Por Andrea Valdés[1]
Barrer el cuarto.
Alimentarlo.
Dejarle agua.
Limpiarle la cubeta.
Revisar que tenga su pelota.
Tenía claro lo que había que hacer con el monstruo, pero me gustaba repasar la lista de actividades diarias, ¿sabes? era parte de mi ritual matutino. Después de levantarme, siempre hacía lo mismo: preparaba el café, repasaba la lista que se encontraba pegado en un pedazo de imán en la nevera, me cambiaba de ropa y salía a trabajar.
La lista la había colocado cuando atrapé al monstruo. Mantenerlo con vida era agotador; buena parte de mi tiempo y mis pensamientos los destinaba a la sobrevivencia de ese despreciable ser vivo. Mantenerlo con vida requería disciplina y conservar el trabajo de mierda en el supermercado como encargada del pasillo de limpieza personal y papel higiénico.
Toda mi vida había vivido en este pueblo, no conocía otra cosa. Nunca fui mucho de hablar con las personas, ni de tener amigos; me daban miedo, pensé que todos eran como el monstruo, y la verdad es que sí son así. Me gustaba estar sola y dedicarme a cuidarlo. Después de tres meses, empezó a ponerse flaquito y ojeroso. Por suerte, no enfermó mucho durante ese tiempo, porque sabrás que tenerlo enfermo era horrible, se ponía como un pinche chamaco malcriado cuando se sentía mal. Me costaba mucho darle la medicina; solía ponerla en un rollito de jamón o mezclarla en la comida para que la tomara. En un par de veces le tuve que poner clonazepam en el agua para que cayera dormido y me dejara inyectarle el antibiótico.
Con los años se volvió más mansito, ¡Hija de puta, te vas a arrepentir! Me decía, eres igual de putita que tu madre, por eso te culeaba, me decía. Nunca le respondí, a esto me refiero también a ser disciplinada, desde que lo metí a la jaula, jamás le dirigí la palabra. Ya te imaginarás que a veces quería decirle que me había jodido la vida y que no podía coger con nadie porque me daba miedo, que no me fiaba de nadie porque pensaba que me iba a doler como cuando se acostaba en mi cama; pero no, aguanté y aguanté, nunca le dije nada. ¡Háblame, por favor! ¡Dime algo! me decía, después de que pasó el primer año. Yo me dedicaba a seguir las indicaciones de la lista y salí de ese lugar.
El pueblo donde viví por muchos años era pequeño, podríamos decir que más bien es un rancho; casi todas las personas se van a Estados Unidos. Antes había un pequeño lago que atraía a ciertas personas de la ciudad y de otros pueblos en verano, pero como ya no está el lago porque se secó por la falta de lluvia, entonces el rancho está en el olvido, parece que no pasa nada, es muy aburrido la verdad. Entre que la gente se va a la ciudad o para el otro lado, cada vez está más solo. En fin, esto me ayudó a que nadie extrañara, ni preguntara por el monstruo, más de uno en el pueblo pensó que se había ido al gabacho como muchos otros, conmigo pasó lo mismo, nadie me ha buscado.
Al monstruo lo conocí cuando se mudó a la casa de mi mamá, al inicio parecía buena gente pero eso duró poco como su promesa de casarse con ella y conseguir un trabajo. El monstruo se instaló rápido, tomó la sala como su lugar favorito; pasaba buena parte del día tirado en el sofá echando una cervecita o whiskito. Trabajaba poco, el jefe es un envidioso de mierda, decía; me cae mal, por eso ya no regresé, quería que hiciera todo lo que me ordenara, decía. Con el tiempo, nadie en el rancho le daba trabajo, había gastado todos los favores y roto todas las relaciones que le pudieran ayudar, ni en el puesto de tacos lo querían, era tan miserable que se quedaba con los cambios del patrón cuando lo enviaba a comprar carne o tortillas. Yo nací para mandar y no para servir, decía; y así se justificó para no volver a trabajar; en cambio era bien bueno para quitarle el dinero a mi mamá, para eso sí era bueno.
Mi mamá trabajaba bastantes horas en el plantío de aguacates; ayudaba en la administración y en lo que se ofreciera, hacía un poco de todo, organizaba papeles, preparaba la comida para los trabajadores, compraba cerveza para el jefe y contestaba los teléfonos. El monstruo aprovechaba las ausencias de mi madre para seguir tragando y aumentar esa asquerosa panza chelera, se paseaba en calzones por toda la casa y cada vez que regresaba de la escuela, me mostraba su cosa; yo no entendía nada, tenía 16 años.
No me gusta quedarme con él en casa cuando no estás, le decía a mi madre; no me gusta cómo me ve, le decía; eres una exagerada, lo único que quieres es que termine mi relación, carajita, y que termine sola como tu tía, me decía. Él es un buen hombre, sólo está pasando por un mal momento, me decía, deja de meterte en mi relación, me decía.
Cuando volvía de la escuela y me quedaba dormida era horrible, hacía todo por quedarme despierta pero a veces me ganaba el sueño y no podía. Cuando menos lo esperaba, sentía la panza desnuda del monstruo sobre mi espalda, me abrazaba y me olía el cuello mientras me tocaba con sus manos mi pierna; yo me quedaba quieta, no sabía qué hacer, tenía 16 años. Si le cuentas algo a tu mamá, la mato, me decía el monstruo, ¿a quién crees que le va a creer? Me decía.
Pasaba el tiempo y yo tenía muchas preguntas para mi madre, o quizás reclamos: ¿Por qué no trabaja, mamá? ¿Por qué ahora estás más triste, mamá? ¿Por qué tienes el ojo morado, mamá? ¿Por qué le tenemos miedo, mamá? Pensaba cada vez que me despertaba, nunca me animé a preguntarle a mi madre, quizás lo debía de haber hecho, quizás pudo haber cambiado algo, quizás nunca lo hice porque ya sabía la respuesta, no te metas, me decía.
Me acostumbré a despertarme con el cuerpo adolorido y cansado de soportar al monstruo en la cama; de a poco mi madre me dejó de dar los buenos días; el monstruo se enojaba si lo hacía, en realidad le molestaba casi todo, vivía de malas. A mi mamá le dejó de importar que el monstruo no durmiera en su cama, con ella; creo que le dejó de interesar todo, incluso yo, y la entiendo, ¿qué sentido tiene vivir en este rancho de mierda? ¿Qué más sigue? Cada vez se veía más apagada, más delgada, más tímida, más desalineada; otro reclamo que le puedo hacer es que quizás le debí de importar un poco más pero el monstruo nos quitaba todo. A mi mamá le arrancó su alegría, dejó de cantar, dejó de comer, ya no reía, ya no me hacía postres, sólo comida que le gustase al monstruo. Mi madre estaba como ausente, como ida, ya no me hablaba mucho; creo que el monstruo no la dejaba. Le marcaba un estricto horario de trabajo, rutinas de salida y entrada a la casa y de tareas domésticas que únicamente dejaba que ella hiciera, si intentaba hacer algo, la cosa se ponía mal, entonces, para llevar la fiesta en paz, dejé de intentar ayudar. Algunas veces mi mamá gritaba por la noche, yo la escuchaba desde mi cuarto, aunque el monstruo la callaba de mala gana, se escuchaba clarito.
Una tarde regresé de la escuela, y a mi madre la estaban sacando en camilla, la sábana blanca se comenzaba a llenar de color rojo, yo me asusté mucho; que se la llevaban que porque dizque se había intentado matar, que dizque estaba loca; la llevaremos al hospital y después, al hospital de los locos, dijeron las personas que se la llevaban, yo no entendía mucho, tenía 16 año. Sentí alegría por ella, por lo menos quizás allá no le pegarían cuando se agarraba gritando o podría hacer amigos. Les dije que me llevaran con ella que yo también estaba loca pero no me creyeron; quédate en casa con el monstruo, dijeron. El monstruo me tomó del hombro, mientras la ambulancia se alejaba, y me metió a la casa; a partir de este momento, todo será diferente, yo te enseñaré lo que es el amor, yo te cuidaré, no te faltará nada; aprenderás todo lo que tienes que saber de la vida a través de mí, te enseñaré lo que es el amor, lo que es vivir, dijo el monstruo. Ven, pasa y acuéstate un rato, dijo el monstruo.
Los masajes indeseados, las noches eternas en la cama con el monstruo respirándome en la nuca, se convirtieron en mi rutina. El monstruo llegaba ebrio y como ya no estaba mamá, descargaba conmigo toda su hombría. Como el monstruo era incapaz de trabajar, me obligó a dejar la escuela, ahí fue cuando conseguí el trabajo en el supermercado, no sé ni cómo lo hice; quizás vieron la cara de desesperación que tenía; en realidad era miedo. El monstruo se ponía cada vez más violento porque no había dinero para sus cervezas.
Yo le agarro a escondidas los dineros que no me da, se los agarro cuando llega borracho, le dijo una señora a su amiga mientras hacían fila para pagar; ¿y no se da cuenta? le dijo, no, el muy borracho piensa que se los gastó en la cantina o que se le perdieron; a mí me da miedo, mejor no, le dijo; ándale, anímate, no pasa nada, y así nos compramos los labiales que vimos en la tienda de la Mari, le dijo. No sé, le dijo.
Como era viernes, el día que me pagaban, el monstruo pasó por mí para asegurarse de agarrar el dinero y que no me lo gastara en otra cosa; el cabrón no me dejaba nada, a veces ni para comer. La idea de la señora me dio vueltas por la cabeza de camino a casa; ¿y si yo también le quito al monstruo los dineros? Chance y me puedo comprar algo de ropa o un maquillaje como dijo la señora, o por lo menos comprarme un pollito de ese que venden en el super, después de toda la chinga que me meto, igual me lo merezco.
Ya de madrugada, el monstruo llegó borracho, yo estaba en mi habitación; prendió la televisión de la sala y se sentó en el sofá; me gritó y me gritó esperando a que fuera; esta vez yo no fui y él tampoco fue por mí, ni se acostó en mi cama, se quedó dormido en el sofá. Esperé a que cayera profundo, fui a la sala, le hablé, le grité, le agarré los cachetes, no se movía, roncaba y dormía con un whisky en la mano. Le metí las manos en las bolsas de pantalón y nada; busqué en el bolsillo de camisas y ahí estaban los dineros; el cabrón se había gastado más de la mitad; los tomé y los guardé en mi pants. Después, lo agarré de los pies y lo comencé a arrastrar hacia afuera de la casa, cuando lo bajé del sofá se metió un madrazo en la cabeza, pensé que lo había matado pero no, siguió respirando el muy imbécil. Lo arrastré como pude, lo saqué de la casa, y lo metí a un cuarto que teníamos a un lado de la casa. Nosotros vivíamos en una casa más o menos alejada del pueblo, no teníamos vecinos cerca. A un lado de la casa, estaba el cuartito de los tiliches; antes había sido un gallinero que construyó mi abuela, así que tenía unas rejitas que parecían que estaban bien madreadas pero eran bien aguantadoras. Lo eché ahí al monstruo, le puse dos candados que me encontré; no sé cómo lo hice, tenía 16 años.
Puta, te voy a matar, me decía cuando despertó; gritaba mucho al inicio, pero como ya estaba acostumbrada, me daba un poco igual; después pensaba en todo lo que me había hecho y decidí que estaría bueno dejarlo ahí por un tiempo en el cuartito y después soltarlo. Nadie lo iba a escuchar, así que podía gritar todo lo que quisiera. A veces, la verdad, me daba un poco de lástima, pobrecito verlo con esa mirada perdida, como tocado por dentro, se parecía a la que tenía mi madre. Todavía tengo pesadillas pero desde aquel momento ya no me levantaba adolorida, ni con susto y eso está chido. No me gustaba mi trabajo pero al menos ya podía comprar comida para mí y el monstruo. También de vez en cuando compraba algo de maquillaje y ropa en la tienda de la Mari. Supongo que de eso se trata el trabajo, de hacer cosas que no te gustan para tener con qué comprarte cosas. Ahorré un poco de dinero durante unos meses; compré un boleto para la ciudad y me vine para acá.
¿Y el monstruo? A Marco lo dejé ahí; pensé en mantenerlo enjaulado más tiempo pero quería otra cosa, no quería quedarme en ese rancho como mi madre; además empezaba a oler feo, como ha echado a perder; daba un poco de asco. La última noche le aventé la cena entre las rejas, revisé los candados que había puesto, puse otro candado en la puerta de afuera y me fui. Agarré mi mochila, dejé las luces de la casa prendidas y me dirigí a la parada del camión.
En el camión conocí a doña Lupe, muy bella ella; le conté mi historia, en las nueve horas de camino para acá, y no se durmió ni un ratito; escuchó todita mi historia; ¿ya sabes dónde te vas quedar? Me dijo. No, le dije. Vente conmigo, mija, tengo un cuartito donde te puedes quedar, me dijo. Y yo me fui con ella. Después me ayudó a conseguir trabajo en la paletería que de una vecina, o algo así. Y pues ahora estoy aquí, contigo, esa soy yo, qué rollo todo lo que conté, Sofía. Yo creo que ya te aburrí, ¿y tú qué me cuentas además de que odias vivir con tu má? Le di un trago al café y mientras lo hacía, pensaba que Sofía era la persona más hermosa que había visto. Sofía se levantó, me abrazó. Lo siento, me dijo; ¿por qué? le dije.
[1] Andrea Valdés (1988) Guadalajara, Jalisco. Docente, investigadora y doctoranda.