La estética de una tragedia

Por Miguel Angel Maldonado Zamora[1]

Desperté y lo primero que vi fueron varias llamadas perdidas. Después, varios mensajes, y de entre todos uno breve, directo y por un momento absurdo: “Se cayó el metro”, así, no más. “¿Cómo que se cayó el metro?”, me pregunté, pero al paso de las horas todo fue cobrando sentido.

Yo vivo entre las estaciones del metro Tezonco y Olivos, a unos quince minutos del accidente, así que las imágenes de medios de comunicación no me parecieron tan impactantes como la realidad. Y esta realidad no se limitaba al accidente mismo (la viga, el auto aplastado, el metro partido), se extendía al ambiente denso, pesado, los rostros de las personas en los que se dibujaba asombro, tristeza, frustración, enojo, quizá horror.

El sitio se convirtió en una especia de centro de gravedad que te atrae, pero también te rechaza. Sin que nadie lo buscara, la catástrofe se convirtió en una clase de espectáculo que brindaba una experiencia estética. Kant señala que cuando se da una inadecuación entre la naturaleza y la cultura (las ideas) “se da lo atemorizante para la sensibilidad, lo cual, al mismo tiempo, es atractivo” (2007: 185).

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Quizá la inadecuación no es estrictamente naturaleza-cultura, pero la categoría sublime terrorífico me parece que puede enmarcar este objeto, que en conjunto con todos sus elementos, se volvió centro de atención. Y a partir de esta experiencia, surgieron otras.

Días después, el 6 de mayo, diversos grupos, entre los que se encontraban algunos con integrantes de la UACM, decidieron organizar una reunión, una clase de ofrenda para los muertos del accidente. Una ofrenda que se tornó protesta, denuncia y representación, ya que el evento se convirtió en un objeto, un vestigio que era testigo de lo que había sucedido, nuevamente expuesto a la vista de todos, y nuevamente generador de una experiencia estética.

 

Pero esta experiencia tuvo varios momentos. El primero fue su creación misma, una experiencia para los participantes. Su vestigio inmediato, es el segundo momento: las cruces con nombres y las flores ahora secas y sin aroma, las consignas tatuadas en las paredes con grafitis y pancartas, la bandera de México, la virgen de Guadalupe y las veladoras, todo acomodado con solemnidad, como en un ritual que pone el valor de la obra de arte al servicio de un culto, podríamos decir con Benjamin (2003: 49).

Pero esta aura da paso a otro momento, justo el de la reproductividad técnica, en donde el valor de la obra es diferente, ahora se trata de exhibición. Lo que fue un momento vívido pasa a ser imagen para los que no estuvieron ahí, se pierde lo auténtico para quedar la copia, la réplica, que puede estar en lugares que el original no y puede estar más cerca del receptor, desvalorizando el aquí y ahora (2003: 52-57).

Sin embargo, su masividad lo hace susceptible de ser efímero, fugaz, quizá sólo un click. La experiencia se reduce, se empaqueta y se vende. Incluso en los que viven cerca del accidente la experiencia sólo surge cuando se lidia con el mismo accidente, al pasar junto a él, al padecer el tráfico que ha desembocado, al tener cierta fijación por ver si hay más “fallas estructurales” alarmantes.

Con todo, me parece que la experiencia estética es una clase de motor que mueve las emociones humanas, con una duración variable que depende del medio a través del cual el espectador se acerca al objeto que la genera. Pero no sólo se limita a ese momento, la experiencia podría derivar en movimiento, en organización e incluso en forma de vida.

Quizá es lo que hace falta, que las experiencias estéticas se tornen políticas, que surja de ellas un tipo de resistencia, la cual permita hacer frente a un mundo en donde la velocidad vertiginosa en la que se nos presentan las cosas impide apreciar alguna con el debido detenimiento y todo se vuelve vacío y carente de sentido. Nos vuelve presos de una libertad de elección apabullante cuando, quizá, en lugar de elegirla deberíamos fabricarla (Preciado, 2020: 35). La clave, creo, es tener el tiempo para vivir una experiencia estética y, si así se desea, mantenerla.

Bibliografía

Kant, Immanuel (2007). Crítica del Juicio. Madrid: Editorial Tecnos, pp. 461.

Benjamoin, Walter (2003). La obra de arte en la época de su reproductividad técnica. México: Itaca, pp. 127.

Preciado, Paul B. (020). Yo soy el monstruo que os habla. Informe para una academia de psicoanalistas. Barcelina: Editorial Anagrama, pp. 105.

  1. Miguel Angel Maldonado Zamora. Internacionalista como primera opción, estudiante de Filosofía e Historia de las Ideas por convicción.

 

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