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Una introducción
Por Yosvany Roldán
El bloqueo existe, y es una verdad de perogrullo que no admite duda alguna. No es infrecuente que por bloqueo cualquier cubano entienda bien un asedio que subyuga e imposibilita comprar y vender o, si se quiere, parafraseando el texto de la norma, establecer intercambios o relaciones extraterritoriales con fines comerciales o de otra índole. Y que éste fenómeno, por su intrínseca ambivalencia, haya llegado a salirse del contexto del que originariamente derivó, o sea, del jurídico, para ir hasta el lenguaje, las costumbres y las formas de ver e interpretar la realidad de un país, ya en sí mismo constituye su mejor y más acabada definición.
El bloqueo al que aludo, el hasta hoy combatido sin resultado alguno en los organismos internacionales, es parte corriente ya de nuestra cotidianeidad. Lo motiven y sustenten quienes prefieren el asedio que abisma al consenso que hermana; se nos presente en las insuficiencias de lo experimental y lo práctico de una política imperial que yerra por obsesiva y beligerante; lo acometa un vejamen que no se cansa y acuerda un mal remedio en la sádica postergación del dolor en el otro, dicha medida es, en definitiva, una realidad muy peculiar que se ha naturalizado, se repotencia una y otra vez y se exhibe cual bíblico proverbio.
Triste sacralización, sin dudas, cuando como figura, tanto en lo legislativo como en lo sociológico —ya que con ella no otra cosa se busca que subyugar al todo y las partes de un conglomerado humano—, genera esos paralizantes e incivilizatorios efectos que sobre las estructuras socioeconómicas de un país como el nuestro se pronombra con su más dislocada fauce.
No es menos cierto que cada cubano lo vive y lo interpreta de acuerdo a la intensidad o grado que sus efectos llegan a alcanzar sobre él y su familia. Pudiera ser esa la norma y quizá la más lógica, pero no basta la relatividad con que en uno y otro caso se expresa —más o menos severo, más o menos imperceptible— para esclarecer a través de esto su verdadero motivo y el porqué de su permanencia. A unos más que a otros, pero en general, dichos efectos desdoblan y rebotan, involucran y reflejan una problemática que, tras el empeño de hacerla desaparecer, el sistema, al combatirlo, genera otras de igual o similar impacto sobre la sociedad civil. De ahí que la posible existencia de un bloqueo interno no sea —más porque lo consagra la opinión largamente unánime— una irrealidad.
De este, su presencia no necesariamente la verificaríamos —acaso sí, pero en parte— en el ineludible número de acciones o contramedidas que toma el gobierno para compensar o reencontrar el equilibrio que le niegan, tanto exógena como endógenamente, ciertos vicios e insuficiencias inherentes o no a la estructura propia que apologiza. Existe, y visto en su triste espontaneidad, suele aparecer, por qué no, en esas actitudes desaprensivas e indiferentes que suele el Estado mostrar con regularidad hacia lo novedoso, hacia ciertas iniciativas y actitudes vistas como discrepantes y juzgadas, para colmo de insensibilidad, como peligrosas, ilícitas o irracionales.
El Estado, si bien tiene que reajustar, propiciar el empalme o engranaje de los múltiples elementos que lo constituyen, sean estos de tipo jurídicos, administrativos o culturales, que no solo el bloqueo, sino también sus propias insuficiencias llegan a descomponer, el noble empeño, que en más de las veces degenera en torpezas, gestiones inútiles, proyectos que surgen sin vínculo alguno con la realidad y su concepto. Unido al hiperbolismo jurídico y administrativo por cuyo accionar contra «lo mal hecho» y las frecuentes chapucerías, se llega a un parche en lugar de lo que infructuosamente se desea: quitar la causa que los crea.
Ahora, sin llegar a lo que un buen análisis requeriría, no siendo un fin aquí —trátese o no del origen y la importancia que el hecho parece proponer, tanto en su naturaleza como en su realidad—, haríamos bien, por el momento, en considerar una existencia palpable en el exutorio idiosincrático de una nación donde cada una de sus instituciones, gubernamentales o no, lo supuran y lo hacen a través de lo funcional y lo reglamentario cual un defecto sustancial al mismo. De ello, aseguro, no es difícil persuadirse, pues así como el bloqueo, desde el exterior, siendo una resolución extraterritorial que dictó y aún le insufla un aliento siniestro; el interno, que nada le debe y ni es resultado suyo sino, en más de las veces, su cómplice, no a otra cosa convida que a la lógica de su eliminación; motivo, claro está, de las deleznables consecuencias generadas por ambos en el dominio de lo social y lo económico de un país y su gente.
Las realidades públicas, sean éstas las comunes o habituales como los trámites, negociaciones y compromisos estatales y privados; los derechos y deberes cívicos inherentes o adquiridos, pero que son, en definitiva, premisas humanas de civilidad y progreso, en nuestro país más de las veces tropiezan con el insólito muro del improperio, con ese irresoluto y retardatario espíritu institucional que aniquila todo lo diáfano y futurizador, siendo esto una de las más auténticas demandas de la vida biogénicamente racional y organizada. Y aunque algunos prefieran para evitarse la ambigüedad el uso de vocablos como burocratismo, paternalismo, formalismo, centralismos y otros desde los cuales se pueden ciertamente deducir un cercano parentesco con la idea de bloqueo, semejante incluso al que viene de fuera, si bien no por su origen pero sí por las consecuencias, la realidad misma se ha encargado de corroborarlo en lo degenerativo, en el avasallamiento que desmiembra y deja desasosiegos, frustraciones, desmotivación y pérdida de confianza en la institucionalidad que se pretende salvar de la hecatombre, la que en definitiva han ido provocando tanto uno como el otro…