Imagen tomada de Mostras del rock
Por Majo Ramírez
Tal vez el primer recuerdo erótico que tengo sea el de Sofía tañendo la guitarra mientras me preparaba para nuestra puesta en escena de Hamlet, que sería nuestra evalución para la clase de inglés. Probablemente fue de las cosas más divertidas que hicimos en ese exclusivo internado para señoritas dirigido por monjas. A veces, por las noches, creo que la escucho todavía, la veo tocando para mí. Teníamos once años, sólo quería estar ahí mientras me ponía el atuendo de Claudio, aunque ella me sugiriera para actuar como Ofelia. Me quitaba la ropa mientras, dulcemente, sonaba una composición suya para mí. Tuvo que pasar más de una década para que nos re/conociéramos: ella en un escenario, feliz por hacer lo que hace tan bien, y yo entre una centena de personas sudorosas.
Estoy rascando la reminiscencia, el saberla toda mía y traicionarla. Mis primeros acercamientos a la sexualidad también sucedieron con mujeres, pero mis padres y amigos solo han conocido a mis parejas más estables: hombres. Quizá la gente tenga razón cuando afirma que la bisexualidad no existe: se trata de personas que se aman, aunque nunca es así de simple: estar con una mujer no es fácil ni en espacios de la comunidad, sobre todo cuando ya hay antecedentes de relaciones con el enemigo. Para las lesbianas básicamente soy una traidora, para los heterosexuales estoy indecisa.
El otro día encontré el último single de Manic Mantis, la banda de Sofía que está compuesta solo por chicas: Safety first, lo he puesto una y otra vez. Muy probablemente ya cansé a los vecinos, pero escucharla me saca el lado salvaje y tierno que nunca he sentido por nadie. Tanto tiempo de haber ocultado lo que siento, ahora es momento de confesar lo inconfesable: Si no fuimos las mejores amigas, siempre estuvo conmigo, regañándome por ser tan niña, cuando ya era tiempo de crecer. Let me pretend, just let me pretend I’m not in love with you. Fue mi primer amor en la pubertad; por las fechas en las que presentamos la obra soñé que le declaraba mi amor, pero esas eran cosas que no pudieron suceder realmente. La besé en esa realidad onírica, sin embargo, no sólo fue eso, fue toda una declaración de amor, de esas que tienen final feliz y son para siempre. Qué cosas digo, ¿qué podía saber yo del amor? De cualquier forma, era imposible tenerla, lo habrían prohibido, nuestros padres jamás deberían saberlo, pasaríamos la vida en el exilio. No estoy
haciendo lo que tengo que hacer: quiero confesarme y que me absuelvan. Cuando fuimos más cercanas tuve que quitármela de la cabeza, borrarla de mí. La traicioné, como lo he hecho con todas las personas que amo —o que he amado—, no sé qué mal, qué obscuridad, me empuja a mostrar lo peor de mí. La seguridad es primero, lo sé, debía protegerme de lo prohibido, de ella: “la que si fuera niño, sería muy guapo”. Curioso que esto último no lo dijera yo, sino Mónica, la niña que compartía el cuarto conmigo.
En un internado para señoritas cómo no fijarse en la única chica con aspecto masculino. Era la única amiga que compartía mis gustos musicales, quiero decir, era la única que sabía algo de música; le gustaba mucho el grunge y era fan de Pearl Jam. Se sabía las canciones de Nirvana mientras todas las demás sólo hablaban de Fey. Cuando me reprendía por saltarme el desayuno o por preferir los cereales fríos, como los Choco Krispis, a la avena, sus dedos jugaban con mis trenzas y yo anhelaba que se detuvieran en mi mejilla. Frente a los demás no podíamos darnos muestras de afecto, algo podrían sospechar, pero cuando nadie veía, caminábamos de la mano y mi cabeza descansaba sobre su hombro. Mis domingos me la pasaba tirada en la cama y recordando a Sofía, mientras disfrutaba de los discos que mis padres me enviaban. Mi familia estaba rota desde siempre, así que era de las pocas alumnas que se quedaba también durante los fines de semana, la verdad no tenía nada a qué volver a casa. Lo único que odiaba de permanecer en el internado era la ausencia de mi única amiga. Tiempo después arruiné las cosas.
Siempre me ha sido difícil aceptar mis errores, la verdad es que no es fácil decir: “la regué”. Tal vez si yo no fuera tan cobarde, las cosas no habrían tomado un curso tan terrible. El día de nuestra puesta en escena, Sofía me confesó lo que sentía por mí. Después de que terminara de rasguear la guitarra, me tomó de la mano y pronunció lo que para mí era inefable. Ella no se había percatado de que ya no estábamos solas, Mónica había entrado justo en el momento en que Sofía se acercara a mi rostro para darme un beso, y al ver estas cosas, la intrusa corrió a avisar a las demás. Ante la vergüenza, la burla y el rechazo a lo que parecía ser algo llamado anti natura por las monjas, decidí abofetearla, le escupí en la cara, y me uní al resto de las niñas que le gritaban “tortillera”. Creo que no pudo recuperarse de la humillación, así que al día siguiente abandonó el internado sin despedirse de nadie. Pero no sólo dejó el colegio, me dejó a mí. Quise disculparme, le enviaba cartas y discos que siempre me regresaban en el correo. Cuando me di cuenta de que no estaba dispuesta a
continuar con nuestra amistad, dejé de escribirle y hacerle regalos: yo no podía sanar esa herida.
Quince años más tarde me dirijo a un concierto; aunque no tengo idea de lo que haré al tenerla delante; quisiera pedirle perdón y entregarle el fajo de los cientos de cartas que le envié. No estoy tan loca, no las llevo conmigo. Me preparé lo mejor que pude, me trencé una parte del cabello para sentirme como Ladgerda de Vikings, llevo unas Dr. Martens en color vino y una playera de Ruido Rosa. Ahora que estoy entre el mundo de gente no me siento segura para dar el salto, pero me voy abriendo paso entre empujones y gritos de los extasiados fans. A mitad de camino ya puedo avistarla, la contemplo: va armada con una Fender, lleva el cabello largo y toda su indumentaria es negra; también usa unas pulseras de cuero negro gruesas y lisas. Me voy aproximando más hacia al frente del escenario, dentro de mi cerebro algo no conecta: no tengo idea de qué estoy por hacer. —¡Sofía! ¡Sofía! ¡Lo siento! ¡Lo siento de verdad! ¡Te quiero!— grito mientras le lanzo un beso. Ella me mira sonriente, espero que no sepa quién soy, de suerte me confunde con una admiradora. A Sofía la ha tratado bien la vida, Manic Mantis se ha convertido en uno de los grupos de rock más reconocidos en el país, y, como puede esperarse, tiene muchos seguidores. Además, escuché que ella y la baterista han salido desde hace meses, así que es probable que no recuerde nada de mí. Creo que ha caído en la cuenta de quién le ha lanzado el beso. ¿Me habrán delatado las trenzas? ¿O es que mi rostro no ha cambiado en nada? Por la cara que ha puesto ya puedo estar segura de que no me ha perdonado. Ya ni siquiera me interesa que la multitud me esté empujando hacia las vallas de seguridad, quiero volver atrás, pero no puedo. Veo su cara de disgusto, asqueada, yo sé que tiene sus razones para odiarme, pero pensé que a estas alturas ya lo habría superado. ¡Por dios, han pasado quince años! La veo caminar enérgicamente hacia donde estoy atrapada, con el gesto de una llama enfurecida me suelta un gran escupitajo que me cubre parte del ojo izquierdo. Necesito expulsar algo denso y oscuro que viene desde mis entrañas, quizá necesito vomitar, pero solo lanzo un garito mientras intento limpiarme para salir de ahí: —¡Tortillera!—. La gente que me rodea me mira con ganas de lincharme, y comienza una lluvia de escupitajos de la que no me puedo salvar.
Que gran cuento.