Apuntes sobre la formación estructural compleja del aparato estatal
Por Julián Hernández Mora[1]
La formación de un sistema capitalista mundial,
y su transformación subsiguiente de ser un mundo entre muchos
mundos hasta llegar a ser el sistema socio-histórico del mundo entero,
se ha basado en la construcción de organizaciones territoriales
capaces de regular la vida social y económica y de monopolizar
los medios de coacción y violencia.
Estas organizaciones territoriales son los Estados.
Giovanni Arrighi[2]
El Estado mínimo-interventor mexicano ―manera en que aquí designamos a la última forma asumida por el aparato estatal― inició su fase constitutiva a partir de la crisis económica de 1982, un proceso que terminó de cristalizarse con la aplicación del TLCAN,| el primero de enero de 1994. La acentuada mutación que confeccionó al Estado está vinculada estrechamente con la estructura económica internacional labrada por la globalización, volcada en aras de dinamizar de manera efectiva la concentración de capital y con miras a restaurar el poder de clase, posicionando a una nueva fracción como bloque hegemónico. Cualquier explicación relativa a la morfología del Estado que prescinda de considerar las condiciones materiales objetivas, es decir, estructurales, que originaron la reordenación de sus funciones, se queda ―necesariamente― en un ámbito no sólo insustancial, sino también marcadamente ideológico.
Así, debido a limitantes espaciales naturales, el presente ensayo se concentrará en producir un diálogo acerca de los aspectos generales más importantes que determinaron la articulación del Estado mínimo-interventor en México. Así, en la primera parte, se discutirán algunos elementos teóricos necesarios para entender la esencia del Estado; en la segunda, los fundamentos conceptuales del Estado neoliberal y su desarrollo genérico en México; y en la tercera, a manera de conclusión, las implicaciones ideológicas en torno a la forma del Estado.
Cuestiones teóricas acerca del Estado
Conviene desde ahora demarcar algunos rasgos básicos respecto al origen y definición del Estado, de forma que se nos permita vislumbrar, además de su entorno de movimiento, su esencia o naturaleza: aquello que le da vida como un cuerpo estructurado con funciones específicas y con un desarrollo histórico que clarifica las condiciones en que gestaron los pueblos del mundo su camino.
Hablar del Estado es hablar de la sociedad. Estudiar las formas que el Estado asume a lo largo de la historia en una formación social concreta es analizar a la propia sociedad, es decir, el tipo de relaciones que se cristalizan dentro con base en una distribución particular del poder. Típicamente, el Estado se nos ha presentado como un régimen de asociación humana que posee una complejidad que otras formas de organización social jamás tuvieron. La característica que lo define, fundamentalmente, es la legitimación del poder que conglomera en su figura. Cualquier otra estructura prepolítica y gregaria ―desde las hordas hasta las tribus― fue basada únicamente en el instinto de fuerza y arbitrariedad para tomar forma. Sociedades políticas como la polis griega, el regnum medieval y la civitas romana, sin embargo, contenían ciertas propiedades que pasarían a modelar la materialidad de los Estados modernos. Estos se volverían comunidades políticas totalizadoras en dos aspectos: por un lado, en el sentido de que los sujetos encontraban en ellas espacio para alcanzar sus deseos ―morales, físicos y espirituales―; por el otro, debido a que el género humano, determinantemente, “no puede aislarse del Estado o salir de él sino para insertarse en otro Estado, bajo cuyo ordenamiento legal y autoridad queda obligado”[3]. Lo último es aquello que diferencia sobremanera a las asociaciones parciales: dentro de éstas, los sujetos pueden escoger libremente supeditarse o abandonar su permanencia, su carácter se rige por medio de la voluntad; la estancia en el Estado, en cambio, es determinada por el nacimiento, y su salida, por la muerte. Los sujetos pueden acaso decidir no pertenecer a cualquier tipo y grupo de asociaciones, pero no pueden decidir no pertenecer a un Estado.
Ahora bien, el Estado es una expresión política, por supuesto. Lo que no se dice es que es la expresión política de una clase social que ha asumido el control de una sociedad. Los órganos que componen al Estado han de asegurarse de mantener ese dominio político a fin de reproducir los intereses particulares de la clase que los dirige. En este sentido, la evolución del Estado ha sido un entramado complejo y violento ―desde los Estados de tipo monárquico, pasando por los absolutistas y los liberales después de la Revolución Francesa―.
Se puede afirmar que la cuestión de la esencia del Estado, de su naturaleza objetiva, se cimienta sobre la estrecha relación existente entre el fenómeno estatal en conjunto y las distintas formaciones económico-sociales que producen en la historia una relación de clase específica, que vierte de contenido al Estado en sí. El Estado, pues, aparece como un efecto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase: “El Estado (…) es más bien un producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado; es la confesión de que esa sociedad se ha enredado en una irremediable contradicción consigo misma y está dividida por antagonismos irreconciliables, que es importante conjurar. Pero, a fin de que estos antagonismos, estas clases con intereses económicos en pugna no se devoren a sí mismas y no consuman a la sociedad en una lucha estéril, se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad, llamado a amortiguar el choque, a mantenerlo en los límites del «orden». Y ese poder, nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de ella, se divorcia de ella más y más, es el Estado[4]”.
Es así que el Estado puede definirse como una relación, como la “condensación material de una relación de fuerzas entre clases y fracciones de clases”[5] que posee una autonomía relativa con respecto al modo de producción imperante. La autonomía relativa, como categoría analítica, “remite a la separación relativa del Estado con respecto a las relaciones de producción, y a la especificidad de las clases y de la lucha de clases que esa separación implica”[6]. Permite que el papel organizante del Estado pueda llevarse a cabalidad. Esto no denota que el Estado deje de ser de clase, es decir, que desista de reivindicar los intereses particulares de la clase económicamente dominante. El Estado constituye la unidad política de las clases dominantes: depone a las clases dominantes; es aquél que media la organización y unificación de los intereses políticos a largo plazo del bloque en el poder, por lo que, para lograrlo con efectividad, necesita cierta movilidad independiente con respecto a tal o cual interés particular y respecto a tal o cual fracción de clase.
Esta posición teórica permite eliminar el sesgo ideológico que enaltece al Estado como un organismo neutral capaz de organizar a la población bajo la sombra de intereses generales ―emanados y, por tanto, compartidos desde el seno social― a través de una autoridad específica y soberana denominada ‘gobierno’, a la que la sociedad se subordina dentro de un territorio delimitado. Así pues, de manera abreviada: el Estado es de clase; condensa las relaciones de poder entre las clases y fracciones de clase inmersas en una formación económico-social concreta; y posee una autonomía relativa que le permite seguir reproduciendo los intereses particulares de la clase económicamente dominante por medio de sus ramas constitutivas, como los aparatos de enajenación ideológica. En el caso del modo de producción capitalista, la centralidad del poder es lo que caracteriza al ente estatal, a diferencia de otras formaciones precapitalistas. En la época medieval, por ejemplo, existía “un sistema político de poderes superpuestos y autoridad dividida” que se conformaba de un “plexo de reinados, principados, ducados y otros centros de poder (…) alternativos en las ciudades”[7]. Desde el capitalismo, en cambio, el poder político es un poder de la clase hegemónica, es decir, el aparejo que poseen para utilizar la maquinaria estatal con el fin de cumplir los objetivos políticos que persiguen, representando de paso algún tipo de interés general del pueblo-nación. Y así, se engendra una estabilidad parcial en el sistema.
El Estado neoliberal
Aunque el fin del presente trabajo no es adentrarse en las características estructurales que componen, en general, a la economía del presente siglo, es necesario explicar que el desarrollo del Estado mexicano en su forma actual va empalmado a un modelo económico que comenzó a consagrarse en la década de los 70: el neoliberalismo. Para entender la naturaleza del Estado mínimo-interventor mexicano, hay que escudriñar a grandes rasgos lo que este modelo económico comprende.
Desde el engranaje conceptual, se puede entender el neoliberalismo como un conjunto de prácticas político-económicas que buscan la liberalización de los mercados mundiales en favor de la inversión extranjera y de un libre comercio global. Surge como una vacuna teórica contra los males diversos que agobiaban al capitalismo luego de la Segunda Guerra Mundial, pero, también como una reacción negativa al Estado de Bienestar ―que limitaba, después del crac de 1929, el accionar del mercado― y a las formas de organización colectiva. Descansa en la afirmación de que la mejor manera de alcanzar el bienestar más amplio del género humano estriba en “no restringir el libre desarrollo de las capacidades y de las libertades empresariales del individuo dentro de un marco institucional caracterizado por derechos de propiedad privada fuertes”[8]. Su padre fundador es Friedrich Von Hayek, que se dio a conocer, en la década del 40, por su defensa hacia los preceptos económicos liberales y por sus críticas a la economía planificada y el socialismo. Hayek denuncia, a grandes rasgos, como una amenaza letal a la libertad económica y política las regulaciones que el Estado implementa en contra del curso de los mercados[9]. En 1947, se encargó de organizar a un grupo de filósofos, historiadores y economistas, caracterizados por su rechazo a las facultades intervencionistas del Estado, para constituir un centro de convergencia ideológica en lo que luego pasó a llamarse la Mont Pèlerin Society. Acudieron tanto adversarios sólidos del Estado de Bienestar europeo como enemigos implacables del New Deal estadounidense. Entre otros, estuvieron presentes: Karl Popper, Ludwing Von Mises, Michael Polanyi ―hermano de Karl Polanyi―, Milton Friedman, Walter Lippmann y Lionel Robbins[10]. Esta nueva tertulia ―en palabras de Perry Anderson― se tradujo en «una suerte de franco-masonería neoliberal, altamente dedicada y organizada. […] Su propósito era combatir el keynesianismo y el solidarismo reinantes, y preparar las bases de otro tipo de capitalismo, duro y libre de reglas, para el futuro”[11]. Sus integrantes se arropaban bajo el espectro político del liberalismo europeo clásico, es decir, mediando su accionar a través de los principios fundamentales de la libertad individual y la dignidad humana. En el sentido económico, por su parte, la etiqueta ‘neoliberal’ simbolizaba su inclinación por los preceptos teóricos de la economía neoclásica, cristalizada en los textos de Léon Walras, Alfred Marshall y William Stanley Jevons, economistas que durante la segunda mitad del siglo XIX habían volcado su voluntad a marginar las teorías económicas clásicas de David Ricardo, Adam Smith y, con mayor potencia, Karl Marx[12]. Empero, no así, como ya se habrá sospechado, con la exposición smithiana acerca de la mano invisible y su rol en la mecánica para movilizar los flujos míticos del mercado. No obstante, en aquel momento poca atención fue dada a las premisas propuestas por Hayek, siendo retomadas y luego propagadas hasta la década del 70, en EE.UU., por Ronald Reagan, y al otro lado del Atlántico, en Inglaterra, por la “Dama de Hierro”, Margaret Thatcher.
Por otro lado, si bien es cierto que la forma de Estado que el neoliberalismo requiere es una donde éste no intervenga en la estructura económica, no se debe incurrir en la engañosa sencillez de considerar que con ello el Estado se vuelve una simple herramienta doméstica para el bloque en el poder. El Estado, concretamente, transfigura en un ente mínimo–interventor, más no en un Estado débil; antes bien, su constitución corpórea retorna beligerante, activa. La idea del Estado dentro del programa político neoliberal la podemos encontrar como una suerte de guardián del mercado, que usa el poder que lo compone para montar reglas, normas e instituciones políticas que pongan fuera del alcance de las mayorías una particular complexión u orden económico. Según la necesidad de los intereses dominantes, el contexto y la forma del régimen, esas reglas, normas e instituciones pueden ser muchas o pocas, y las encontraremos replicadas en la suma total de los países regidos por las recetas del libre mercado como elementos inalterables de su naturaleza. Su presencia no se ve condicionada por el tipo de desarrollo desigual que entre regiones se tenga. Es por ello que la integración transnacional por medio de acuerdos comerciales tiene como derivación que los Estados generen competencias e instituciones jurídicas supranacionales que se ocupen de negociar, regular y resguardar las relaciones internacionales en materia económica. Estos procesos se caracterizan por su amplia ilegitimidad y opacidad[13]. Por un lado, ilegítimos debido a que la población no decide su construcción a través de las urnas. Son órganos instalados donde el ciudadano común no tiene voz ni voto, aunque lo que se pueda resolver dentro afecte directamente el curso de su vida. Por el otro lado, opacos, pues la sociedad no sabe bien a bien el modo en que se forman las modernas y complejas estructuras. Estos entes legales trabajan primordialmente para lograr desarrollar dos objetivos claros: 1) la integración de los flujos comerciales locales a la dinámica económica del mercado global y 2) la defensa de los Derechos Humanos. Vale la pena preguntarnos, ¿qué lógica fundamenta al segundo? A saber: la búsqueda de legitimación[14]. Se trata de un instrumento que promete la salvaguarda de los Derechos Humanos por medio de acuerdos internacionales, por lo que su cabal cumplimiento está supeditado al nivel de integración comercial que retenga el país en cuestión. Mientras mayor apertura económica, mayor integración; por tanto, una menor probabilidad de violentar los derechos del individuo. Así, la integración económica viene a mostrarse como la panacea para amparar la integridad de los ciudadanos. Pero, en la realidad, no se trata más que de un recurso político-ideológico para justificar y dotar de mayor licitud a la competencia desigual del libre comercio.
Cercanos al extremo, ya habiendo cumplido su papel de facilitador público de los intereses del capital, el Estado se vuelve una especie de aparato que sólo procesa las demandas de un cliente. La noción de soberanía desaparece: el poder jamás ha estado depositado en una mayoría que decide delegarlo a un ente superior en favor de eficientar el modo en el que se ha de alcanzar el bienestar social. No. Se trata de otra cosa: el Estado se concibe como una suerte de establecimiento mercantil que, primordialmente, ofrece bienes y servicios de acuerdo a lo emanado por los puestos de representación popular. Claro está, una serie de exigencias que, al tiempo de resolverse, no se atreven a desestabilizar ni desafiar la inclinación dominante de las relaciones de poder. Hablamos sólo de aquello que es suficiente para mantener el orden por medio del consenso: educación, seguridad pública, abastecimiento de agua, servicios médicos, etc.
Coyuntura doméstica: El Estado mexicano frente a la globalización
Uno de los efectos más significativos de la desaceleración mundial fue la disminución en la circulación de capitales hacia la economía mexicana. Durante 1981 y 1982, la dolarización, la crisis de la deuda externa y la fuga de activos obstaculizaron más las cosas[15]. El Estado se vio frenado al no contar con los recursos que en su momento le habían facilitado injerir en la dinámica del mercado para garantizar la reproducción efectiva del sistema económico ―posibilidad que le fue otorgada por medio de los acuerdos políticos que los gobiernos posrevolucionarios habían pactado con las diferentes clases y fracciones de clase―. Además, el progresivo desplome de los ingresos públicos dificultó también su suficiencia para resolver los reclamos sociales. Como corolario, las visiones que rescataban la importancia de su papel como delegado económico activo, se fueron disipando. En su reemplazo, comenzaron a llegar maniobras de tipo neoliberal que se enfocaron en reorganizar el perfil del Estado interventor. El dilema de la deuda, por ejemplo, concretó una renegociación financiera, dirigida por el FMI y el Banco Mundial, que tenía como condición la aplicación de reformas neoliberales[16]. Es decir, a cambio de la reprogramación de la deuda, se exigía implementar políticas como recorte al gasto social, legislaciones flexibles del mercado de trabajo y la privatización de empresas públicas. Y he aquí la invención de los «ajustes estructurales»”[17]. Así, la esfera política que mediaba los mandatos de reforma fiscal “se ubicó en la lucha por la conducción del programa de modernización económica entre los grupos políticos a la vieja usanza, que mantenían la idea de enfrentar los problemas económicos a partir de los fines que debía perseguir el Estado, exaltando los valores de la soberanía y el nacionalismo mexicanos fuertemente enraizados en los ideales revolucionarios de paz, justicia, igualdad y soberanía”[18]. Esta serie de transformaciones fueron llevadas a cabo por medio de actores que hacían hincapié en los aspectos técnicos de la modernización, enalteciendo el método científico como panacea del pensamiento para resolver los problemas inherentes al desarrollo de las sociedades. Fueron bautizados como los “tecnócratas”: peritos macroeconomistas estudiados en escuelas de alto prestigio en el extranjero, que una vez que alcanzaron el poder se enfocaron en señalar la mala administración del Estado, sus vicios y excesivo engordamiento como fuentes primarias de la crisis en la balanza de pagos y la dilatación de la deuda soberana.
La transición ideológica: reorganización subjetiva del Estado-nación
Según la teoría regulacionista, las consecuencias del paso del Welfare State al Estado neoliberal se manifiestan por variados rumbos. Bonefeld afirma que “la destrucción de los viejos patrones de consenso y compromiso, así como la adopción de una ideología de libre mercado, monetarista, coincide con una política subsidiaria hacia las nuevas industrias en desarrollo, y un estado de seguridad más avanzado”. Ello se transcribe también en una “política mucho más selectiva en la educación y en los sistemas de asistencia”[19] que deriva en su desnacionalización, pues ahora son contemplados como suplementarios y teñidos bajo la suerte del desamparo, al que pocas veces sobreviven. Un proceso que se lleva a cabo bajo modalidades más agresivas en los países no incorporados al capitalismo desarrollado. Allí, la característica principal es la acumulación flexible, es decir, una acumulación caracterizada, por lo menos, por tres elementos constitutivos: 1) la tercerización de las economías, 2) la subcontratación de la mano de obra y 3) la descentralización productiva.
Partiendo de lo anterior, podemos localizar el inicio de la reorganización del Estado durante el gobierno de Miguel de la Madrid, quien buscó restablecer la confianza de la fracción financiera del capital luego de la nacionalización bancaria emprendida por López Portillo. Bajo esta lógica, el bloque en el poder esbozó como pretensión alcanzar un ordenamiento estatal bastante similar al Estado mínimo liberal, es decir, uno por el cual el desplazamiento se fraguara únicamente a través de competencias preconcebidas y arregladas: regular, vigilar y supervisar que las correlaciones de mercado se naturalizaran por medio de marcos constitucionales que permitieran su libre reproducción. Convergente con esa posición, cualquier ensanche de las facultades estatales estaría transgrediendo la iris modernizadora y sería parte constituyente de un chauvinismo anacrónico que no tenía lugar en la manía mundializante y globalizadora del capital, por lo que debería desampararse esperando su violenta agonía.
La aplicación del programa neoliberal, a principios de la década del 80, se confeccionó de manera camuflada por medio de un arreglo que englobó a todas las capas sociales. Ello dio pauta para que el Estado pudiera erigir políticas de disciplina fiscal en interés de evitar el déficit público[20]. Subsecuentemente, el gobierno de Salinas de Gortari se encargó de consumar y armonizar lo ya iniciado en la Constitución mexicana. Así, arrancó una profunda andadura de reformas estatutarias: modificó el artículo 27°, facultando al ejidatario con las herramientas jurídicas necesarias para que pudiera asociarse con librecambistas extranjeros en pro de la industrialización agrícola; el 3°, donde se estipula el carácter obligatorio de la educación secundaria en busca de una mejor preparación para la futura mano de obra; el 28°, que dota de autonomía al Banco de México ―un elemento indispensable para desarrollar la política monetaria contra la inflación que el programa neoliberal necesita; el 4°, que reconoce la composición pluricultural de la población mexicana, haciendo un especial énfasis en los pueblos indígenas. Un claro intento de apaciguar posibles desbordamientos de minorías históricamente oprimidas. Y el 63°, relativo a las cámaras del Congreso, con lo que se pretendía lograr un equilibrio entre ellas, así como establecer la igualdad en la posibilidad de acceso a los cargos de elección popular[21]. Todo un movimiento que intentó mantener la estabilidad del sistema político luego de las querellas estimuladas por los comicios del 88.
Sin embargo, la lozana ideología propagada por la tecnocracia desde las esferas del poder, vino a demostrar en la realidad una mayor dependencia de la estructura económica a la inversión extranjera y la falta de soberanía en la rectoría del Estado, pues fincaba sus pautas de acción en las pretensiones hegemónicas emanadas desde los centros de dominio económico mundial. La modernización, en efecto, sólo se trató de una innovación de los patrones de consumo. Su verdadera apariencia portaba una pretendida intención por ratificar los intereses del capital a nivel local: “La modernización se entiende como la utilización de las nuevas tecnologías en el aparato productivo, lo cual se traduce en una elevación de la productividad social del trabajo y en un aumento del consumo. El progreso se mide, entonces, por la relación que el hombre tiene con los objetos, y de ese modo se somete la vida cotidiana a la tecnología. El hombre queda preso de la moda, de los medios de comunicación y de toda una ofensiva que sujeta la conciencia a las necesidades de la modernización, que escinde al hombre de la naturaleza y niega su unidad espiritual con el universo vivo[22]”.
Por último, el carácter ideológico de la reforma del Estado, como el definitivo bastión a conquistar en el largo proceso que acompañó al despliegue neoliberal, apuntó a la resignificación de los referentes sobre lo social y lo nacional y a recomponer en el imaginario colectivo al Estado y sus funciones. Esto último como parte de una crisis de credibilidad que, por lo menos desde las citadas elecciones de 1988, comenzó a experimentar debido a sus prácticas autoritarias en el ejercicio del poder político. No queriendo decir esto, por supuesto, que se tratara de un comportamiento novedoso y atípico, más bien, que su forma de ejecutarse se había mostrado demasiado evidente.
A través de la operación de múltiples mecanismos volcados a alcanzar la reintegración de su legitimidad, la reforma del Estado inaugurada por Salinas de Gortari significó el esfuerzo más acabado para lograrlo. Esto sobre todo mediante: “(…) la transformación de la racionalidad y la gestión públicas, la planeación prospectiva y las reformas del régimen como elementos de la reforma estatal tendientes a restablecer la eficiencia técnico-administrativa que logre no sólo responder a demandas de masas, clase media, burocracia e iniciativa privada y controlar el conflicto (no resolverlo), sino además recomponer y ampliar su base social de poder”[23]. Lo último tuvo como estrategia orgánica seducir tanto a los sectores populares como a la iniciativa empresarial. Desde la retórica, dicha operación se apoyó en una suerte de “apropiación histórica” por medio del rescate de elementos del nacionalismo revolucionario, buscando otorgarle más vida a la simulación. Así pues, la aglutinación de los marcos constitutivos de la modernización pasó a tejer la base primordial de la transición ideológica y la reorganización subjetiva del Estado mexicano frente a la globalización.
- Politólogo egresado de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Iztapalapa. Estudiante de economía en la Facultad de Economía de la UNAM. Temas de interés: la formación sociopolítica de los estados modernos, la descolonización del poder, a economía social y solidaria y los procesos de educación popular. ↑
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