Por Francisco Tomás González Cabañas
“Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión” (Preámbulo de la Declaración universal de los derechos humanos).
Dalmacio Negro Pavón nos advierte, en el trabajo que citamos a continuación, de la confusión en la que cayó Montesquieu al emplear bajo una misma significación tiranía y absolutismo, error craso que la ciencia política sigue arrastrando hasta nuestros días, tal como ocurre con la famosa teoría de pesos y contrapesos, que escinde al poder judicial como independiente de los poderes ejecutivos y legislativos (o declamados en su necesidad), que se extrae como conclusión sintética tanto del “espíritu de las leyes” como de su obra en general.
Poder determinar, por tanto, la razón de una tiranía de gobierno no puede estar vinculado a su origen o conformación, sino más que nada por su desempeño o desenvolvimiento. Es decir, una de las tantas razones por las que no sería efectivo, conveniente, ni razonable, poder ir hasta la etimología o las fuentes mismas de lo que pudo haber significado lo tiránico, como luego lo despótico o lo absolutista, es que precisamente en el nacimiento de lo que fuere se encuentra su misma acta o disposición final o certificado de finalización o defunción.
Tal como ocurre en cualquier cuerpo orgánico, los cuerpos sociales que vamos conformando, a los efectos de organizarnos, llevan consigo, su propia formulación para volver a cero, resetear, disolverse, morir o como se quiera llamar, para volver a surgir, nacer o conformarse.
Una de las tantas deudas que quienes nos dedicamos desde la perspectiva teórica tenemos con nuestra comunidad (así sea ésta una comunidad de lectores) es formular a ciencia cierta no sólo el decálogo puntual de las razones para tener un derecho a la resistencia, a la revolución, a la rebelión, sino una vaga idea, referencia o ejes fundamentales para su aplicación, puesta en marcha o funcionamiento del mismo.
Si vamos al análisis cuantitativo, descubriremos que existen muchas más horas-esfuerzo-dedicación, más tiempo de la humanidad dedicado a la penalidad que pueda corresponder para actos señalados como sediciosos, revolucionarios o de rebelión, que se alcen contra el poder establecido, que para los destinados al derecho mismo, que todos los ciudadanos podemos tener, natural y casi de una inusitada obviedad manifiesta, ante la posibilidad, que por la razón que fuere, ese mismo estado de cosas se nos presente como opresivo o tiránico.
Esta desproporción, al menos llamativa, nos sitúa con enjundia a conjeturar que la propia o misma libertad de expresión, de pensamiento, tiene el límite claro, prístino y contundente que se nos impone cuando se nos presenta la necesidad de que pensemos en una disolución, en un final, para que luego del mismo, pueda renacer o reformularse desde lo que tuvimos que erradicar, arrancar o acabar.
Casi de una obviedad manifiesta, no son pocos los teóricos que defienden la ausencia de una manifestación más clara con respecto al derecho a resistirnos a una eventual opresión que devenga de un poder constituido tanto legal como legítimamente, al expresar que así como no sería necesario ratificar por ley que tenemos derecho a ser felices, tampoco sería aplicable para los formalismos de la técnica jurídica que establezcamos que tenemos el mandato natural de poder pensar, y tras ello, organizarnos políticamente de la forma que consideremos, disponiendo en estos sistemas las cláusulas mismas de su rescisión, disolución o finalización.
Desde la óptica de los contratistas esto es más claro. No existe, en nuestro mundo civil, ningún tipo de contrato que no tenga una fecha de culminación o cláusulas que dispongan de su rescisión. Es más, hasta no sería desatinado afirmar que en todo tipo de contratos lo más importante es la finalización de los mismos o sus formas o maneras que las partes tienen para, en la eventualidad que fuere, concluirlos.
Sin embargo, en esta segunda como consuetudinaria paradoja, los contratos de nuestras democracias actuales siquiera permiten que se mencionen las posibilidades de su culminación, rescisión o finalización de los mismos.
Palmariamente podemos ver, podemos hacer notar u observar que la democracia entendida de esta manera, obliterando, impidiendo, anulando, oprimiendo, la posibilidad de que se la reformule, de que se la vuelva a cero, para mejorarla, se nos presenta bajo su auténtica faceta despótica, tiránica, absolutista y totalitaria.
Reduciendo el ejemplo de lo universal a lo particular, es como si nos encontrásemos con una persona que se diga humana, pero que en ese mismo decir se manifieste como eterna o invulnerable. O no sería persona, o no sería eterna. La democracia, entendida como el sistema que asegura, garantiza y promueve la máxima de las libertades posibles, no puede aducir ni expresarse una forma en la que se la reduzca a un volver a comenzar, cuando por razones diversas se encuentre en proceso de corrupción generalizada o en avanzado estado de descomposición.
“Un sistema de representación falseado o sin garantías equivale a una usurpación del poder. Sólo que en la democracia, aun siendo enteramente legítimo el acceso al poder pueden llegar a ostentar gobiernos cuyas doctrinas perversas han facilitado su elección. Es universalmente conocido el caso del nacionalsocialismo., En la práctica la tiranía democrática es quizá ante todo una tiranía legal que se ejerce en nombre de la opinión pública generando inseguridad jurídica. Ese criterio, perfectamente claro, puede orientar siempre a esta última en tales casos, aun cuando no se agote en los aspectos comentados, la doctrina de la resistencia a la tiranía democrática que exige, ciertamente, desarrollos jurídicos muy precisos y en muchos campos. Por ejemplo, la discusión de la licitud y,, en su caso, los límites del uso por el poder de medios con capacidad de adoctrinamiento,, como la enseñanza, o los de manipulación psicológica. Es tema muy amplio y complejo, que debe abarcar también la teoría de las sanciones aplicables directamente a los gobernantes en el caso de leyes tiránicas, que pueden creerse sinceramente legitimados por la voluntad popular. En modo alguno está agotado el tema, tan abandonado del derecho de resistencia. Al contrario. En una sociedad democrática son necesarios nuevos desarrollos y otras precisiones replanteándolo radicalmente. Justamente, este trabajo no pretende tener otro alcance que sugerir la necesidad de reconsiderar a fondo toda la problemática del derecho de resistencia, que es el fundamento de las libertades en cuanto constituye su última garantía en el estado social democrático y en regímenes democráticos” (Negro Pavón, D. “Derecho de resistencia y tiranía”. Logos. Anales Del Seminario de Metafísica .Universidad Complutense de Madrid, España. Pág. 708 1992).
Entendiendo la necesidad de que la democracia, para ser tal, precisa de establecer en forma taxativa su posibilidad de disolución, de acabose, para un posterior volver a comenzar o resurgimiento, y con el firme convencimiento de que si continuamos en la discusión argumental, que ya devino en una suerte de disputa bizantina como las concelebradas para determinar el sexo de los ángeles, no haremos más que perpetrar la gravosa injusticia en la que habitamos producto de no poder tomar como propia nuestra tendencia a lo indómito como a lo incierto, es que alumbramos el siguiente compendio para dar una serie de referencias para determinar cuándo sería democrático que una democracia se reconsidere para volverse a sus fuentes, refundarse o rebelarse ante sus propias descomposiciones o corrupciones.
Sin duda, una condición necesaria para luego amalgamar una condición suficiente será el índice de pobres o marginales que tal sitio posea bajo el cariz de lo democrático. La pobreza generada, avalada o no mitigada por administraciones democráticas no son excusas o mala praxis de lo político, sino acciones claras para someter a la ciudadanía a la condición de “horda”. Conducirla a esta categoría priva de libertad y de derechos políticos a los otrora ciudadanos para despojarlos de toda posibilidad de ser otra cosa que sujetos sin subjetividad, travestidos en primitivos que pelean entre sí a los únicos efectos de sobrevivir.
La declaración de la rebelión institucional (en esta suerte de oxímoron imprescindible como paradigmático) debe ser tomada por la comunidad en su conjunto, que se exprese en un periodo específico de tiempo, sucinto y acotado, en donde por intermedio de votaciones se determinen si existe una mayoría contundente (siempre mayor a la mitad más uno de los que compongan cada recinto, estableciendo una mayoría calificada, de los dos tercios de los presentes, como la representación más lograda y razonable) que impulse, que sostenga y que promueva, la instancia final, que sería la de la asamblea legislativa, para que también bajo dos tercios, se dé curso positivo o se desestime la petición revolucionaria.
La expresión comunitaria de la que hablamos, la imaginamos de forma tal que convocada en un plazo no mayor a los dos meses, se resuelva en las instituciones civiles de la comunidad (gremios, sindicatos, colegios de profesionales, asambleas universitarias, plenarios de organizaciones sociales, políticas, reuniones de consorcios o de administraciones privadas, congregaciones religiosas de los diversos credos y todo tipo de aglutinación que pueda ser constatada, efectivamente en su conformación como en su número, bajo certificaciones comprobables), un día y una hora para celebrar la votación a los efecto de poner a consideración si recomiendan o aconsejan a la asamblea legislativa que se disuelva la organización del Estado tal como lo vivencian hasta ese mismo momento.
En todos y cada uno de estos lugares, la comunidad en su conjunto, un mismo día en un mismo horario, será convocada a votar, nunca con más de dos meses de antelación o de campaña, y en caso de que triunfe el sí a la revolución en más de las dos terceras partes de las organizaciones u organismos, el proyecto o proceso de rebelión tomará estado parlamentario, debiendo ser votado en un plazo no mayor a dos semanas, por el pleno del poder legislativo, pudiendo ser convocados, todos los poderes legislativos inferiores (municipales, autonómicos, provinciales y distritales) para que, en caso de que triunfe en las dos terceras partes, por una afirmativa de las dos terceras partes de los presentes en cada recinto, se dé por terminada, acabada, finalizada esa forma de gobierno, llamándose a una asamblea constituyente, que proponga diferentes formas de organización política y social, para los miembros de ese contrato, que, legítima como legalmente, celebraran otro, estableciendo cláusulas de culminación, de rescisión, como del resto de parámetros que se deben fijar, para dejar claramente establecidos, a los efectos de que tengamos un consenso generalizado en cuán humanos pretendemos ser tratados entre nosotros mismos, sin temores, engaños, veleidades u oscurantismos formales, inconducentes como perjudiciales, innecesarios y antidemocráticos.