Sombras en el abismo

Imagen de David Hockey (b. 1937), «An Erotic Etching (Scottish Arts Council 172)»

Por Daniel Jiménez[1]

“Y comprendas que estoy ardiendo por ti,
quemándome
sólo para que veas,
desde tan lejos, esta luz!”
Manuel Scorza
 

Esa tarde supe por qué le dicen calientes a las pistolas que traen un muerto, o varios, tras de sí. Fue, de hecho, la única lección que me dejó la muerte de las dos máximas promesas de la poesía mexicana: Pikachu San y Pimentel Erizo.

 

Luego de que abandoné la vecindad ubicada en la colonia El Sol, de Ciudad Neza, me entuzé el cuete entre los huevos por recomendación del Tamales, quien me lo vendió en 3 mil 500 varos, previo acuerdo por Facebook. A partir de ese momento y hasta que me cambié de ropa, mi entrepierna se convirtió en un sitio caliente y húmedo como si mi orina hubiera salido de la vejiga sin decir agua va.

 

Sin embargo, eso no me detuvo. De modo que, aún con los destos en la garganta, me trepé a la combi que va al metro Pantitlán para trasladarme al cantón del Pikachu, a quien conocí hace 10 meses en el “1er Festival de Poesía Cara de Chancros; fiesta en el infierno; abismo; cumbia y barrio” que organizó el proyecto Alma Aullante, el cual ese cabrón dirigía con la ayuda de una cuantiosa beca cortesía del Gobierno de la Ciudad de México.

 

Sus ingresos, cercanos a los 100 mil varos mensuales, le daban para vivir en un departamento ahí en el mero centro de la ciudad. Y no, no se trataba de uno de esos cantones roídos y que están a punto de caer, sino más bien de un señor chante: alfombra, muebles minimalistas, chingo de libros por todos lados y una Mac de las más actuales, misma que se encargaba de suministrar música a un muy mamón equipo de sonido de una marca francesa que, según él, jamás llegó a venderse en el país. Chulada, la neta.

 

Además de ello, siempre corrían chelas, toques, líneas, LCD y, sobre todo, buenas pláticas y visitas de lo más extrañas: por ejemplo, cierta vez nos cayó un viejo que decía ser Manuel Scorza, el escritor peruano fallecido junto a Jorge Ibargüengoitia en un avionazo hace un chorro de tiempo. Siempre cargaba con un peculiar morral confeccionado a partir de un gabinete de computadora. En su interior se encontraban las pruebas suficientes para demostrar su historia.

 

Argumentaba que el gobierno yanqui, en contubernio con el mexicano, cambió  su identidad tras el accidente y lo estableció como una persona en situación de calle en Ciudad Victoria, Tamaulipas, debido a sus nexos con una guerrilla sudamericana que estaba cercana a tomar el poder en Perú para convertirlo en un paraíso socialista.

Desde entonces movió cielo mar y tierra para llegar a la capital: tras más de 30 años de incluso alquilarse para películas grotescas realizadas por traficantes de la zonas en aras de sacar unas monedas, por fin lo logró.

 

Llegó con la firme idea de frecuentar cada establecimiento cultural cuyos carteles ofrecieran eventos literarios a fin de toparse a algún viejo camarada o escritor que pudiera reconocerle y volver así a su antigua vida, incluso me confió que un amigo suyo, que trabajaba en La Jornada, le estaba armando un reportaje que esclarecería la infamia.              

 

Tuve motivos para dudar, pero también para creer en su relato, pero, más allá de eso, si en verdad era Scorza, el pinche accidente sufrido junto a la mencionada gloria nacional lo dejó muy por la verga para escribir, pues sus cuentos y uno que otro poema que leyó en distintos recitales eran de lo más heridos.

 

Sin mencionar lo raro de su personalidad: la última vez que lo topé fue en el metrobús La Piedad. En cuanto me reconoció comenzó a actuar como un perro ante la mirada atónita de quienes esperaban ser trasladados a su destino; lo más cabrón fue que atravesó Insurgentes en el rol de canino asustado y por poco lo atropellan.

 

Regresando a lo del Pikachu, desde el principio hicimos buena conexión debido a que le rolé una bacha antes de que se trepara a realizar sus clásicas mamadas sobre el escenario. También llamó su atención el hecho de que yo viviera en el Estado de México: “ese infierno en el que se ha convertido un lugar donde la cultura florece diariamente”, como definió a tan culera demarcación en un discurso de agradecimiento leído en San Lázaro luego de que le fuera aprobado un proyecto llamado los Testigos de Tristán, consistente en leer poesía, de puerta en puerta, a los vecinos de la colonia San Rafael cada domingo.

 

El pedo era que, desde que lo conocí, más que en su valedor me convertí en su perro: en cada uno de los eventos me encargaba de armar un stand portátil en el cual acomodaba los libros que se venderían durante la actividad, labor que de igual modo realizaba; además, repartía volantes y pegaba carteles en las semanas previas a cualquier recital y, como si no bastara, todavía pedía el Uber desde mi celular cuando no alcanzábamos metro.

 

Sin embargo, aguanté esas y otras humillaciones porque pertenecer a su círculo cercano me dotó del reconocimiento que nunca habría podido alcanzar con mi floja escritura. Y es que el medio literario me recordaba más por la vez que, con mi primer viaje de LCD, me encerré en un cuarto chille y chille quesque porque la cara se me había ido por el lavabo, y nunca por alguno de mis textos.

 

Sin el apadrinamiento del Pikachu tampoco habría podido estrechar la mano de Juan Villoro o de las otras cacas sagradas que me presentó en los diversos jales donde me tocaba hacer las veces de perchero ambulante. No obstante, su última pasadez de lanza fue la gota que derramó el vaso, ya que en puntos pedos el güey comenzó a recitar un “poema cibernético” cuyo corolario fue una guasca y una meada sobre mi persona: fue un performance, disculpa, justificó.

 

Por eso, en cuanto me pagaron el varo de mis utilidades en el Call Center donde chambeaba, me tendí por el fogón y esperé paciente la oportunidad de echármelo. Tal chance, como si hubiera sido mandada a hacer, se presentó el fin de semana siguiente, cuando me invitó a su cantón para que topara el poema-performance que iba a cambiar el rumbo de la poesía mexicana e internacional.

 

Para esto también citó al Erizo, su máximo compinche y con quien, supuestamente, sostenía una relación más allá de la simple amistad, pero que, por razones de patrocinio, estaba impedido de hacer pública, y es que Red Bull, su más importante sponsor, no aceptaba esos “desplantes” como reveló una vez el Veinte Leguas, otro de los poetas del círculo que también gozaba de las dádivas de dicha empresa.

 

El poema en cuestión se titula: “¿Sueñan los androides del Dr. Maki Gero con matar Gokú’s eléctricos?”. La idea era que yo les ayudara con los cambios de vestuario y a realizar algunas tomas, para que, como afirmó Pimentel, por vez primera participara en un acto verdaderamente poético, no como las mierdas esas que suenan en los Micrófonos Abiertos que sueles frecuentar, pinche Zarampaguilo.

 

Camino a su casa me temblaban hasta las pinches cejas, pero los recuerdos de todas las vejaciones que me hizo el Pikachu eran un aliciente para que sacara huevos de quién sabe dónde y siguiera con mi cometido. Inclusive, y después de que en Salto del Agua me topé con una bola de puercos, que la neta sí provocaron que hasta el asterisco me sudara, tomé mayor confianza y comencé a imaginar que era un agente secreto, onda James Bond, rumbo a una misión mamalona.

 

A fin de armar el cuadro completo, tres cuadras antes de mi destino, me detuve en un puesto ambulante a comprar una cajetilla de tabacos, sitio donde parió la tragedia, toda vez que no encontré mi cartera en la mochila que llevaba y donde la había clavado previo a abandonar mis aposentos.

 

Creo, sin que cuente con ninguna prueba, que el culero del Tamales o uno de sus chavos me aplicó el dos de bastos sin que me diera tinta, mas por fortuna traía un billete de 50 pesos en una de las bolsas del pantalón. Aunque eso sí, ya no me alcanzó para comprar la cajetilla de Raleigh que quería, sino unos pinches cigarros chinos, de esos que, dicen, son de aserrín y rellenan en bodegas clandestinas ubicadas en Ecatapec.

 

Sabrá la chingada por qué razón no me fumé un tabaco Licon (así se llamaban esas chingaderas) en ese momento; quizá porque la neta todavía sentía algo de temor debido al fierro o porque estaba ansioso de aterrizar de una vez al cantón del Pikachu y tejer toda la acción, pero, de haberlo hecho, estoy seguro no estaría aquí.

Gracias a que soy fan de la Ley y el Orden y de otros programas policiacos confeccioné la coartada perfecta para disfrazar el doble homicidio, mas la neta era lo que menos me importaba. Todos saben que en estos tiempos cada muertito que aparece en la ciudad es achacado al crimen organizado. Aunado a ello, ese par de cagadas se metían hasta los dedos, de manera que no sería difícil para las autoridades vincularlos con alguna deuda de droga o un móvil similar.

 

Al llegar al departamento me abrió la puerta el Erizo totalmente desnudo, la única prenda que adornaba su piel blanquísima era una mariconera como las que, precisamente, utilizan los narcomenudistas de mi barrio. Antes de que pusiera un pie en la pieza me aclaró que su desnudez obedecía única y exclusivamente al performance.

 

Una vez dentro me percaté que el Pikachu exhibía similares condiciones salvo por el detalle de que su verga estaba erecta y lubricada. Supongo que antes de mi arribo estaban en pleno acto amatorio, lo cual, de algún modo, me despojó de un porcentaje de culpa: al menos se iban a ir bien servidos.

 

Previo a que comenzáramos a grabar, Pika me ordenó que fuera por tres chelas del 12 pack que aguardaba en el refrigerador. Luego de tal parada estratégica, ambos cabrones ingresaron al estudio para darse un buen jalón de greñas, hecho que aproveché para guardar el cuete en la mochila, de la que extraje unos poemas de Evaristo Paniagüa, el líder de los extintos Zapapunks, es decir, un pinche poeta de adevis, no como estos chupabecas.

 

Mi idea era que, antes de darles cuello, leería un verdadero poema para que se dieran cuenta de que lo que ellos producían no era más que pura basura gana likes. Debo confesar que en ese momento casi me meo fuera de la bacinica, y es que consideré entrar al cuarto y de una vez despacharlos, aunque su dizque perfomance la neta es que sí me intrigaba: esperé.

 

Además, en lo que esos cabrones ejecutaban su acto podría prensar tranquilamente en una postal mortuoria digna de ese par de Lorcas. Sonará simple, pero gracias al odio que les profesaba contemplé dejarlos desnudos y abrazados en la cama para que ahora ellos fueran más recordados en el medio por closeteros que por su obra: un punto extra para esta venganza.

 

Cuando volvieron a la sala me explicaron que mi función solamente consistía en darle play a la cámara y ponerme lo más cómodo posible en aras de disfrutar el poema que le iba a partir la madre a todo lo que se había escrito en la Vía Láctea y sus alrededores. En ese momento la poca culpa que me quedaba se extinguió porque comprendí que la tierra sería un lugar mejor sin ellos, incluso otra vez sentí la necesidad de sacar el fogón y rafaguearlos a la voz de no hay meseras.

 

Pero al chile aguanté vara y colaboré con lo que me solicitaron, después destapé otra cerveza y me dispuse a observar sus pendejadas. Fue el Pikachu quien comenzó con el ritual. Por mi parte, saqué uno de los cigarros de aserrín y lo prendí para darle unas caladas y despojarme de los nervios que comenzaban a inundarme por lo que sabía vendría tras su interpretación pitera.

Segundos después de darme las tres comencé a sudar frío, mi garganta se cerró cabrón y mi vista empezó a nublarse, no sé cuánto tiempo pasó pero todavía alcancé a ver cómo el Erizo, mostrando reflejos felinos, sacó de la mariconera una nueve milímetros y, sin el menor preámbulo, quebró al Pikachu. Su última frase en vida fue: “la poesía es hija bastarda de la revolución”.

 

Después, el Pimentel se suicidó mediante un cacahuatazo en la choya y su cuerpo tumbó las chelas que descansaban sobre la alfombra; el liquidó ámbar mojó la cámara utilizada para la grabación, que a esas alturas también yacía en el suelo, y yo también caí víctima del shock anafiláctico que sufrí debido a los extraños componentes del cigarrillo Lincon, como más tarde me explicó el médico legista. Vale verga, todo por no comprar Raleigh.

 

Supongo que los vecinos, alertados por los balazos, dieron parte a los policías auxiliares que me pusieron a disposición de Luis Mongoy, el agente a cargo de la agencia del Ministerio Público 8 y quien días después asentó en la carpeta de investigación DBZ67-19 que el arma de Pimentel terminó con su propia vida y con la del Pikachu, y que la mía, horas antes de todo ese desmadre, enfrió a un agente ministerial en La Paz, Estado de México.

 

Sabía que una de las múltiples posibilidades de mi decisión era irme a chingar un rato, pero nunca pensé que lo haría sin haberme deshecho de esos culeros.

 

Pero hasta acá la dejamos, ahora tengo que ir al pabellón de artes y oficios para impartir mi taller de electricidad, mismo que, según mi abogado de oficio, me permitirá salir del Reclusorio Norte en unos 12 años.

 

Por cierto, la Conaculta instituyó el premio Sombras en el Abismo, cuyo nombre salió del último poemario del Pikachu, en honor a las dos promesas fallecidas a manos de un peligroso narcomenudista de ciudad Nezahualcóyotl.

 

Igual supe que el video del performance fue rescatado por Minako Saibaiman, la novia del Pikachu y alcanzó, en cuestión de horas, 100 mil visitas en YouTube. Mientras que a mí, la verdad, me sigue despertando por las madrugadas el eco de los aplausos que retumbaron la noche de sus respectivos velorios.

[1] Daniel Jiménez (Nezahualcoyotl, 1988) Enganche, de esos que ya no hay. Sueña más con ganar una Copa Libertadores que un Nobel. Ha publicado Exilios y silencios y ¿Cómo encontrarte en un país de desaparecidas?. Sin embargo, dejó la poesía para tiempos mejores y ahora debuta en las siempre complicadas canchas de la prosa.  

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