Por Francisco Javier Ángel Noreña
La revolución es un estado de exaltación del hombre en busca de igualdad de derechos. Un estado de exaltación, no propiamente como los estados que provocan las emociones; por el contrario, es un ansia arrasadora instigando la conducta política del hombre. Esta ansia es alimentada por la impotencia, por la carencia de oportunidades igualitarias, por el deseo esperanzador de igualdad. Ser revolucionario es una pasión del ansia determinante al cambio. Entonces, revolución es al mismo tiempo cambio.
Si una determinada revolución no produce el cambio, entonces no es un movimiento social asentado en bases firmes. La revolución ha de tener, asimismo, columnas cimentadas en poderosos ideales. Provocar una revolución es proporcionar a la conciencia colectiva un cambio generalizado de estructuras de pensamiento.
Las masas colectivas son más revolucionarias aún. Esto debido a que absorben los manifiestos emitidos por una causa justiciera. Nadie más que las masas desea la igualdad, no así los gobiernos, para ellos la igualdad tiende a ser una prórroga aislada de las leyes en particular. Como si se tratara de un híbrido promulgado por individuos preocupados por la unidad. Y la unidad popular y democrática de los partidos políticos sigue siendo una irresoluble Utopía.
Al no existir esa unidad no se piensa en la igualdad, porque esa dispersión social crea antes la individualidad. Y por ende, la individualidad no permite la unidad ni la igualdad ni la democracia.
Estamos en la antesala de las sin soluciones. No se puede dar soluciones a un problema tan complejo. Ni la misma revolución es una solución. Las masas lo perciben, los gobiernos se ufanan de esas tentativas de sus ciudadanos. Por lo general, todas las revoluciones fracasan al no poder sortear ese obstáculo ideológico.