Por Ana Hurtado[1]
El Río Dajabón es un amplio espejo hídrico con una longitud aproximada de 55 kilómetros y cuyo origen se localiza en la montaña Pico de Gallo, en la provincia de Loma de Cabrera, al sur de la República Dominicana. Abrasado por la deforestación y la contaminación, marca una separación geográfica entre dos países caribeños, y paradójicamente, esa incisión territorial es un puente inquebrantable en el horizonte histórico de Haití y República Dominicana.
Geográficamente Dajabón es una provincia sureña fronteriza. Un punto comercial de fuerte afluencia y de gran importancia para las relaciones económicas binacionales. En la lingüística es una palabra peculiar, que debate su pronunciación entre la sustitución de la j por la y, o en nombrarse sin ninguna alteración. En el imaginario insular es un lugar muy lejano, pues guarda una distancia de 308.4 km con la capital de Santo Domingo, lo que se traduce en al menos 5 horas de viaje por carretera. Un recorrido largo para una isla cuya extensión territorial total es de 48.444 km cuadrados y una densidad poblacional de 213 habitantes por km2.
Dajabón es una herida colonial cuyo proceso de cicatrización ha sido prolongado. El Río Masacre fue rebautizado así después del 2 de octubre de 1937, cuando bajo las órdenes de Rafael Leónidas Trujillo, las tropas militares emprendieron una de las redadas migratorias más sanguinarias del siglo XX. Este episodio es mejor conocido como La matanza del perejil. El nombre de la operación se debió a que perejil fue usado como una clave para exterminar a las personas haitianas que estaban en territorio dominicano.
Existen abundantes estudios sobre dicho acontecimiento y todos coinciden en señalar la frivolidad del entonces primer mandatario de República Dominicana, Leónidas Trujillo, a quien también se le conoce como El Generalísimo. No obstante, a pesar de esa amplia exploración historiográfica hay una dimensión humana que todavía no termina de comprenderse. Para empezar, cabe señalar que no existe una cifra exacta del saldo que dejó esta operación. Inicialmente se dijo que fue de 12 368 muertos, pero con el tiempo este reporte tuvo variaciones sustanciales en tanto se recuperaron testimonios y documentos que fueron desestabilizando la versión oficial.
A manera de contexto hay que mencionar que Rafael Leónidas Trujillo es una de las figuras políticas más controversiales en la historia caribeña del siglo XX. Su gobierno se caracterizó por la afinidad con el pensamiento progresista y conservador, así como por su estrecha cercanía con los cuadros militares. Fue un dictador que, entre otras cosas, saqueó buena parte de los recursos naturales de la isla y forjó una gran fortuna a costa del enriquecimiento ilícito.
Cumplía los caprichos más estrafalarios de sus hijas, fue responsable de la desaparición y asesinato de líderes agrícolas que defendían las tierras de las empresas extranjeras, era un fiel devoto de la religión católica y apostó aguerridamente por la imposición de la blanquitud como una catapulta hacia una bonanza económica, de la cual se benefició a manos llenas.
No hablaré más de Trujillo, porque al escribir estas líneas pensé en conmemorar a los muertos sin nombre, todos desconocidos y devorados por el racismo epistémico que sepultó en el olvido las voces fronterizas insulares.
La persecución
El creole es la lengua oficial de Haití, mientras que en República Dominicana lo es el español. Cuando Trujillo ordenó el despliegue de las tropas militares en la franja fronteriza del sur de Quisqueya, estableció un código oral para identificar al «enemigo común»: perejil. Todo aquel que no atinara una pronunciación fluida era asesinado a sangre fría.
La matanza del perejil no fue un hecho sorpresivo. Días antes, los comandos militares habían emprendido un hostigamiento incesante en los alrededores del Río Dajabón, pero el 2 de octubre de 1937 la tragedia hendió una grieta en la memoria racial de las islas. No hubo marcha atrás, la orden había sido enviada desde las cúpulas más poderosas. El Río Dajabón se tiñó de escarlata. Años después, gracias a los testimonios, se supo que la operación masacre no terminó el día de la matanza, en días posteriores familias enteras fueron amedrentadas por los escuadrones trujillistas. Las violaciones a los derechos humanos fueron desde el genocidio, la tortura, allanamiento a la propiedad privada e incansables requisas para encontrar a los haitianos escondidos entre las casas de madera con techos de zinc.
Algunos de los muertos, incluso, eran ciudadanos dominicanos de ascendencia haitiana, es decir, habían nacido en el territorio de Santo Domingo, pero sus generaciones eran originarias de la isla vecina, Haití. Pese a la cercanía, no conocían el otro lado del Río Dajabón porque su vida había transcurrido en los oficios de la provincia: zapateros, lavanderas y demás.
La política de Trujillo siempre se condujo expresamente anti negra, aunque un gran porcentaje de la población racializada le dio empuje a la industria azucarera que colocó al país en un auge económico. Los braceros, tal como se les denomina a los migrantes haitianos que trabajaban en los bateyes y las plantaciones de caña, cruzaban la frontera para laborar en condiciones infrahumanas. Siempre enfrentando un clima hostil que, desde entonces, los tachaba de criminales e invasores.
El Masacre se pasa a pie
No sabría cómo empezar a describir la frontera de Haití y República Dominicana, pues todos los detalles me parecen importantes. Yo, siendo mexicana, tenía una percepción de la frontera como un lugar extremadamente inseguro, asediado por la fuerza militar y con abundantes filtros migratorios, porque al menos en mi país a eso se resumen las fronteras del norte y sur. Sitios liminales que contagian al cuerpo de cierta pesadez y melancolía.
Y no es que la frontera caribeña entre Haití y República Dominicana sea una total excepción, porque mentiría al definirla como un sitio indudablemente seguro. La inseguridad existe y es una verdad irrefutable que los extranjeros somos propensos a padecerla. Las fuerzas militares también existen y custodian la división territorial entre ambos países. Los controles migratorios están ahí, debatiéndose entre lo voluble y arbitrario.
Dajabón se convirtió en un destino obligado a visitar luego de que, en el Centro Cultural de España, sede Santo Domingo, un artista visual haitiano presentara un documental sobre la matanza del perejil desde una lectura contemporánea. Ahí fue la primera vez que contemplé horizontes más amplios sobre la masacre.
Llegué a Dajabón en las primeras horas de un lunes, luego de pasar un día entero recorriendo el fuerte, los salares y el centro de Monte Cristi. Me habían sugerido visitar la frontera en lunes, por ser el día de mayor flujo en el mercado binacional, localizado a apenas unos metros del Río Masacre.
La historia de la matanza me hizo creer que aquel sitio guardaba algún aire lúgubre, desolado, o al menos una zona de acceso restringido por tratarse de un sitio de memoria dadas las atrocidades que tuvieron lugar en 1937. La realidad contrarió todas mis suposiciones. No había nada de eso. La frontera se transitaba en la premura y el tumulto, entre las bachatas que sonaban desde la esquina de un colmado y el paisaje sonoro tan propio de un mercado donde se ofertan víveres frescos, electrodomésticos, ropa de segunda mano, botellones de vino, pollo fresco, zapatos y demás productos que componen el extraño rompecabezas de un espacio liminal.
Sobre el Río Dajabón se extiende un puente que une las orillas de dos naciones caribeñas. Para pasar de un país a otro es necesario cruzar una puerta de aluminio, oxidada y custodiada por unos cuantos miembros del ejército militar dominicano. Los lunes y viernes las restricciones migratorias son más livianas, pues muchos haitianos y haitianas cruzan para ofertar o comprar sus productos. No obstante, hay quienes deciden cruzar por debajo del puente, mojando los pies en la escueta corriente de agua que corre por el —supuesto— caudal del Río Dajabón. Una vez terminadas las jornadas de los días comerciales, los filtros migratorios vuelven a endurecerse.
El día que visité Dajabón no lo hice con la intención de extender la ruta hacia Haití, iba con el firme propósito de conocer el Río Masacre y una mínima parte del perímetro donde había ocurrido la cruel matanza, me intrigaba conocer el espacio físico, caminarlo, verlo en su plasticidad genuina y sin la mediación de una poética escritural. Cumplí mi objetivo, y el saldo de ese recorrido fueron muchas preguntas y las ganas de abrazar en el silencio una grieta histórica.
Las historias del Generalísimo parecen inagotables. Están en los libros de historia, en las revisiones intelectuales y, sobre todo, en la memoria colectiva. Los recuerdos no pueden extirparse cuando comparten tanta raíz en el cuerpo y en la cartografía que se habita día con día, de ahí que sea tan importante tratar de reivindicar una dimensión más humana del fatídico 2 de octubre dominicano. No olvidar, que por sobre todas las cosas, quienes sobrevivieron tienen los matices para ensamblar los claroscuros de la historia oficial.
Solo por hoy
Ochenta y tres años después la huella de la contaminación se imprime con fuerza sobre el Río Masacre, sobre la corriente de agua se aprecian fragmentaciones, pequeños núcleos de tierra que funcionan como puntos de apoyo para algunas mujeres que realizan tareas de limpieza, como lavar ropa, utensilios o asearse. En algunas partes se aprecian rocas enfiladas que sirve como líneas de guía para cruzar el río sin mojar los pies. En el extremo dominicano no faltan los militares que no paran de custodiar la zona. Solo por ser lunes no hay tumbos contra ese devenir de pasos que sobre la cabeza transportan distintos tipos de paquetes que le dan sentido a la vendimia y a los tratados del comercio binacional pactados por Haití y República Dominicana.
A las afueras del Mercado Binacional se desboca una amplia variedad de puestos que disponen víveres frescos de todo tipo. Incluso es posible encontrar cambiadores de divisas que manejan dólares, pesos dominicanos y haitianos. Dentro del mercado se ofertan productos para el hogar, ropa, calzado, bisutería, y artículos para el cuidado personal.
En uno de los pasillos encontré un punto de venta que me pareció bastante peculiar. Se trataba de una mujer que vendía pelucas para dama, joyería de fantasía y juguetes. Era haitiana. Logramos comunicarnos a través de señas y palabras básicas en español y creole que ambas arrojábamos. Tuvimos la suerte de que un muchacho mediara la conversación, un tíguere bilingüe que más bien se acercó para asegurarse de que su compañera no estuviera siendo embaucada en algún lío. Él era uno de los tantos que en lunes iban y venían de un país a otro buscando o consiguiendo encargos muy específicos, casi todos relacionados con aparatos tecnológicos como celulares, tabletas o piezas para reparar dispositivos electrónicos. En conjunto me confirmaron que solo por tratarse del lunes se podía andar en la zona de frontera sin que la Policía Nacional o el ejército les amedrentara exigiéndoles documentos de identificación.
No todos los comerciantes son haitianos, hay algunos que radican de forma definitiva en las zonas rurales fronterizas de Dajabón, República Dominicana. De la misma manera, no todos pasan indiscriminadamente a través del río o por el puente donde también patrullan camiones militares. Lo cierto es que existe cierta permisividad para no entorpecer el flujo económico que se mueve con estrépito en las primeras horas en lunes y viernes.
Recordar: un antídoto para la impunidad
Esas medidas parecen paradójicas cuando se leen a la luz de las políticas migratorias que desde el siglo XX han sentenciado un carácter aporofóbico y anti haitiano. Rasgos que se convierten en razones suficientes para que Trujillo impulsara operaciones militares enfocadas en la persecución y tortura hacia los migrantes que, desde siempre, han sido esenciales en la fuerza obrera del país.
Dos días a la semana la puerta oxidada se abre y cierra de forma intermitente. Dos días de descanso, o, mejor dicho, unas horas de alivio sin tener que llevar el pasaporte o el DNI en la mano para evitar ser detenidos o deportados. En esencia, el derecho a habitar un espacio y un tiempo no ha cambiado mucho. Las aspiraciones de Trujillo por conformar una sociedad adherida a la blanquitud no se esfumaron tras su asesinato, mucho menos después, cuando Joaquín Balaguer alternó su lugar. Tampoco se diluyeron con el cambio de siglo, lo que, entre otras cosas, significó un relevo generacional en la estructura partidista de la esfera política.
La política anti haitiana parece enunciarse como una fiel promesa de exterminio racial. Ese otro 2 de octubre es apenas un cimiento para enfocar el efecto progresivo del racismo enquistado en lo más hondo de un proyecto nacionalista. El Mercado Binacional fue pensado como una estrategia de contención y lucro con el intercambio comercial que, según la diplomacia, ocurría de forma desorganizada, propiciando un descontrol en el flujo de haitianos que entraban al país.
No obstante, es necesario no perder de vista que a pesar de las intenciones de mediación económica, la dinámica albergada en los márgenes del Río Masacre y las zonas agrícolas de Dajabón encubre delicadas situaciones de vulneración a los DH, todas con un sólido vínculo de racismo estructural. Dicho de otro modo, esta zona geográfica sigue significando una especie de limbo donde se sortea el derecho a la vida.
Trujillo fue un dictador que estableció un sistema de gobernabilidad fundada en el terror, como consecuencia, muchos testimonios se quedaron encriptados en la historia oral que se resguarda con absoluto recelo. Posiblemente aún existan testimonios sobre aquel 2 de octubre de 1937, el tiempo se agota y la pandemia se suma como un signo de alerta para advertir la pérdida irreversible que significaría dejar que el silencio arrope esa dimensión humana que ha quedado relegada en la reescritura de ese genocidio.
Actualmente el drama regional de la migración haitiana pone en jaque las políticas migratorias de diversos países, pues la historia de vida de infancia, mujeres y hombres provenientes de Haití se ve atestada de un odio que se manifiesta en casi cualquier latitud. Conmemorar la Matanza del perejil debe servir para exigir la restitución de la dignidad en el contexto de políticas migratorias racistas y anti haitianas que no titubean en profesar una necropolítica de efecto progresivo y una pedagogía de castigo racial.
En la Matanza del perejil podemos encontrar un conducto para posicionar una solidaridad histórica con la migración afrodiaspórica, para señalar públicamente el sentido arcaico de las medidas de control asumidas por los distintos mandatarios latinoamericanos. Ni perdón, ni olvido.
[1] Ana Hurtado. Afromexicaribeña. Cronista, palabrera, promotora cultural e investigadora por convicción. Nómada afrolatinoamericanista y escritora nocturna. Arqueóloga de la memoria, las ficciones y los afectos. Me gusta escribir para refrendar mi ancestralidad.