Santiago Macías Cabrera (Puebla, 2006). Soy estudiante y poeta de medio tiempo. Aficionado de las letras y lector empedernido.
Yo miro este inmenso mar
“El mar es tu espejo: en él ves
tu propia alma.”
Baudelaire
Yo miro este inmenso mar
y observo una gran masa
cristalina, pétrea, salitrosa
que se sumerge sobre sí
y devora su propio cielo
surcado con pelícanos
y cuervos.
Yo miro este inmenso mar
que nunca acaba, hace eones
que está muerto;
en las noches de plenilunio
asoma la cabeza
y se lamenta a martillazos
azotando exangüe sus olas embravecidas
contra las quebradas cimarrones
de sus espaldas mismas.
Yo miro este inmenso mar
en el que vuelan, acaso, relámpagos
y fuegos fatuos solitarios;
no son faros, sino antorchas,
sino hombres, sino maldiciones.
Yo miro este inmenso mar
en que hasta los pescados
se santiguan e imploran, de hinojos,
misericordia.
Son almas atormentadas
por aquellas playas tropicales
o acaso, infernales
abandonadas hasta por la espuma.
Yo miro este inmenso mar
y pienso
que fácil sería cruzarlo
al amanecer
sin galeón ni compañía,
para, por fin, también poder
ahogarme y hundirme en él.
Algo me observa desde la ventana
“En la soledad siente el miserable
toda su miseria, y el gran espíritu
toda su grandeza.”
Schopenhauer
Algo me observa desde la ventana,
algo que no conozco,
que no puedo llamar por su nombre.
Algo que azota los cristales
y quiere reducirlos a cenizas
para traspasar hasta la habitación
más profunda de mi espíritu.
Hay algo detrás de la ventana,
algo que gruñe grotescamente
y que carece de ojos
porque se los han sacado.
Puedo escuchar paso a paso
su melancólica respiración
que se agita
como las crines desbocadas
de un caballo,
como una jauría de lobos
en medio de un pastizal.
Algo me observa desde la ventana,
algo que no es hombre,
algo que emana de sus fauces
un peculiar perfume
de tabaco e incienso.
Algo me observa desde la ventana,
algo que estrella sobre ella
un par de manos azabache,
algo que grita
y murmura maldiciones.
En esta hora tan amarga
hay algo que mira
esta caterva de pensamientos
que pesan sobre mí
y que se clavan como finas agujas
en el cerebro
y en éste mi saco de huesos.
Algo me observa desde la ventana,
algo que baila con pesadez
entre la bruma de la medianoche
y tuerce hasta los dientes
como hojas resecas;
algo que no quiero descubrir,
algo que de ojos abiertos
pasa la noche
bajo los manzanos lóbregos…
Algo que de conocerlo
repetiría mi nombre a sollozos
y diría que se trata de mí.
¿Poema?
Si soy franco, he de afirmar
que nada hay más infeliz que la basura
que se arremolina en los adentros de mi estómago
relleno hasta las ancas de una infinita estupidez.
Nada puedo hacer si no llorar en silencio
y beber de a sorbo las pocas gotas
de aguardiente que alcanzan
a lanzar mis ojos secos.
Yo miro estos tristes versos
y pienso que son poco si se comparan
con los limoneros de finas copas que rodean la
alameda y esconden el resplandor crepuscular
cuando el ocaso se abalanza sobre uno
como una bestia salvaje en arrebato.
Poco me preocupa
la geografía corriente de esta génesis
que lleva por nombre «yo»
¿cuánto hay de cierto en que me conozco
como la palma de mi mano?
Debería denunciar también la nula
ocupación que cabe en mí por inútiles asuntos
como los que caben en estas
tediosas cuartillas.
¿A quién le importan la teología
y las cláusulas bastardas
sobre las que se funda este poema?