que alguna vez se alcanzó?», se pregunta Alfredo Jocelyn-Holt en su ensayo El peso de la noche. En este sentido, tras la aprobación de la primera Constitucional provisional chilena (1818), conservadores y liberales se enfrascaron en una sangrienta guerra civil de 12 años, donde la Constitución chilena fue cambiada cuatro veces según las preferencias de los grupos que tenían el poder. A partir de esto, un grupo de los llamados «estanqueros» liderado por Diego Portales establecieron una demanda por un Gobierno fuerte que terminó con el desorden social (Solimano, 2012).

Asimismo, desde 1833 hasta bien entrado 1880, Chile se embarcó en un proceso de construcción de la nación y fortalecimiento de la República. Sin embargo, dicho proceso no fue lineal ni ausente de conflictos, dado que, a finales de 1889 se empezó a gestar la Guerra Civil de 1891 entre opositores y partidarios del presidente José Manuel Balmaceda, quien se suicidó finalizado el conflicto interno (Solimano, 2012).

En efecto, como consecuencia de esa época, durante la primera mitad del siglo XX surge el «decadentismo» como corriente historiográfica, a la cual adscriben Oswald Spengler en Alemania, Alberto Edwards en Chile o Gerald Brenan en España. De hecho, la publicación de La decadencia de Occidente en la Alemania de Weimar, en 1918, se constituyó en un hito de gran calado por parte de Spengler. La tesis desarrollada fundamentalmente en La decadencia de Occidente señala que el mundo occidental se encontraba en una crisis terminal. Desde la interpretación de Renato Garín (2017), Spengler pensaba que los Estados nacionales se desarrollaron sin otro ideal formal que la construcción institucional de la nación. Empero, mientras más avanzaba ese criterio de racionalización de las instituciones, mientras más avanzaba la lógica del Estado moderno, paradojalmente se despertaba una reacción en grupos sociales que eran privilegiados bajo formas previas.

De esto se desprende la influencia intelectual que Spengler irradió desde Europa al resto del mundo, formando la denominada corriente del «decadentismo». Pese a esto, la tesis expuesta en La decadencia en Occidente quedaría bajo sospecha intelectual, dado que Spengler fue un activo simpatizante de Hitler y del proyecto nacionalsocialista alemán.

Ahora bien, desde un punto de vista institucional, las críticas de Spengler a la República de Weimar se podrían sintetizar en sus críticas al Congreso. Específicamente, Spengler visualizó la decadencia de las clases dirigentes y la obsolescencia de algunos mecanismos parlamentarios. En buena medida, la decadencia de la República de Weimar también fue producto de la crisis del Congreso; y, al mismo tiempo, la crisis de determinados mecanismos que hacían del proceso legislativo sin contenido (Garín, 2017).

Mario Góngora en su Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, señala que Alberto Edwards (1874-1932) adscribe ese período como el crepúsculo del Estado portaliano, describiendo la existencia de una aristocracia parlamentaria dominada por la inercia y la hipocresía colectiva. La política convertida en «una anarquía de salón». En paralelo, un aspecto importante que destaca Góngora para esa época fue la relación entre dinero y política; o, mejor dicho, entre política y negocios. En adición, Enrique Mac-Iver —uno de los grandes jefes radicales— en su célebre discurso sobre La crisis moral de la República en 1900, precisó con acento desolado la estancación de la vida chilena, la caída de la moral pública y del espíritu de empresa. En efecto, la moral pública “debe dar vigor y eficacia a la acción del Estado” (Góngora, 2011, pág. 111).

Sin ir más lejos, según Mario Góngora, en 1891, Fanor Velasco ya había profetizado que las luchas políticas del futuro se originarían alrededor de asuntos económicos y financieros. Al mismo tiempo, Góngora establece que el «materialismo práctico» se revelaba repugnantemente en las candidaturas presidenciales de 1906. En 1908, Nicolás Palacios (1854-1911) realiza una conferencia sobre La decadencia del espíritu de nacionalidad. Bajo estas circunstancias, se evidencia el surgimiento de la «literatura de la crisis», cuyo cierre se manifiesta en 1931 con la obra La eterna crisis chilena de Carlos Keller.

Del mismo modo, Góngora describe que una de las explicaciones más comunes de la decadencia se trata precisamente en la conquista del salitre. Así como el guano y su monopolio habrían corrompido al Perú, también se decía lo mismo de Chile con el salitre. A saber, Francisco Antonio Encina en su obra Nuestra inferioridad económica, enfatiza en la caída del espíritu empresarial mostrado entre 1860 y 1870 en el norte de Chile. Nuestra inferioridad económica se publicó en 1911. En dicho ensayo, Encina determinó que “los aspectos intelectual, moral y económico del progreso están, en realidad, tan íntimamente conexionados que es imposible aislarlos completamente para su estudio” (Encina, 1984, pág. 11).

Juntamente, Encina infiere que entre los factores morales que más pesan en el desarrollo económico es el sentimiento de la nacionalidad; vale decir, el egoísmo colectivo que impulsa a los pueblos a anteponer el interés nacional. En detalle, Encina prescindía que la importancia de la riqueza mineral del suelo chileno se caracterizaba por la creciente concentración de las energías productoras en la minería. Sin embargo, lo anterior se concretaba en que la rudimentaria evolución de la masa poblacional chilena de tipo antieconómica, al caracterizarse en tener una obsesión por las profesiones liberales, intrigaba en la existencia de un programa de instrucción que atrofiaba el desarrollo de las capacidades —de la población joven— para la vida económica. En palabras simples, desde el punto de vista de Encina, la ausencia de preparación técnica se añadía a la falta de vocación para el trabajo, la carencia de hábitos de disciplina y el vacío moral, como consecuencia de un sistema de enseñanza completamente inadecuado.

Por ejemplo, en términos económicos, Chile fue duramente impactado por la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Durante ese período, las exportaciones de salitre chileno y los precios fluctuaron ampliamente. De este modo, Chile experimentó un profundo desajuste de sus ingresos fiscales. Después de 1913, el comportamiento económico de Chile se deterioró. Específicamente, Chile fue uno de los países que más sufrió la Gran Depresión de 1929. Las exportaciones y el PIB per cápita cayeron 79% y 47% respectivamente (Lüders, 1998).

De algún modo, en el siglo XX, en Chile también el tamaño del electorado varió gradualmente lo que cualitativamente se hizo posible hablar de «masas». Así pues, lo nuevo en Chile es precisamente la emergencia de las «masas»; y, anticipadamente descrita como una rebelión contra las elites por José Ortega y Gasset, en correlación con el predominio de la técnica sobre el «ser-sí-mismo». Consecuentemente, Karl Jaspers agrega que la «masa» no es solamente muchedumbre, ni la opinión pública momentánea y escurridiza, sino que es algo abstracto, anónimo y aparentemente prepotente (Góngora, 2011). En el mundo de «masas», Góngora caracteriza en las «planificaciones globales» su carácter eminentemente abstracto (Herrera, 2023). De ahí que Mario Góngora identifica en Chile tres fases de «planificaciones globales»: 1) Presidencia de Eduardo Frei Montalva y Democracia Cristiana concordante con ideas de la CEPAL y Alianza para el Progreso; 2) Gobierno de la Unidad Popular con bases en el marxismo-leninismo; 3) Junta Militar de Gobierno con una «revolución desde arriba».

A partir de todo esto, la aceleración del crecimiento económico de Chile se concentró entre 1986 a 1997 en un promedio de 7,5% anual. Este patrón de crecimiento producto de la revolución de libre mercado impuesta en los años 70, permitió la creación de una nueva elite económica asociada a la banca, el retail, la industria, los servicios, la salud, la educación, la minería, las pensiones y otras actividades muy lucrativas. Por el contrario, en los 2000, este promedio del PIB se reduce a menos de la mitad. En cierto modo, en la década del 2000 se aprecia una desaceleración del crecimiento económico, lo que podría significar un agotamiento del modelo económico chileno, productivamente muy concentrado y con una «deuda social» que es fuente de crecientes tensiones sociales (Solimano, 2012).

                                  Fuente: elaboración propia basado con datos del Banco Mundial (2023).

 

La implementación del denominado «neoliberalismo» desató las fuerzas del libre mercado haciendo que Chile inicialmente creciera de forma sin precedentes. No obstante, una economía de ingresos medio-bajos que exportaba pocos bienes a pocos países (como Chile en los setenta) podía gatillar un alto crecimiento con políticas que aumentaban sus exportaciones. En cambio, una economía de ingresos medio-altos que ya exportaba muchos bienes básicos a diferentes países (como Chile en los 2000) sólo podía mantener ese ritmo de crecimiento a largo plazo con políticas que aumentaran la exportación de bienes avanzados. Por tal razón, actualmente el «índice de complejidad económica» revela que la diversificación de exportaciones en Chile es cada vez menos sofisticada (Akram, 2019). En este contexto económico, entre 2010-2019 igualmente se evidencia que la tasa de crecimiento económico en Chile fue un 2,0%.

Dicho todo esto, hace más de 10 años que Chile se encuentra inmerso en un «estado estacionario». El bajo crecimiento económico como resultado de la baja productividad es sólo un síntoma de una decadencia institucional de larga data. Como bien argumenta Pablo Ortúzar (2019), el estallido social vivido por Chile a fines de 2019 se constituyó en una advertencia respecto a los efectos anómicos de la degradación del tejido social por parte de las instituciones mercantiles y estatales desreguladas o mal diseñadas. En suma, un síntoma de la «sociedad de masas».

Al mismo tiempo, Hugo Herrera también señala que la crisis de octubre de 2019 surgió del desfase de los últimos años entre las fuerzas y pulsiones populares, por un lado; y, del otro, una institucionalidad que —entre política y economía— acusa deficiencias. Por eso, esta crisis tiene un carácter eminentemente hermenéutico o comprensivo. En contraste, se observan discursos y actitudes políticas que no parecen adecuados para ofrecer una salida a la crisis.

En la derecha chilena predomina un sector que concibe la realidad con un marcado énfasis economicista (diferente a lo económico) de raíz «neoliberal», acompañado de las ideas de despolitización y subsidiariedad negativa que tiende a un apego del statu quo. En cambio, en la izquierda chilena (representada en el Frente Amplio y Partido Comunista) encarna un dramático moralismo, que propone la deliberación pública, ocular y generalizante, como modelo de praxis política. En ambos grupos, se constatan posiciones más moderadas, pero, a ninguna de ellas puede atribuírsele un pensamiento robusto (Herrera, 2019).

Así también, resulta menester mencionar que el sistema político chileno hace tiempo dejó de procesar adecuadamente las demandas sociales. No obstante, esto no significa interpretarlo como un reclamo a una especie de quimera asambleísta u otra «planificación global» (otra utopía) para salir de la eterna crisis chilena.

 

 

 

Bibliografía.

Akram, H. (2019). El estallido ¿por qué? ¿hacia dónde? Ediciones El Desconcierto, Santiago, Chile.

Banco Mundial (2023). Data Bank. Obtenido el 02 de noviembre de 2023 en  Crecimiento del PIB (% anual) – Chile | Data (bancomundial.org)

Encina, F. (1984). Nuestra inferioridad económica. Editorial Universitaria, Santiago de Chile.

Ferguson, N. (2012). La gran degeneración. Cómo decaen las instituciones y mueren las economías. Random House Mondadori, S.A., Barcelona.

Fermandois, J. (2020). La democracia en Chile. Trayectoria de Sísifo. Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago.

Garín, R. (2017). La fronda. Cómo la élite secuestró la democracia. Santiago de Chile: Catalonia.

Góngora, M. (2011). Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX. Santiago: Editorial Universitaria S.A. Novena edición.

Herrera, H. (2019). Octubre en Chile. Santiago: Editorial Katankura.

Herrera, H. (2023). El último romántico. El pensamiento de Mario Góngora. Editorial Planeta Chilena S.A., 2023. Santiago de Chile.

Jocelyn-Holt, A. (2014). El peso de la noche. Nuestra frágil fortaleza histórica. Penguim Random House Editorial. Santiago de Chile.

Lüders, R. (1998). The comparative economic performance of Chile: 1810-1995. In: Estudios de Economía. Vol. 25 – N° 2, diciembre 1998.

Ortúzar, P. (2019). Después de la soberanía individual. Apuntes para un poscapitalismo peregrino. En: Primera persona singular. Reflexiones en torno al individualismo. Págs. 135-157. Instituto de Estudios de la Sociedad, IES. Santiago de Chile.

Sorokin, P. (1962). Sociedad, Cultura y Personalidad. Su estructura y su Dinámica. Sistema de Sociología General. Madrid: Aguilar Ediciones.

 

 

 

[1] Sociólogo de la Universidad de Playa Ancha (UPLA) de Valparaíso, Chile. Diplomado en Desarrollo, Pobreza y Territorio de Universidad Alberto Hurtado. Especialización en Análisis de Políticas Públicas de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL). Cuenta con experiencia en el ámbito de las políticas públicas, relacionadas a la superación de la pobreza, la prevención al consumo de alcohol y otras drogas, consultorías concernientes al sistema de educación universitaria y análisis de datos sobre seguridad ciudadana.

 

 

 

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