La crisis simbólica en el imperio español durante los siglos XVI Y XVII.
Por Alejandro Barrera Aguirre[1]
El mundo mismo podría colapsar si los símbolos cayeran. Las estructuras invisibles que sostienen el orden de lo que se enuncia y de lo que se conoce en un contexto determinado juegan un papel de primera importancia para el entendimiento del acontecer social, ya histórico, ya contemporáneo.
Es, pues, objeto de este ensayo poner de relieve el papel que juega lo simbólico en la construcción de procesos históricos. Pensar su relevancia nos dirige ineludiblemente a la pregunta general que compete a todo historiador sobre cómo se construye la historia. Tal es el motivo de analizar el aspecto simbólico de una época en particular: la transición del siglo XVI al siglo XVII. Este periodo es importante pues representa, considero, un proyecto imperial signado por los cambios históricos de facto que se dan durante el reinado de los Austrias mayores (Carlos V y Felipe II) y los Austrias menores (Felipe III Y Felipe IV). En tales proyectos orbita de manera casi omnipresente el término central a discutir en este trabajo: el imperio.
No pretendemos pensar en el imperio español simplemente como un momento histórico caracterizado por nociones como la expansión, el poder y el afianzamiento de una ideología religiosa. Más bien consideramos necesario pensar a éste como una sobrecarga simbólica que une símbolos disímiles ya en el discurso, ya en el mundo del arte, a través de la cual se entrevé una crisis de la totalidad, otro de los términos que pondremos a discusión.
Como objetivo central tenemos la discusión de la idea de imperio considerando ésta como un fenómeno sostenido por la semejanza, que a través de sus cuatro formas hizo aparecer y a la vez marcó el fin trágico del imperio español. Asimismo, intentaremos enfatizar en la importancia del estudio de lo simbólico, de la representación y del discurso, pues consideramos que es a través de estos elementos que puede pensarse en el oficio del historiador, el hacer la historia.
España desde los albores de su historia, ha sido un territorio de constante crisis, lucha, expansiones, retracciones, lugar de encuentros y desencuentros religiosos. Tales características se han puesto de relieve en los momentos en que se busca la comprensión de su historia. Diversos enfoques han convergido para el estudio de ésta, desde los estudios de la hispania feudal hasta los que estudian su importancia como costa mediterránea y atlántica. No obstante, estudiar desde todos estos enfoques un territorio nos debe llevar, o al menos al buen historiador, al análisis de todas las aristas a través de las cuales pueda concebirse, por ejemplo, la idea de una España atlántica, una España mediterránea o bien de un imperio español.
El acercamiento a las múltiples visiones de una región o territorio nos hacen plantearnos una primer pregunta ¿A partir de qué construimos la historia de un reino, de un imperio o de una región? Podríamos adelantarnos a responder que los historiadores construimos la historia a través del análisis de procesos complejos en que se interconectan elementos de variada estirpe que son catalizados por la acción de los seres sociales y que dan paso a los acontecimientos. Estos últimos adquieren historicidad únicamente en tanto son parte de procesos que devienen espesos en lo que Fernand Braudel (1979) llama la larga duración.
Sin embargo, el estudio de tales procesos, antes de insertarse en la larga duración, deben cristalizarse a través de los discursos que los enuncian, es decir, del conjunto de significaciones que al articularse logran hacer existir al hecho histórico. Ahora, estudiar la composiciones de significado, en el caso de la historia del imperio español, no puede reducirse a pensar en éste como mero hecho histórico, sino como un ente histórico. La diferencia que, considero, hay entre estas dos clasificaciones es que la primera refiere a lo que es de facto en tanto es un agente de acción y que es conformado por partes bien diferenciadas que en suma lo constituyen. Por otro lado, el ente únicamente adquiere poder de acción en tanto se mueve dentro de una suerte de fenomenología. Éste tiene la potencia de aparecer y, por consiguiente, su estudio, más que la búsqueda vana de partes bien diferenciadas, requiere un proceso de interpretación de significados que a su vez están replegados sobre sí mismos y cuya capacidad de acción es, en lugar de trascendental, efímera e ilusoria.
Es así que consideramos al imperio español como un ente histórico, apelando por la dinámica arriba señalada. No obstante, el cúmulo de significados que lo hicieron aparecer si bien pueden rastrearse en los anales de la historia de España, es conveniente analizarlos a través de los proyectos imperiales de los Austrias. Analizar, pues, estos proyectos nos irán perfilando a la noción ya establecida de lo efímero del imperio. Igualmente, la visibilización de los procesos que pusieron en duda las nociones imperiales serán de gran ayuda para dar peso a nuestros argumentos.
John Elliot abre el primer capítulo de su espléndido libro de España, Europa y los mundos de ultramar 1500-1800 con una frase consistente: “la idea de Europa implica unidad” (2009:28), y a lo largo del texto nos va llevando al génesis de este sentimiento de unidad que, de fondo, refiere ineluctablemente al concepto de imperio. El autor, después, apunta que podría considerarse al imperio de Carlos V como uno de los intentos más tempranos de organizar entidades políticas supranacionales, que se contraponía a las unidades políticas más o menos independientes que existían en los albores del siglo XVI (2009:29). Si bien estos datos podrían hacernos generar un análisis de la forma, el tenor de este trabajo tiene que ver más bien con el fondo y por esto es menester pasar a nuestro siguiente punto de análisis. La noción de unidad y el imperio fundado en la semejanza.
El imperio de la semejanza, el imperio del borramiento de los espacios limítrofes, el advenimiento de la totalidad como estandarte de un imperio. Históricamente podríamos rastrearlo aún en las postrimerías del siglo XV, momento en que la caída del último reducto musulmán en Granada abre paso, aunque incipiente, a una noción de totalidad. Tal totalidad está representada por el poder religioso bajo la figura de los Reyes Católicos. El ascenso de la religión como primer ente ya universal, ya universalizante, era el catalizador y la estructura retórica del naciente imperio español. La idea de un imperio universal se fundaba, en un primer momento, a través de una tarea providencialista dibujada ya en 1492 con la culminación del proceso de Reconquista y el descubrimiento de América, como a continuación profundizamos.
El descubrimiento del Nuevo Mundo sumó a la idea de totalidad universal cristiana, la idea de expansión bélico-religioso, como ya se había dejado sentir con la culminación de la reconquista en ese mismo año. Para los inicios del siglo XVI, la corona española buscaba ya afianzar la totalidad. Algo total que se expande. Frente a esta idea de totalidad respaldada por el título de Reyes Católicos de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, se encontraba una realidad disímil. La expulsión de los judíos y de los musulmanes en Granada solo nos refiere a una cosa: pluralidad. Una pluralidad que desde el siglo VII empezó a ser combatida por los reinos cristianos de Aragón y Castilla, sobre todo. Ésta era un hecho que amenazaba ya desde un principio la idea de totalidad, como apunta Fernando de la Flor cuando menciona que la totalidad imperial hispana no admitía fácilmente parcializaciones, ni desarrollos locales sino que debía contemplarse por sus gestores, principalmente los militares, en cuanto intento de mundialización de los referentes de todo orden que en ella concurrían (De la Flor 2015:10).
No obstante, ya entrado el siglo XVI, el ascenso de Carlos I de España al trono del Sacro Imperio Romano Germánico representó, como apunta John Lynch, un avance en la tarea de la unidad de la cristiandad bajo el dominio imperial y su defensa frente a los musulmanes. De hecho, siguiendo al autor, escritores renacentistas escribieron sobre Carlos I “Un monarca, un imperio y una espada” (1991:87). Ya en esta idea se encontraba la noción de la unidad y de la totalidad que recaía de manera exclusiva en la corona imperial. Pero ¿Por qué? ¿Qué tiene aquí de relevante esta frase que nos lleva a pensar la figura del emperador? ¿Por qué enunciar aquello que podría resultar evidente?.
Aquél monarca con su imperio y con su espada del que escribe el poeta renacentista Hernando de Acuña no solo tenía consigo la misión de unificar la cristiandad únicamente ante los musulmanes. Había un enemigo naciente, era algo más grande; un evento que en toda su extensión ha merecido ser llamado reformador y, por qué no, revolucionario: La Reforma Protestante. Este movimiento ideológico fue, desde el inicio de la idea del imperio, la grieta insostenible, siempre amenazante y lo fue en realidad por muchos motivos. Sería inconveniente, entonces, pensar en la Reforma luterana como un mero acontecimiento alemán, como bien lo ha caracterizado Oberman en su obra Lutero, entre Dios y el Diablo (1982). En contraste, nos es menester considerar la situación luterana en tanto factor acechante para la noción del imperio. Amenazante por una razón que me parece esencial. Esta Reforma, a través de los discursos pronunciados en Worms por Lutero, ponía en entredicho, con elementos concretos como lo fue el cobro de indulgencias, la idea de una cristiandad total que se había vuelto el arma, más que ideológica, política del imperio de Carlos V. El enérgico embajador de la curia papal Hieronymus Aleander expresaba con preocupación lo siguiente:
Es públicamente conocido cuánto mal y cuánto daño ha causado hasta el momento en el pueblo cristiano la sublevación y rebeldía desatada por Martín Lutero y las desgracias que diariamente provocan y producirán; sería pues mucho más necesario disolver cuanto antes esa banda y sublevación que vacilar por más tiempo en hacerlo (citado en Oberman, 1992)
El emperador, por su parte, declaraba: “Estoy decidido a emplear contra Lutero todas mis fuerzas, mis reinos y señoríos, mis amigos, mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma” (Oberman 1982:48). La grieta ya estaba hecha, la aparente totalidad desde sus inicios fue ilusoria. La preocupación enunciada también abría más la grieta de un imperio que apenas aparecía.
Podemos ver desde los inicios del imperio un símbolo que está agrietado, la idea de unidad propuesta por la cristiandad se venía abajo casi con su nacimiento. El nacimiento del imperio de Carlos V y, por ende, del imperio español es el nacimiento y muerte prematura del imperio de la semejanza. La aparición del imperio representó, como veremos adelante, la concepción de la semejanza como el espacio-tiempo de dicha aparición. En este sentido, la semejanza es la que dinamiza esta idea y le da apenas un aire trascendental. Sin embargo es ésta, a su vez, el fin último del imperio, era, y me atrevo a ocupar las palabras que De la Flor rescata de Bayley, “la unidad de destino en lo universal”. En este sentido, el nacimiento y el resquebrajamiento mismo del imperio, empero, estaba en la semejanza. Ahondemos, pues, en esto.
Michel Foucault, en Las Palabras y las cosas (1966), hace un análisis de los elementos que hacen ser a la semejanza, en tanto elementos de similitud. Podemos entonces estudiar la idea del imperio de la semejanza a través de dicho elementos.
La primera similitud es la convenientia. Son convenientes, explica el filósofo francés, las cosas que acercándose una a otra se unen, sus bordes se tocan, sus franjas se mezclan, la extremidad de una traza, el principio de la otra (1966:27). Si tal definición la aplicamos al imperio español, podemos pensar en el carácter expansivo que tiene ya entrado el siglo XVI a lo largo del territorio americano. Sin embargo, esta bisagra del imperio, aquél canal de flujo de símbolos, no era otro lugar más que el Atlántico, lugar simbólico que era sostenido por los primeros conquistadores de los espacios americanos, quienes dirigían toda victoria y toda gloria a la corona imperial, como dejó anotado Hernán Cortés, conquistador de México Tenochtitlan, en una carta dirigida a la corona imperial de la siguiente forma: «Vuestra Alteza se puede intitular de nuevo emperador de ella, y con título y no menos mérito que el de Alemania» (Cortés:1520: 37). Asimismo, el conquistador de México Tenochtitlán se refiere en una de sus cartas a Carlos V como Sacra Católica Cesárea Magestad ; tal intitulación refiere por mucho al poder concentrado en la corona imperial y el papel de armazón y bisagra que tenía la religión en la idea del imperio. La sacralización del emperador no era más que uno de los elementos convenientes de la idea del imperio español. Vemos entonces que estas correspondencias epistolares de los conquistadores hacia el emperador Carlos V eran enviadas a través del Atlántico con dos funciones a mi parecer fundamentales: la de enaltecer el poder que poco a poco ganaba el emperador con la adquisición de nuevas tierras y, a su vez, el de generar desde lo simbólico un espacio de relación, que en conjunto me atrevo a denominar el espacio epistolar atlántico, sostenido a su vez por la palabras, por el lenguaje. El Atlántico como lugar (no lugar) de la conveniencia.
Si retomamos las construcciones de los enunciados que refieren a la persona del emperador nos daremos cuenta del poder del lenguaje para el sostenimiento del imperio. Foucault apunta que:
En el siglo XVI, el lenguaje real no es un conjunto de signos independientes, uniforme y liso en el que las cosas vendrían a reflejarse como en un espejo a fin de enunciar, una a una, su verdad singular. Es más bien una cosa opaca, misteriosa, cerrada sobre sí misma, masa fragmentada y enigmática punto por punto, que se mezcla aquí o allá con las figuras del mundo y se enreda en ellas: tanto y tan bien que, todas juntas, forman una red de marcas en la que cada una puede desempeñar, y desempeña en efecto, en relación con todas las demás, el papel de contenido o de signo, de secreto o de indicio (1966:42).
No obstante, este desciframiento de las cosas, de los indicios, nos hace ver que ante esta primer grieta durante la fase del imperio encabezada por Carlos V, el lenguaje comenzó a sostener el símbolo mismo del imperio, comenzó con el juego de la apariencias. Podemos traer aquí una frase consistente que Lacan pronunció en la conferencia de la Société Française de Psychanalyse, en dónde recuerda que él siempre está preparado para repetir que: el símbolo sobrepasa la palabra (Lacan, 1953). Y es este autor quien también señala que “el símbolo es la estructura misma del pensamiento (1954). Por lo tanto, si lo simbólico se enfrentaba ineludiblemente ante la realidad, y tal realidad era disímil, el primer orden afectado sería el lenguaje que, a su vez, terminaría por hacer caer a lo simbólico.
Esta realidad puede ser estudiada a través de la segunda forma de similitud, que igual que la convenientia puede caracterizar al imperio español de los Austrias. La aemulatio, que según Foucault, es donde la connivencia espacial se rompe, como si los eslabones de la cadena, separados, reprodujeran sus círculos, lejos uno de otros según una semejanza sin contacto. A través de ésta, sigue el autor, el mundo abole la distancia que le es propia; triunfa, así, sobre el lugar que le es dado a cada cosa (Foucault 1966:28). En este sentido es que triunfaría la idea del imperio extendido ,un imperio que sobre la corona imperial irradia su poder aun sobre la distancia, como si su poder se emulara en círculos lejanos, en las recónditas tierras americanas, en su extensión mediterránea; en todo lugar, con la simple semejanza como fundadora de un poder imperial supraespacial. Esta figura se veía afianzada, y a la vez amenazada, por el hecho histórico, lo lejano a la esencia fenoménica del imperio y lo cercano al hecho histórico en tanto se construye por el hombre y sus intereses. Viene a bien tomar las palabras de Fernando Ciaramitaro quien apunta que:
[…] a causa del alejamiento de los múltiples territorios del imperio español, donde las distancias se medían en semanas de navegación, era imposible la estancia del rey en cada uno de ellos y hubiera sido muy complicado y dispendioso crear un sistema de rotación de corte en las capitales de diferentes provincias, durante intervalos temporales más o menos largos. (2008:118)
Estos lugares en donde en esencia tendría que afianzarse el poder imperial comenzaban las disputas por el poder, ya político, ya religioso, tal como se dejó ver en los principados alemanes con el avance cada vez más acechante del protestantismo. En lo político, la ambición que representó en el caso americano la fundación de estructuras como las encomiendas dejaba ver que estos círculos de emulación eran más bien de ruptura, de diferencia, de realidad, de facto.
La analogía, como apunta Foucault, recae en las semejanzas más sutiles en las relaciones, pero las similitudes de las que trata no son las visibles, las macizas. El imperio en sí, la idea del imperio se fundó apenas en la analogía de los imperios de la antigüedad, sostenida endeblemente sobre símbolos rotos. La noción del tiempo y del espacio serán, por más simples que parezcan, la ruptura de la analogía del imperio con lo cesáreo, no sólo en el sentido de lo que refiere al emperador, sino en la historicidad de los césares del antiguo imperio romano. Joseph Pérez (2005:271) recuerda que en el imaginario del siglo XVI se recordaba aquella cita del libro apócrifo de Daniel, en donde se encuentra la idea profética de cuatro monarquías que están destinadas a dominar sucesivamente el mundo. La analogía entonces se repliega sobre sí misma, sobre una analogía formulada históricamente a través de la semejanza de tales monarquías con los imperios más importantes, a saber: el asirio, el persa, el macedonio y el romano. Así, el imperio español, siguiendo a De la Flor, vendría a ser el quinto imperio, que a la vez sería el postrero de todos los habidos, y a cuya realización sobrevendría el fin del mundo (2015:26). Sin embargo, el contexto de itinerancia y poca estabilidad en sus dominios más importantes —España y Alemania—, así como la lejanía del imperio extendido —América—, dirigía al fenómeno imperial totalitario a enfrentarse con la multiplicidad de hechos históricos que se podrían explicar a través del estado de guerra permanente del imperio español, que establece con él una serie de tensiones periféricas (De la Flor 2015:10).
Este estado de guerra permanente que explica De la Flor es, en suma, el desencanto del imperio español, la cresta fenoménica que tiende a bajar, el resquebrajamiento de facto. Este se pone, a su vez, en contraposición a la última semejanza: las simpatías. Según Foucault, éstas tienen el peligroso poder de asimilar, de hacer las cosas idénticas unas a otras, de mezclarlas, de hacerlas desaparecer en su individualidad (1966:32). Es, en suma, la idea del imperio, pero no del imperio en su forma de aparición en círculos de emulación, no el imperio que resuena en el nombre del César; tampoco el imperio sostenido por lo que el Atlántico traía en pergaminos enunciando el magnífico poder imperial. Era, en cambio, el imperio que tendía a ser imperio, aquél que en potencia buscaba asimilarse a sí mismo. Ser el imperio cuyas partes tienden unas a las otras y se comunican sin ruptura ni distancias (1996:33). Era, entonces, el imperio ya universal, ya universalizante. La noción de lo universal como la hecatombe misma del imperio. El imperio que aparece inclinado a lo simpático en tanto fenómeno, pero que de facto tendía más al balance, a conservar la identidad de la cosa, a aceptar la semejanza que no engulle y que conserva la singularidad que es característica del hecho histórico (idem).
El imperio de los Austrias mayores fue la aparición y muerte de la semejanza, a través de un setting epistémico que jugó medio siglo a través de las cuatro similitudes, las cuales proyectaron la ilusión del imperio por medio del dominium totius orbis (De la Flor 2015:10). Sin embargo, la forma de hacerlo aparecer fue apenas en el lenguaje, en una sobrecarga de imágenes en potencia que permitían ver, pero no conocer. Era, pues, la semejanza manifestada en el signo. Siguiendo a Foucault:
Al poner como enlace entre el signo y lo que indica la semejanza (a la vez tercera potencia y poder único, ya que habita de la misma manera la marca y el contenido), el saber del siglo XVI se condenó a no conocer nunca sino la misma cosa y a no conocerla sino al término, jamás alcanzado, de un recorrido indefinido (1966:39).
El tránsito al siglo XVII traía, como ya anotamos arriba, un desencantamiento del imperio español. La muerte de Felipe II concluía con un proyecto ataviado de símbolos oscuros que había que develarse. Si pudiera decirse de manera muy general cuál fue el elemento que empujó el declive del imperio de los Austrias podríamos decir que fue la crisis entre las palabras y las cosas que atiende a las dramáticas líneas de Michel Foucault:
Se ha deshecho la profunda pertenencia del lenguaje y del mundo. Se ha terminado el primado de la escritura. Desaparece, pues, esta capa uniforme en la que se entrecruzaban indefinidamente lo visto y lo leído, lo visible y lo enunciable. Las cosas y las palabras van a separarse. El ojo será destinado a ver y sólo a ver; la oreja sólo a oír. El discurso tendrá, desde luego, como tarea el decir lo que es, pero no será más que lo que dice (Foucault 1966:50).
El imperio español no podía ser más que lo que era, una aparición. El flujo simbólico en el lenguaje que antes había ensalzado a la corona ahora se detenía en tanto no había algo para interpretarse. El imperio era solamente una idea sostenida de facto, en lo real e histórico, únicamente por lo militar y lo religioso. Sin embargo, la idea de la guerra justa, tan adherida a la expansión imperial, no era más que una guerra en todo disímil, una guerra que resultaba imposible de representar bajo una retórica de signo humanístico, tal como sucedía en las guerras con los pueblos americanos en resistencia (De la Flor 2015: 23).
Siguiendo a De La Flor, la épica como “discurso del imperio” comunicaba ya un evidente malestar bélico (2015:25). Las amenazas seguían acrecentándose mientras la idea del imperio desaparecía poco a poco. Sostener los hechos disímiles, a la idea de cristiandad, a la idea de totalidad, dio paso, más allá de la semejanza, a la apariencia. Con la conciencia de que de aquel imperio solo quedaba el trabajo sucio, la violencia cristiana que nunca se aceptó, la hidra y el dragón se convertían en enemigos reales que no podía contener ya el imperio derramado. Una vez dejada la hermenéutica, una vez culminada la aparición del imperio quedaba solo una monarquía desnuda, donde la única totalidad no era más que la visible: la guerra total (De la Flor 2015:32).
Podría ahondar más en este estado de guerra que tan a detalle describe de la Flor, sin embargo, creo que lo dicho hasta aquí ha sacado una serie de conclusiones que me propongo a dar a continuación, no sin el afán de continuar sobre esta línea de análisis para trabajos a la posteridad.
El estudio de los procesos históricos debe considerar también las ideas que estructuran y definen a una época determinada. Por otro lado, deben de diferenciarse las ideas y los fenómenos de aquello que sucede de facto en la realidad social. El proceso fenomenológico de una idea en tanto aparece y se disuelve, funda una serie de aparatos retóricos, iconográficos, simbólicos que sostienen de manera temporal la aparente legitimidad de un proyecto. Este proyecto, siempre en potencia, resultaba irrealizable, sin embargo, al aparecer transformó el lenguaje y, por lo tanto, la forma en la que un determinado contexto histórico produjo sus símbolos.
El análisis de una idea como la de imperio nos dejó acercarnos a los mecanismos de aparición de dicha idea. La semejanza instaurada como forma de aprender y enunciar el mundo nos dejó ver la manera en que el imperio apenas vislumbró una suerte de trascendencia en tanto se proyectó universal, total, y se afianzó de estructuras definidas para su intento de legitimación. La aparente semejanza con los antiguos imperios, con la omnipotencia de Dios, quien había coronado al emperador, así como la supuesta emulación del poder imperial alejaba cada vez más al imperio de su realización histórica y la dejaba en el plano del discurso simbólico que tendía siempre a replegarse sobre sí mismo y desaparecer.
Dicho lo anterior podemos señalar que el oficio del historiador no tiene que ver únicamente con el desentrañamiento de las causas y repercusiones del acontecer social. El historiador también debe de rastrear, a través del discurso tanto escrito como visual, aquellos aparatos que de facto no logran cristalizarse pero que permean en el fondo de las cosas, en la fragilidad de la palabra, en aquellos pliegues donde se ocultan los deseos profundos de dominio de todo el orbe. La interrelación de los acontecimientos nos dará una serie de pistas de aquellas ideas y conceptos que permearon durante una época, sin embargo, el carácter singular y la incontenible esencia de lo humano no podrán más que arrojar indicios de aquellos proyectos de alcance universal.
La historia no puede trascender, ni siquiera al estudiarse a través de la larga duración. Este plano temporal no deja de ser uno en el espacio del discurso, sin embargo, debemos buscar esta caída de las estructuras, aquello que deviene espeso y tarda en cambiar. «Para nosotros los historiadores, una estructura es indudablemente un ensamblaje, una arquitectura; pero, más aún, una realidad que el tiempo tarda enormemente en desgastar» (Braudel 1979). El lenguaje era estructurante en tanto era semejante y encontraba sus propios indicios, mas el siglo XVII trajo consigo la confrontación de las palabras y la cosas. El imperio español, apenas enunciado, enfrentó a sus endebles rasgos a la realidad y sobrevino la hecatombe.
BIBLIOGRAFÍA
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Pérez. J (2005) Carlos V y el Atlántico en Anuario de Estudios Atlánticos, núm. 51, 2005, pp. 271-28 España
- *Estudiante de la licenciatura en Etnohistoria (ENAH) ↑