Por Francisco Tomás González Cabañas
Inmersos todos en narrativas monopólicas en los tiempos del quedarnos en casa, gozamos con ver la expulsión del otro, la eliminación, el sacarlo del plató televisivo, del escenario en el que todos habitamos o deseamos habitar. A diferencia del enceguecimiento que le pudiera producir al que saliera de la caverna platónica por toparse con la luz de la verdad, en el panóptico en que hemos convertido la experiencia de nuestra existencia, sólo vale que sigamos dentro del presidio en el que encarcelamos nuestra posibilidad de libertad.
Cualquier acción cotidiana, ratificando la especificidad a la que apunta la cultura a partir del llamado “gran hermano televisivo”, es válida para poner a competir a sujetos entre sí, con el único fin ulterior de ver la dinámica de las eliminaciones, de los expulsados, de las exclusiones que determinarán la acumulación de la horda de los fuera que, a contrario sensu, agiganta a los pocos que van quedando dentro.
Sin darnos cuenta, en el frenesí orgiástico de ver las lágrimas del que o de la que (para esto sí debemos ser celosamente inclusivos para la integración semántica nominal o lingüística) se va, en verdad expulsamos, echamos para satisfacernos en el mensaje unívoco de que el mundo no es para todos, sino de unos pocos, dentro de los cuáles deseamos estar nosotros, y anhelamos fervientemente que no tengamos ningún impedimento metodológico para ello.
Esto habla, a las claras, de la repulsiva pobreza espiritual a la que nos somete la lógica de la exclusión. No conformes con saber que lo que nos sobra es lo que al otro le falta, reducidos a la operatividad de los bajos instintos, no importa qué medios utilicemos para sacar a ese otro y que no signifique que nosotros estemos fuera.
A nadie se le escapa que no existe, tampoco la desean vender, una ética en los reality que se llevan los aplausos de los espectadores. Por más que supuestamente tengan como piedra basal o propuesta de principios, la libre competencia para que triunfe el más idóneo, el mejor de acuerdo a un jurado especializado, o el que termina siendo validado por las mayorías del público (la verdad democrática), lo cierto es que, al final del día, el fantasma categorial de la sospecha se lleva puesta toda posibilidad de verdad. Todos y todas, sabemos que el triunfador de un reality lo es en la medida en que encaja en varios patrones que no estarán juntos ni mucho menos al alcance del gran público que se cree el hacedor determinante del espectáculo.
En una analogía con la realidad política, el votante se encuentra siempre con los candidatos que debe optar, pero nunca sabe a ciencia cierta cómo llegaron ellos hasta allí (cancelada la democracia interna o de los partidos y la publicidad de los criterios de preselección), ni tampoco finalmente quién ganará ni en razón de qué (no triunfan políticas públicas o razones o postulados ideológicos, sino estructuras de poder o individualidades publicitadas). No es inocente el paralelismo dado que la política es la que debiera responder, ni siquiera resolver, el drama del aumento sostenido o la nula baja de la cantidad de pobres y marginales en tantas partes extendidas del globo.
En el afamado “pan y circo” o el inicio mismo de la lógica populista en tiempos romanos, no pudimos sostener ambas premisas y nos inclinamos por el orden simbólico antes que el real.
Seguimos disfrutando de cómo los leones se comen a los que pierden en la arena convertida en estudio televisivo, las lágrimas son idénticas y en la tragedia de la mismidad, nos evitamos, eso sí, la desagradable escena del moribundo deglutido por la fiera.
El horror debe ser excluido, como obvia y naturalmente la inclusión. La dejamos a esta última en el plano del significante, determinando el valor, en el castellano, del uso de la letra e como neutro o la condena a la letra o como muestra de la lógica hetero-patriarcal a eliminar, en razón de ser más inclusivos e incluyentes.
Debiéramos dejarnos llevar por el devenir, creer y crear “agenciamientos” deleuzianos, para fugarnos de la estructura, de los dispositivos, evadirnos por las porosidades que a mirada larga parecen tan compactas e impenetrables. Para esto, debemos contar con el deseo de hacerlo.
Estamos muy cómodos “en casa”, en el adentro que se agranda a medida que ese afuera desnuda cada vez más pobreza y marginalidad. Gozamos, repetitivamente, de la viralización en serie y seriada de estos shows, que tienen por finalidad el mantenernos autómatas, ante lo que creemos divertido, y que es ni más ni menos que la exaltación y la normalidad de convivir con el horror de sentirnos bien, con la exclusión y la cancelación del otro. Eso sí, la misma, debe ser igualitaria, a diario, debemos excluir tanto a los diversos géneros existentes y a existir, como a etnias, razas o subdivisiones en pugna.
Así como pasar a la clandestinidad significa en nuestros tiempos asistir a una reunión masiva sin cuidados o protocolos sanitarios, ser revolucionarios tiene más que ver con cambiar de canal, salirnos del control remoto y poner la mirada en otros paisajes que aún la humanidad conserva hasta no sabemos cuándo.