Columnas de opinión
Un grito a la criatura ausente
Por Aníbal Fernando Bonilla
Oriana Fallaci (1929-2006) hizo del periodismo, antes que una profesión, una razón de vida. Decidida e inteligente, de talante controversial, esta pensadora italiana sostuvo profundas pasiones y convicciones. Destacó como entrevistadora incansable, reportera perseverante e indagadora de la realidad. Varios son sus textos legados, entre ellos Entrevista con la historia (1974), Un hombre (1979), La rabia y el orgullo (2001), La fuerza de la razón (2004), y el libro que nos atañe: Carta a un niño que nunca nació (1975); reflexión desgarradora que sojuzga al hombre por su insensibilidad al derecho a la maternidad y a la legítima aspiración por prolongar la existencia con la procreación y crianza de un hijo/a. Dicho en sus palabras: “La maternidad no es un oficio y tampoco un deber, sino un simple derecho entre tantos otros. […] la maternidad no es un deber moral. Ni siquiera es un hecho biológico. Es una elección consciente”.
La trama es cautivante. Tras su lectura queda el estremecimiento del testimonio autobiográfico. Todo empieza con un embarazo y la posterior confrontación existencial por asumir o no la etapa de gestación, considerando el marco de una sociedad consumista, cuyas taras se plasman en el individualismo, codicia y machismo. Semejante a la línea argumentativa de El acontecimiento (2000), de Annie Ernaux, en donde el yo diarístico es como un dardo que va al centro del círculo de los quehaceres cotidianos, envuelto de aflicción, desaliento y vacío: “No me producía ninguna aprensión la idea de abortar. Me parecía, si no fácil, al menos factible; que no era necesario tener ningún valor especial para hacerlo. Era una desgracia muy común. Bastaba con seguir la senda por la que una larga cohorte de mujeres me había precedido”.
En Carta a un niño que nunca nació, al final, la vLeer más→
Up in smoke
Contracultura del desmadre
Por Sergio E. Cerecedo
Dice la historia oficial, por si a estas alturas del partido aún no se sabe, que unos chavos de un colegio gringo a principios de los 70´s empezaron a reunirse a la hora en que terminaban los castigos y todas las actividades escolares —A las 4:20— a fumar marihuana y relajarse un rato, y que ese hábito pronto se popularizó en todo California, después en el país, al grado de ahora haberse instaurado el 20 del cuarto mes como una celebración de la lucha por el libre consumo de cannabis, logrando, tardía y medianamente, un poco de lo que el movimiento hippie había soñado.
En el cine, aunque durante los 60´s existieron exponentes del tema de las drogas como la legendaria “Easy Rider” —1969— de Dennis Hopper y “The trip” de Roger Corman —más centrada en el LSD—, unos años después la sátira animada “Fritz the Cat” y una película de risa involuntaria financiada por un grupo religioso llamada “Reefer Madness” que durante esa década se volvió a popularizar como cinta exploitation, no se había terminado por explotar el tema de una manera “actual” y que le significara al imaginario colectivo. Es así que a finales de la década, dos comediantes de centro nocturno se alían con el productor discográfico Lou Adler, productor ejecutivo de la icónica “El show de terror de Rocky”, para llevar a cabo la que sería la película pionera de las “Stoner movies”, que irían mutando hasta las aventuras de pachecos y gente que experimenta con las drogas que conocemos en nuestros días.
“Up in smoke” es sencilla y enlaza las vidas de dos jóvenes adultos. Pedro, un chicano de barrio que vive con sus padres y una decena más de parientes encimados en un suburbio de los ángeles, se despierta a la hora que se le da su gana y maneja una carcacha tuneada a su antojo —al menos por dentro—; y un heredero millonario con costumbres hippies, pero entorno de yuppie, a quien pronto se une por una divertida casualidad —un accidente carretero donde Man —Tommy Chong— se hace pasar por mujer para conseguir aventón y es levantado por Pedro. Al desilusionarse por la realidad, Cheech entabla la plática, hay tensión y sus pensamientos realmente son opuestos, pero cuando sus diferencias llegan a un punto álgido en el quLeer más→
Carmen. Epitafio para la impunidad
IV. Cuando pasó todo
A las 8 de la noche Carmen dejó de responder llamadas, entre las 9 y las 10 Santiago Parral, su hijo menor, comienza a marcar insistentente, pero la única respuesta que recibe es la del buzón de voz. La lluvia no escampa, los mensajes para saber dónde y cómo está se acumulan en vano. No hay testigos. Nadie vio, nadie oyó, nadie supo nada de esa noche en que todo pasó.
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-Emma, que mi mamá está muerta-
-No, no lo está-
-Si lo está-
Colgó. No había mucho qué decir. El cuerpo no le respondía. Intentó entender lo que acababa de escuchar a través de la bocina del teléfono fijo. Por un momento incluso olvidó la tristeza causada por la ausencia de su hijo que —por cierto— estaba secuestrado. En silencio y con un dolor serpenteante que abría vacíos a su paso, se acercó a su esposo para contárselo y comenzó a llorar. ¿Quién podría haberlo hecho? Si Carmen era una persona sin enemigos a la que todo mundo quería. Intentó entender, pero no lo consiguió. Es 2022 y el dolor, como una flor que se abre ante ciertos estímulos, sigue ahí, con ella. Evade la mirada, cambia el tema y me sugiere que entreviste a otra persona. Ha comenzado a dar golpecitos sobre la mesa. Con ambas manos forma pequeñas esferasLeer más→