Por Abril Alcaraz[1]
El hombre que nos trajo cosas que tenían nombre llegó con los invasores, pero él no era un invasor.
Nuestras cosas no tenían nombre. Eran las cosas que siempre habían estado aquí, como nosotros siempre habíamos estado aquí.
Para nosotros, el mundo era un lugar de multiplicidades innominadas. Los objetos y los seres se agolpaban y se dispersaban sin razón. Hablábamos con las cosas lo mismo que hablábamos de ellas y no había diferencia entre ellas y nosotros. Nos daban y nos quitaban del mismo modo en que les dábamos y les quitábamos, como una danza en la que donde uno pone el pie el otro lo retira y ambos avanzan o retroceden o giran en concordancia, aunque una vez u otra den un traspié. A nosotros nos gusta bailar. Nos gusta la danza del cántaro que pasa lleno de mano en mano para apagar el incendio y vuelve, ansioso de volver a llenarse; nos gusta la danza del viento que enreda la túnica en las piernas haciéndonos trastabillar levantando el polvo; la danza de la palma que se inclina gentil si suben los niños por frutos y se yergue galante cuando bajan con la boca a reventar de dátiles maduros. Así también bailamos con las cosas y nuestro hablar es una danza que nos hace girar y girar y girar hasta que todo pierde su forma exacta y se enreda, se arrebuja —como dentro de un torbellino todo vira incesantemente y sube y baja, y se revuelven los colores, se separan, y todo puede ser grande o pequeño según se encuentre cerca o lejos lo uno de lo otro— y todos los sonidos de todas las cosas que hablan al mismo tiempo son como el zumbido de miles de abejas cantando en el aire con sus alas.
Hoy sabemos que cuando están juntas todas al mismo tiempo, las cosas vivas blancas de espeso pelambre son “rebaño”. Cuando ocurren solas no son más que “ovejas” o “corderos”. Desde que conocemos el nombre de las cosas es como si el mundo nos mirase con recelo a la distancia. Tienen ahora las cosas nombres para nosotros?
Susurran a nuestras espaldas?
El hombre que nos trajo las cosas que tenían nombre no era un invasor. Eso decía. Tal vez en verdad llegaba a creerlo. Él venía a traernos las cosas que tenían nombre porque los suyos pensaban que necesitábamos las cosas que tenían nombre para vivir mejor. Pensaban que nuestro vivir no eran un vivir bien, un vivir que valiera la pena ser vivido. Nuestro vivir estaba mal, hacía mal. Había que cambiarlo. Para eso necesitábamos cosas, cosas con nombre, que no teníamos porque ellos las habían inventado y eran suyas; pero podían darnos algunas de sus cosas para que con ellas nuestro vivir fuera mejor. Así que nos traerían las cosas, nos mostrarían sus nombres y nos enseñarían a usarlas para que fuéramos un poco más como ellos y un poco menos como nosotros.
Al principio no sabíamos qué de mal podían tener ni nuestro ser ni nuestro vivir. Si así había sido siempre, no estaba bien así? Pero veíamos cómo, mientras nosotros teníamos cada vez menos y éramos cada vez menos, ellos tenían cada vez más y eran cada vez más. Pensamos: “Qué mal puede hacernos conocer, probar el vivir del otro, qué mal? No se hace acaso así el mundo un poquito más ancho, más largo, más profundo para que quepamos más?”. Aceptamos porque así como no veíamos daño en nuestro vivir, no veíamos daño en conocer el suyo. Y si resultaba cierto que el de ellos era más bueno, qué se ganaba con negarlo, si de lo diferente podíamos hacer lo nuestro todavía mejor? “Probamos un poco del sabor de su vivir y entonces decidiremos”, pensamos.
Para hacer que las cosas vinieran, mandaron llamar al hombre que nos trajo las cosas que tenían nombre. Llegó en un carromato con cuatro ruedas enormes que crujía de todas sus juntas y que de tan lleno que venía se balanceaba de un lado a otro como una hembra preñada.
Nos reuníamos en el coso grande por las tardes porque allí cabíamos todos. Formábamos un gran círculo alrededor del hombre, que nos miraba con los ojos enormes y el pecho inflado, como quien va a revelar algo importante: un terrible secreto o un nuevo paso de baile. Entonces, después de hacer silencio, nos mostraba las cosas, que tomaba una por una, y nos decía su nombre: “Martillo. Mar-ti-llo. Esto es un martillo”, “Esto es un azadón. Azadón.”. Luego obraba unos pases y hacía como si la cosa estuviese haciendo algo. Movía el brazo hacia arriba y hacia abajo golpeando el aire, o rascaba o sacudía —lo que fuera— según lo que quisiera hacer parecer.
Al principio no entendíamos, luego empezamos a entender: el sonido que salía de su boca guardaba alguna clase de relación inmanente con eso que agitaba en la mano. Y así, conforme se nos revelaba su misterio, esas cosas, cosas con nombre, poco a poco cobraban forma; pasaban de ser ese instante en que todos sus azares se reúnen fugazmente antes de disolverse en el resto de la existencia para ser algo único, inflexible, separado del mundo donde todo bailaba y se entrelazaba incesantemente; se convertía en algo duradero, que existía por sí mismo, para sí mismo, arrojado fuera del mundo, solitario en la mano del hombre que lo levantaba por encima de su cabeza para que pudiéramos verlo todos.
Fuimos aprendiendo que la cosa con nombre es exterior, tiene límites, empieza y acaba en sí misma. Cada cosa con nombre se nos presentaba con una forma y un color y una temperatura y un olor y un movimiento y un peso y un estado, pero todo eso era suyo, solo suyo, sin relación con todas y cada una de las otras cosas con nombre o sin nombre que la rodeaban, la antecedían y la sucedían en el tiempo y en el lugar; como si solo en sí y no con respecto a todo pudiera cada cosa existir.
Fascinados, nosotros repetíamos como una oración: martillo, azadón. Barreño, punzón, carretilla. Luego, conforme vio que entendíamos lo que trataba de hacer, el hombre empezó a señalar lo que se le aparecía alrededor: “Perro. Dos perro se llama perros. Perros es un plural. Pero muchos perros se llama jauría”. Y repetíamos: perro, perros, jauría.
Repetíamos y aprendíamos el nombre de las cosas, pero no sabíamos para qué. Para qué servían todos esos nombres?, nos preguntábamos en la mirada. Para destruir el mundo? Porque cuantos más nombres conocíamos menos el mundo era un todo, menos las cosas hablaban y bailaban porque las cosas se iban separando —el mundo se iba desgajando— como si cayeran muertas a nuestros pies.
Llenos de espanto, no podíamos dejar al mismo tiempo de sentirnos fascinados de ver cómo las cosas con nombre aparecían de repente frente a nuestros ojos al invocarlas las palabras.
De todo esto nada veía el hombre porque su hablar era el de un mundo de cosas amontonadas, no entrelazadas, muertas. Su mundo está separado, viene por partes, depende del tiempo. Lo que hay primero es un afuera, y recibe un nombre que se vuelve un ser; a lo que se designa se le da substancia, sí, pero entre el que nombra y lo nombrado la relación es casual, contingente. Después la cosa es adentro, tiene cualidades —como ser masuda o brillante, espesa o lenta—; una naturaleza constante, que no cambia ni según sus relaciones ni según su situación. A veces hace algo o es obligada a hacerlo, y entonces tiene acciones e incluso circunstancias: puede por ejemplo estar solitaria o en compañía; le pasa lo uno o lo otro, pero no todo a la vez. Nuestro mundo, en cambio, es todo junto: azul y rápido y caliente es uno, y es recíprocamente un actuar que puede ser naranja, fijo y frío, o a veces un dejar pasar, un hacerse a un lado rojo para no quemarse de azul, pero en todo caso se vuelve uno, se vuelve un gris o un violeta tibio porque el calor pasa de un color a otro y la velocidad tarde o temprano va hacia abajo y se oscurece al final.
El hombre nos enseñó el nombre de lo de arriba y el de lo de abajo, de lo que repta y lo que se desliza. Los nombres que usaba su pueblo no decían nada: eran solo sonidos pegados con el ser de las cosas; no contaban su sabor, su textura, su tamaño, su peso ni su temperatura; no decían si la cosa estaba viva, si saltaba, si escurría, si se escondía cuando alguien se aproximaba o si oteaba desde lejos, ni hablaban de su carácter o de si traía peligro. Solo por el nombre no se podía saber si la cosa en cuestión mordía o no mordía. Si machucaba la mano. Pero para usar las cosas que tenían nombre había que usar palabras, ya que las cosas y sus palabras eran como un mismo ente. “Pásame el martillo”, había que decir, por ejemplo, y en vez de que el martillo se dejara coger rosa lento denso jubiloso y frío, alguien lo tomaba —quisiera o no quisiera el pobre martillo— y lo ponía en tu mano para que dieras con él golpes a otra cosa que lo trataba a uno con igual indiferencia.
Además del nombre de las cosas, el hombre tenía muchas buenas palabras: a veces cantaba canciones o recitaba poemas y sus palabras sonaban como jugo de caña fresco escurriendo lentamente por la barbilla en una tarde calurosa, aunque también tenía palabras ásperas que recordaban esparto. A veces las cosas venían solo con nombrarlas, sin que tuviera que mostrarlas con las manos. Bastaba decirlas y estaban, no exactamente frente a nosotros, pero ahí, casi podíamos verlas. En todo caso, nos gustaba escuchar sus palabras, incluso en esas ocasiones en que eran palabras que no hacían aparecer cosas nuevas en el mundo. Escuchándolo aprendimos que también se puede hacer cosas con palabras: cosas como convencer a las personas, hacerlas felices o tristes, inquietarlas, emocionarlas, invitarlas, obligarlas, prohibirlas y humillarlas.
A cambio de las cosas que tenían nombre nosotros le dábamos cosas de las nuestras, que no tenían nombre, pero él les ponía uno: citrino, bocote, yuca. Al principio nos intrigaba, ya que nuestras cosas nunca habían necesitado un nombre; sin embargo, nos parecía bien porque él no sabía conversar con las cosas como hacíamos nosotros ni sería jamás capaz de bailar con ellas si se movía casi tan torpemente como su enorme carro que otra vez se iba llenando. Pero cada vez que una de nuestras cosas sin nombre recibía uno, empezaba a definirse como una entidad separada de la vorágine y nuestro mundo se iba haciendo más pequeño, quedándose sin sus cosas.
Aunque esto nos inquietaba, no dejábamos de notar que cuando él nos daba un nombre nuevo, con el nombre venía la tenencia de la cosa. Al designarlas, no solo las colocaba fuera del mundo sino que podían entonces estar ligadas a las personas, como si se pudiera tener una cosa como propia, sin importar si es una cosa no viva o viva. Un mundo se hacía más pequeño, cierto, y nos atemorizaba, pero al mismo tiempo ese otro mundo que se llenaba de cosas hechas de palabras y de palabras que hacían cosas, iba haciéndose cada vez más grande.
Cuando terminó de enseñarnos el nombre de todas las cosas que había traído y de ponerle nombre a todas las cosas que le habíamos dado, el hombre dijo que debía partir. Para entonces empezábamos a acostumbrarnos a usar los nombres e incluso conocíamos el nombre de los nombres y de las demás palabras. Las cosas ya no nos hablaban a nosotros pero no nos importó porque era mucho más fácil hablar de ellas que con ellas y todo se hacía más rápido de ese modo. Sabíamos el nombre de las cosas que teníamos —que ahora nos pertenecían justamente porque conocíamos sus nombres—, pero el mundo nuevo era todavía pequeño con esas pocas palabras para habitarlo con comodidad. Estábamos estrechos. Ese mundo era incompleto sin el nombre de todas las cosas, de todos sus posibles, de todas las relaciones que mantienen entre ellas, de sus colores y texturas y sabores y todo aquello que hace que las cosas sean las cosas tal y como son aquí y ahora y en cada momento de su existencia puntual y total, y teníamos que saber los nombres, todos los nombres, para poder vivir en este nuevo mundo, pero el hombre tenía que irse y ya no iba a enseñarnos nombres nuevos y no nos podíamos quedar en un mundo tan pequeño.
Así que nos lo comimos, para tener sus palabras todas y un mundo más grande nuestro que habitar.
[1] Abril Alcaraz (México, 1982). Directora de teatro y video documental, escritora, fotógrafa, divulgadora y performer. Ha publicado artículos, cuento y poesía en las revistas Libido, aliter.tv, Rigor Mortis y Pretextos Literarios (México), y en las revistas y sitios digitales Máquina Combinatoria (Colombia), Perro Negro de la Calle (Lagos de Moreno), Óclesis (Puebla), Poesía en órbita, Fanzine Ultramar (Ciudad de México), Mimeógrafo (Tuxtla Guriérrez), Penumbria, Espejo Humeante, Dogevena, Irradiación, Marabunta (México), Paladín (Venezuela), y Phantasma (Chile), así como en Devotee, fanzine seleccionado para formar parte de la colección del Archivo Anal, de Anal Magazine, y la exposición Fanzinoteca, que se llevó a cabo en el Museo Universitario del Chopo en junio de 2013. En 2014 codirigió con Julio César Montiel la serie documental Entre dos sierras, sobre la lucha autonomista de organizaciones indígenas de las sierras Sur y Norte del estado de Oaxaca, México. Desde 2017 mantiene un proyecto personal de registro fotográfico de biodiversidad del Canal Nacional de la Ciudad de México.