Por Eunice Sánchez
Ya no aguanto. Me digo a mi misma encerrada en el baño. Me refugié fingiendo que quería hacer popó. Pero mi hija no se rinde, empuja la puerta con sus diminutas manos al ritmo de varios “mami, maaaaammiiii, MMAAAMMIII.
—Tessa, ya voy bebé, mami está haciendo del baño
—Maaaaaamiiiiii- Grita una vez más
¿Cómo una pequeñita puede gritar tan fuerte? Apenas son las 10am y ya hemos gritado las dos lo suficiente, estamos agotadas.
Le jalo la palanca al retrete solo para reafirmar mi engaño, abro la puerta y ahí está. Nueve kilitos abrazando a su oso Pink, con sus botitas de lluvia bien puestas y con una enorme sonrisa en su pequeño rostro. Esa hermosa sonrisa, sus dientitos blancos y filosos. Pienso que aquella vez pudimos haberla perdido, nunca más esa sonrisa.
Pesó 2 kilos 930 gramos al nacer. No lloró, solo se quejó y al escuchar mi voz abrió sus ojitos de almendra. Dos pujidos intensos bastaron, ella hizo todo lo demás.
—Lo hicimos bien, Tessa— le pude decir mientras sentía los efectos de la anestesia y escuchaba que estaba teniendo una hemorragia, acostada en la camilla de la sala de expulsión. Empezamos siendo un buen equipo.
Lo que vino después fue un terremoto para mí. Pezones agrietados, sangre, dolor, llantos (de ella y míos), tristeza, desconcierto, los tres meses más oscuros y solitarios.
La depresión post parto no es un monstruo, es una mancha. Una mancha de tinta sobre un lienzo blanco. Creo que se convirtió en una compañera.
Tuve que irme, estaba siendo demasiado.
Después de alejarme una semana a casa de mi cuñada, me sentía mejor para seguir con mi maternidad.
Llegaron los seis meses de Tessa y con ellos el inicio de la comida sólida, un poco de descanso para mis senos.
Varios sustos por arcadas, que según la información médica, eran normales. Siempre estuvimos atentos, yo especialmente fui meticulosa y me obsesionaba a la hora de comer. Así, hasta el año, año un mes, dos, tres.
Parecían señales. Una noche le dábamos de cenar, estaba sentada con nosotros y casi se atraganta con un pedacito de carne. R (su papá) reaccionó a tiempo, la levantó, y solo fue un susto. Nos pusimos blancos, mi madre me lanzó una mirada matadora y soltó:
—¡Es que la descuidan!, deben estar atentos
—Mamá, estamos con ella, fue un accidente— le dije.
Esa noche R y yo hablamos de ser más cuidadosos, de no confiarnos, hacía poco que nos habíamos enterado que la hijita de una amiga había fallecido al atragantarse con una uva, tenía casi la misma edad de Tessa. Estábamos aterrados, por supuesto que no queríamos que algo así sucediera.
Pero los accidentes llegan, aunque estés ahí, aunque seas la mujer más cuidadosa, aunque sean los padres más protectores. Algunas veces sí te pasa, sí llega el terror y a veces la libras, otras no.
Había sido un buen día, por la tarde fuimos al parque, Tessa había botado mil veces su pelota, corrió, su papá la cargó, le hizo vueltas, reímos juntos. No hubo indicios de que iba a ser la peor noche de nuestras vidas.
Sí, los accidentes suceden en segundos. Nos habíamos reunido con la familia de R y Tessa sentada sobre la mesa, en su sillita, había terminado de cenar. Nosotros recién comenzábamos a probar bocado; tostadas y ensalada, Tessa caldito de pollo. Tessa miraba la televisión, sentada junto a nosotros, estábamos cerca, no la habíamos dejado sola, ni siquiera le desabrochábamos aún su cinturón de la silla. Maldito cinturón.
En un pestañeo, comenzó a tener arcadas.
No recuerdo quién reaccionó primero, pero yo grité
—¡Se está ahogando!
No sé por qué creímos que iba a pasar, que era un susto más. Habíamos leído que si tosían, indicaba que aún estaba entrando aire a sus pulmones, pero nuestra
Tessa no tosía.
Me paralicé…
R y mi suegro intentaron levantarla, pero el maldito broche del cinturón no se abría, así que la cargaron con todo y silla.
Yo, en shock. El cuerpecito de mi niña comenzaba a perder fuerza, a veces se escuchaba que ella misma intentaba sacar lo que tenía atorado. Volví a gritar
—¡Llamen a la ambulancia!
Mi cuñado reaccionó y comenzó a llamar
En esos lentos segundos se me fue el alma. Mi niña comenzaba a ponerse morada, no le entraba aire. R intentaba hacer la famosa maniobra de primeros auxilios.
Golpecitos en su espalda, presión en el pecho, mis gritos:
—¡Mi hija, por favor, mi hija!
…
La jodida ambulancia no podía llegar, el protocolo por la pandemia lo impedía, te comunicaban con un doctor … ¡Qué mierda!…
R haciendo todo, su hija en sus brazos, su vida en sus manos. Su mundo en salvar a su pequeña… Y la salvó
Yo, llorando y temblando
Al fin tosió.
Llanto, sangre en su boquita.
Susto, le volvía el color al rostro.
Llanto, mi llanto.
Respiramos, todos.
El médico en el teléfono pidió hablar conmigo y me cuestionó sobre los signos vitales de mi hija.
—¿Está consciente?
—Sí
—¿Respira bien?
—Sí, pero está sangrando de su boquita, creo que es su garganta
—Seguramente se lastimó, ¿Con qué se estaba ahogando?
Fue un pedacito de tostada. Ni siquiera nos dimos cuenta en qué momento se lo llevó a la boca, se nos fue de la vista.
Las últimas indicaciones: revisar signos de alarma; vómitos, desmayos, llanto inconsolable.
R tranquilo y yo en un mar de lágrimas. Tessa abrazada a mí, pidiendo su tete. Yo se la doy, le doy mi vida, mi cuerpo, le entrego todo de mí.
¿Por qué no hice nada?, ¿Por qué no intenté salvarla, me paralicé?
Después, abrazos y consuelos. Mis suegros descansan de la tensión, mi cuñado siempre amable. R desaparece unos minutos.
Tiempo después, una hora quizá, R entra al cuarto y se rompe.
Se abraza a mis piernas y su llanto lo inunda todo. Yo lo abrazo, no decimos nada, lloramos y nos abrazamos, al fondo nuestra niña ya ríe con su abuelo. Esa noche tuvimos miedo de dormir.
Ahora Tessa está en los terribles (casi) dos. Es impetuosa, rebelde y graciosa. Abarca nuestra vida, acapara nuestros días. Se gasta nuestras energías y casi siempre sentimos que no podemos más. Pero está aquí, está con nosotros y seguimos siendo un buen equipo. Aprendimos a jamás volver a decir que a nosotros no nos iba a suceder algo, esa noche nos marcó.
Hubo días de obsesiones con cada bocado que le dábamos, no hablábamos del tema, pero hacíamos listas de los alimentos que estaban prohibidos. Fueron días horribles.
Si a veces intentábamos recapitular lo que sucedió siempre terminábamos llorando y culpándonos, pero prometimos no atormentarnos. Los accidentes simplemente suceden, un día solo le toca a tu familia y algunas veces sales librado.
¡Wow! Qué gran manera de compartirnos tu vivencia desde una narrativa tan poderosa. Lamento el dolor que sentiste y me alegro de que ahora están sanas <3
Hola, tu historia me marco demasiado! Pase por dos sucesos terribles y comprendo perfectamente lo que es lamentarse y culparse!