Foto tomada de La Voz
Por Alyonne Taraim
Siempre creí que a lo que llaman Chile es confuso, la propia desigualdad genera sentimientos contrarios en nosotros. Y es que hay dos “Chile” para llamar al mismo país en el cono sur de América. Este país fue dividido en el ‘73 bajo la instrucción del General de Ejército -a.k.a Dictador- Augusto Pinochet Ugarte. Bombardeando la casa presidencial de gobierno, desplegando toda la fuerza militar contra los manifestantes, y más temprano que tarde, contra cualquiera, independiente del color político que se manifestase en contra de la dictadura militar.
Las estrategias que manejaron en ese entonces para seguir dividiéndonos son retorcidas y macabras; detuvieron padres, madres, hijos, y los hicieron desaparecer del mapa, obvio, habiéndolos torturado previamente de forma cruel e inhumana. Ratas en la vagina, electroshock, obligar a familiares a violar a sus hijas o hermanas, golpes, torturas, fusilamientos. Aparte, cabe mencionar el blanqueamiento político de aquellos organismos afines a la Dictadura y que manipularon la información para hacer ver al país como un Oasis al que tuvo que agregarse solo un poco de “mano dura” para instaurar “el orden y la paz”. La lista es larga, pero se queda corta para toda la rabia y dolor que generó en cada una de las personas que se quedaron en este país soportando el yugo y el desquiciamiento que ejerce la gente sin criterio cuando tiene el poder (y porta armas).
Este es el Chile traumado, adolorido, pero resiliente y fuerte que uno como persona “promedio” ―lo más promedio que pueda ser, habiendo sido mi padre explotado desde niño, trabajando debido a su situación de pobreza, con un padre violento que comenzó a pegarle desde los 3 años, una madre asustada e incapaz de anteponerse por su hijo, y que creció con el chip instalado de auto-explotarse en el sistema neoliberal una vez que logró entrar a estudiar la Universidad (todo esto, en contexto de Dictadura), y que pudo avanzar socio-económicamente hasta poder darme a mí la seguridad de no tener deudas― enfrenta día a día en los sistemas de salud públicos, en los colegios, liceos emblemáticos, en los kioskos, en las calles, en las ferias, en los negocios de panadería. No hay rincón de Chile que no haya sido tocado por la dictadura.
Cuando me mudé de barrio desde el sector occidente al sector oriente de la capital, pude darme cuenta de la diferencia abismal entre los distintos barrios de la ciudad. Y si viajábamos a ver a mis abuelos, el trayecto para mí siempre era como un museo vivo de estas diferencias, de pasar a ver árboles, parques llenos de verde y con pocos cables, casas a las que les llegaba sol, miraba edificios mal pintados, desgastados, todos iguales ―como si en la planificación urbana no le hubieran metido amor―, terrenos baldíos llenos de ripio y con basurales cerca, rejas que te dan la sensación de vivir atrapados y sin libertad de movimiento. Lejos de asustarme (porque viví cerca de estos barrios), no podía dejar de sorprenderme el contraste de la ciudad. Ya más adolescente, pude ver que había gente que estaba de acuerdo con la dictadura, que la apoyaba, que era “fan” de los militares. Y que si tuvieran la oportunidad de tener armas para matar gente a los que ellos consideraban “delincuentes”, lo harían. Había un Chile que la dictadura no había tocado.
Este es el Otro Chile, ese Chile que se estaba gestando desde un movimiento estratégico por parte de los famosos Chicago Boys, para mantener a América alineada con la política neoliberal de EEUU y detener el avance de la unión soviética sobre “su patio trasero”, ese Chile que creció a costa de cambiar la constitución de un país entero a favor de quiénes eran y siguen siendo la élite (que en francés significa “minoría selecta o rectora”), beneficiando a estas personas con ventas de territorios a través del cambio de uso de suelo, facilitar la constitución de empresas internacionales (que podían pagar menos del mínimo de sus países contratando obra de mano aquí), acuerdos para evadir impuestos o hacer boletas falsas. Lamentablemente, cosas que se han mantenido como prácticas frecuentes en quienes hoy son la casta política del país.
Para el ‘90 había ganado el “No” en Chile, lo que implicaba la vuelta de la tan anhelada democracia y que había significado sangre, sudor y lágrimas para una gran parte de los chilenos. Las esperanzas a tope, fin del toque de queda, fuera Pinocho, restitución de los derechos humanos, una paz para los familiares que perdieron a sus seres queridos dando cara por el país. Pero con un sistema neoliberal que ya estaba en los cuerpos y cultura de muchos metido como un herpes; una infección que se manifiesta cuando aparecen visiones alternativas al modelo y que lo estresan, sacando todo lo virulento y enfermizo de sí cada vez que se justifican las matanzas, torturas y desapariciones bajo el “éxito y progreso económico que dejó Pinochet”. ¿Y creen ustedes que esto es irreal? ¿Qué no puede haber gente que ante todo lo expuesto privilegie pensar en el crecimiento económico ―de pocos― por sobre la calidad de vida del resto de las personas?
Este gobierno es prueba de ello. Varios de los ministros que hoy ocupan el gabinete fueron adeptos férreos a Pinochet y su dictadura; por eso ahora enfocan como el problema de todo Chile ese que es realmente el de “Otro Chile”; la delincuencia, la pobreza y la falta a la moral. Desde Piñera, Ubilla, Chadwick, Hutt, Larraín, Pérez y Cubillos, incluso quienes no ocupan cargos ministeriales como Castillo y Kast, son defensores entre ellos de su propio sistema de valores, los dichos de cada uno evidencian una falta de empatía y de conexión con la realidad preocupante porque están dispuestos a todo con tal de mantener el status de poder.
Una verdadera distopía es cuando en los medios internacionales aparece Chile como el mejor país en el ranking económico de Latinoamérica, pero con una desigualdad social que crece incluso más rápido que el PIB, o cuando plantean que Chile es uno de los países más felices de América Latina, pero la tasa de suicidios se eleva y es cosa casi de todas las semanas a tal punto que nos volvemos indolentes cuando se tira alguien en el Costanera o al Metro. Y este último elemento es el que nos trae a lo que está pasando hoy en el país.
El viernes 4 de Octubre de 2019 se anunció el alza en $30 del pasaje de metro en Santiago a partir del domingo 6 de Octubre. Se llamó a la ciudadanía a protestar contra esta alza ―arbitraria por lo demás, dirán lo que quieran del precio del dólar, pero lo concreto de esto es que quienes están arriba NUNCA pierden dinero― a través de la evasión masiva del pasaje. Quienes llevaron la batuta de este movimiento son nuevamente los estudiantes, herederos de la revolución pingüina del 2006 (en la que se marchaba por una educación pública, laica y de calidad), y que como una pequeña chispa incendiaron los corazones de la gente con su organización y empatía. Claro, ellos tienen el pase escolar, un pasaje más barato que el resto de la población, pero a pesar de este beneficio ellos se atrevieron a moverse por todo Chile, y la gente comenzó a imitarlos y defenderlos ya que son ahora los blancos de los carabineros.
Como era de esperarse, esto no agradó al gobierno, por lo que tomaron medidas más represivas aún, sacando a la calle más cuerpos policiales para controlar las entradas de los metros, pero, ante la represión, lejos de callarse, la gente comenzó a levantar más sus voces, y se armó la grande como dicen aquí. La gente defendiendo a los suyos de los carabineros, ayudando a los adultos mayores ―que también salieron a protestar, pese a todo el trauma revivido que les trajo salir a manifestarse―, dando agua, acercando a otros en sus autos, compartiendo limones y agua con bicarbonato de sodio para contrarrestar los efectos de las lacrimógenas.
Un Chile se estaba levantando a pesar de la represión del otro. Y el 18 de Octubre de 2019, anunciaron que debido a la violencia desmedida por parte de “los delincuentes” al metro y a estructuras de uso público, Santiago entraba en Estado de Emergencia y el General Iturriaga quedaba a cargo de la situación, ordenando a los militares que salieran a las calles. Aquellos que estábamos atentos, siempre sentimos el aliento a podrido del monstruo de la dictadura en las bocas del gobierno. Los militares y los carabineros no están en zonas bien, están en barrios donde constantemente (desde el ‘73) han criminalizado y estigmatizado a la gente por ser pobre y se les ha vinculado con todo lo malo de lo que el país tiene que amputarse, como si fueran un tumor. “El cáncer marxista” le dicen los ultraderechistas.
Como buen tirano hijo del control de masas estadounidense, el gobierno ha hecho una campaña de terror para poner a la gente en contra de la gente, y se ha preocupado de mostrar los daños realizados a los supermercados, al metro, a las calles, a un edificio empresarial. Cada una de estas imágenes puestas en cuestionamiento por la gente que efectivamente está ahí y transmite información por otros medios; dando cuenta de que el montaje sigue siendo el arma favorita para controlar la información y sembrar el pánico en la gente. Por otro lado, en lo que llevamos de dictadura ―porque lo es, a todas luces, y Piñera es un Dictador― los canales nacionales no han transmitido ni una vez los videos y fotos que se suben todos los días a las redes sociales, de gente siendo apilada ―previamente asesinada― por los militares; carabineros y militares disparando sin criterio en presencia de niños y adultos mayores, militares y carabineros siendo partícipes del saqueo de supermercados, montando barricadas, jalando cocaína. Todas estas imágenes que evidencian el abuso de poder de estas instituciones.
Pero volvamos al Metro, que también es el punto necesario que tiene el gobierno para justificar su violencia; ellos llaman vandalismo a romper torniquetes, semáforos, generar barricadas. Pero tenemos que llamarlos por el término correcto, esto es destrucción, un síntoma de una sociedad cansada de que los de arriba les sigan metiendo “el pico en el ojo”, como decimos los chilenos. Una sociedad raja y chata de soportar sus abusos y el carerajismo que tienen para referirse a ciertos temas. “Vandalismo” es un concepto cargado de moralidad y arbitrio, curioso porque ni la destrucción de estos elementos ni su restauración, va a superar la cifra de dinero que se han robado por años a través de colusiones, boletas falsas, evasión de impuestos, compras de empresas zombie, no pago de contribuciones, casos de corrupción, sobornos, puestos falsos, financiamiento de becas para sus hijos, subidas de sueldo humillantes para el resto de la población que tiene que vivir con el sueldo mínimo. Hasta ahora, en Chile, no ha habido mayor delincuencia y vandalismo que quienes se han perpetuado en el poder desde la dictadura o ligados a poderes políticos, siendo privados. Pero este Otro Chile insiste en que somos delincuentes, vándalos, amorales, ignorantes y que tiene que ser reprimido con mano dura porque NOSOTROS somos el problema, no ellos.
Esto no es por el alza de $30, esto es por 30 años que han abusado en su poder del resto de los chilenos. Y el mensaje del gobierno es claro en estas circunstancias:
O nos dejas robar y ocupar tus impuestos para nuestro goce, y te doblegas a que sigamos abusando estructural y legalmente de ti, o estamos dispuestos a matarte con fuerzas armadas.
Hoy día, Chile sigue siendo dos Chiles, pero el primero está de pie, arriba, organizado, con miedo, pero con valentía, salimos precavidos, nos informamos entre nosotros, nos apañamos, nos curamos las heridas, nos sostenemos.
Nos levantaremos porque no dependemos del gobierno para reconstruirnos, nos han azotado terremotos, volcanes, tsunamis, aluviones, incendios, sequías, incluso tornados, y jamás hemos dependido de las cabezas de gobierno para reconstruirnos. Tenemos el abrazo de los vecinos y la voluntad de la gente de ayudar. Nuestra solidaridad puede más que su campaña del terror.
Nos tuvieron con el agua hasta el cuello por mucho tiempo, y con la rabia enardecida que tenemos por hacer justicia, nos vamos a convertir en hervidero.