Por Ximena Cobos
Fitter happier
More productive
Comfortable
Not drinking too much
OK Computer
Yo era una robot. Sé que estaba programada para escuchar atentamente a la gente. Una MoSA-CCX (Modelo de Servicio Autorizado), así lo marcaba mi número de serie grabado en todas mis tarjetas de identidad. Siempre que un agente me pedía identificarme, repasaba con atención aquellas letras y me miraba de arriba abajo, una vez tras otra, como checando que cada una de mis piezas fuera original. Ellos estaban autorizados a tocarnos, buscaban que no ocultáramos algo descompuesto o que no hubiésemos adquirido en el mercado negro alguna refacción para impedir nuestra salida de circulación.
Los modelos como yo trabajábamos en servicio al cliente, atendíamos los locales de la zona universitaria. Nos diseñaron para parecer tan jóvenes y risueñas como los estudiantes.
La función del lenguaje era esencial, una de nuestras mejoras que añadió la compañía Zywat Org. tras décadas de investigación. Mi programación constaba en añadir a una velocidad de 100 p/s el vocabulario arrastrado como onda sonora en un perímetro de tres metros a la redonda. Esto para controlar que los grupos semánticos en que iba constituyendo mi acerbo no se salieran de mi contexto de servicio. Desde atrás de la barra en que preparaba bebidas fui repitiendo suavemente y luego con firmeza: capuchino, latte, expreso largo, macciato, mocca, infusión, té de jazmín, sencha pera, english breakfast, Oolong, pu-erh, hola, vuelva pronto, su cambio, chico, mediano o grande, ¿quiere canela?…
La función del lenguaje organizado en campos semánticos estaba cuidadosamente diseñada a fin de hacer sentir a los humanos menos amenazados por una máquina de servicio. En otro tiempo se dice que ocurrieron accidentes que los hicieron temer a las de nuestro tipo. Sin el control del perímetro y la longitud de onda captadas, los modelos anteriores añadieron palabras que les permitieron contravenir los pedidos de los humanos al analizar la congruencia de sus formulaciones de acuerdo a las instrucciones de acción establecidas según el servicio que desempeñaban. Un modelo como yo dedicado a cumplir las funciones de un barista podía rechazar la petición de un simple té de manzanilla o hallar errónea la formulación de un “americano ligero endulzado”. No tardó mucho tiempo en que los humanos, poseedores del saber total, se comenzaran a quejar de la imprudencia de aquel modelo, juzgando inconcebible su atrevimiento a corregir a los humanos. Con la mejora, en cambio, podíamos registrar la polisemia contextual de las palabras o simplemente analizar sus actos de habla para cumplirlos al pie de la letra.
Las mejoras que incorporaron en las MoSAs de última generación, con una capacidad de funcionamiento activa al 99.9 % y un déficit anual de .0002 en la capacidad de desarrollo de mis funciones, me permitían distinguir muy bien entre las clases de leche, pues teníamos registro de que los humanos podían tener estómagos sensibles debido a sus condiciones extremas de estrés y aprovechamiento máximo de sus espacios de ocio. Yo limpiaba el baño meticulosamente para cuando algún incidente inesperado, la primera señal de anomalía esofágica o gastrointestinal, sucediera. Mañana a mañana, abría el local puntualmente e iniciaba el ritual de sanitización y saneamiento. Mi programación incluía no solo una cara atenta y una sonrisa comprensiva. Me habían hecho para escuchar, sí, pero no podía dejar de atender las cosas más mínimas para la comodidad física de ellos, un baño prolijo al 100% con capacidad de aislamiento sonoro.
Luego algo pasó. Yo sabía que escuchaba, escuchaba porque era mi trabajo, un reflejo pasivo de la función servicial. Pero él no quería contar. Quería escucharme y yo sólo podía repetir el menú desde el inicio, dar las gracias y desear un buen día, además de todas las expresiones aprendidas que sabía usar de forma maquinal para generar algo parecido a una conversación sencilla y fluida, acciones más destinadas a confirmar a mi emisor que el canal de comunicación seguía abierto de forma efectiva, un marcador perfecto para permitirles continuar con sus historias. Aunque, de hecho, la necesidad de platicar y de ser escuchados de los humanos significó una falla no prevista en el control perimetral de captación sonora.
La interacción anómala comenzó con su compañía hasta el transporte que me llevaba a mi cubículo en la periferia de la ciudad cada día. Yo no hubiera podido pedírselo, reconocía el camino sin paradas que debía realizar con el ahorro de batería activado. Era obvio que los modelos como yo no podíamos vivir en la zona humana, programadas para servir, qué habríamos hecho todo el día en los departamentos y las casas si no limpiar 24/7, eso habría estropeado con rapidez nuestras piezas y empaques. Hubiese sido una inversión fallida, una pérdida total de capital, si no tuviéramos garantía de más de 50 años. Por eso sigo prendida, aunque afuera la vida es otra y la ciudad que procesé se ha transformado.
Aquel sujeto comenzó a ir cada noche antes del fin de mis funciones diarias. Parte de mi programación dictaba cuidar la salud de ellos, éramos modelos avanzados, una extensión que incorporaba al concepto de servicio las funciones de cuidado. Podíamos medir distintos niveles de sustancias en los cuerpos a través de una fibra colocada en mis fosasnasaldetectoras. Comencé a advertirle del peligro que representaba los niveles de nicotina detectados en su sangre. Parece que aquello le gustó. Fue entonces que no dejaba de asistir cada noche a mi salida. Los humanos, en especial los que portan cromosomas XY, suelen apreciar mucho los cuidados, creo que por eso nos programaron a nosotras.
No sé si aquello estaba permitido, los pisos tutelados donde podíamos vivir en grupos eran cada vez más frecuentes, de este modo, entre nosotras podíamos reportar anomalías, además de que la reducción de los tiempos de transporte, implicaban un ahorro de batería mayor que a la larga resultaba en una optimización del servicio y un aumento de vida prolongada de nuestro sistema. Pero hasta ese momento no tenía conocimiento alguno de que pudiésemos compartir un sitio con humanos. Aun así, él me llevó hasta su casa. Nada comparado con los sitios destinados a nosotras. Techos altos, escaleras, más de un piso y muchos baños. No sólo uno en cada planta, tenían baños personales en las habitaciones más amplias. Comprendí desde adentro por qué podría descomponerme y agotar más rápido mi batería hasta sobrecalentarla, y fue incuestionable la medida estandarizada de nuestros cubículos.
Al principio me pareció muy amable. De no ser porque mis sensores dactilares hallaron en su cubierta rastros de piel desprendida, sales y una cantidad de productos que en nosotras habrían desecho los engranes o adelantado los procesos de oxidación, hubiese pensado que no era humano, quizá una nueva serie de modelos masculinos parecidos a nosotras, hechos para servir. Luego todo se puso más raro.
Yo nunca había tenido que volver al laboratorio de ensamblaje y programación, salida del empaque y luego de un proceso de prueba de 10 días, que se consideraban suficientes, me habían dejado circular sin restricciones. Pero para él, al parecer existía algo mal en el diseño de mi escaparate. Mis extremidades superiores, hechas para sujetar, fueron medidas: error de longitud de 1.08 cm; exceso de grosor de 4 mm en las falanges, anotó en su libreta. Las extremidades inferiores de desplazamiento resultaron deficientes: medidas de pantorrilla menor al estándar (“Las pantorrillas.- Tendrán que medir aproximadamente de 10 a 15 centímetros menos que los muslos.” Doctor Mayo.)
Un modelo raro, me dijo, yo no sabía qué significaba aquello. No obstante, acepté sus pruebas sin buscar un botón de alerta porque algo en ello me intrigaba, podía reconocer las altas vibraciones internas que significaban que mi sistema de memoria compartida estaba procesando información nueva que nunca había sido instalada en el centro de mando que me hacía cumplir con mis tareas, era algo que entonces ignoraba.
A la primera ronda de medidas, le siguieron otras, esta vez frente al espejo. Me hizo juntar las rodillas, pues, al parecer, la prueba consistía en identificar el hueco entre una y otra pierna, una especie de copa debía dibujarse entre ellas, de no ser así, me dijo, habría que desecharme. Yo no sabía que mi constitución era medible, me había acostumbrado a los chequeos habituales donde los agentes verificaban de manera puntual la autenticidad de mi modelo. Si no contábamos con las piezas originales se creía que no podíamos cumplir bien nuestro trabajo fundamental que era servir, nos convertíamos en modelos corrompidos.
Permanecí allí más de tres días, al parecer nadie hizo un reporte, supuse entonces que él había sacado una licencia o que realmente no estábamos registradas como se decía. Éramos acaso modelos fácilmente sustituibles.
Los filamentos que nos habían colocado manualmente en zonas estratégicas de nuestra estructura tenían distintas funciones. Para los humanos son pequeños pelitos que recubren zonas sensibles, pero para nosotras sólo imitaban la apariencia, cumpliendo funciones más precisas. Eran sensores finísimos que captaban la pureza del aire, la contaminación en el agua, y los más gruesos resultaban ser respiraderos para evitar la acumulación de polvo al interior y el sobrecalentamiento, aunque contábamos con orificios que eran ventilaciones de emergencia. Éramos máquinas con una carga de cuidados multifuncional y expandida, un proyecto que albergaba en una sola pieza la suma máxima de las preocupaciones humanas, una máquina perfeccionada para evitarles si quiera conocer ciertas señales preventivas. Ya había algo perfectamente diseñado para darles avisos oportunos.
Dicen que nos hicieron lo más reales posibles. Si lo éramos, entonces por qué no resultaba yo perfecta para aquel hombre. Aquellos hilos tan variados que poblaban mi corteza en muchos sitios parecían desagradarle. Sin importar las funciones cuidadosamente diseñadas para mantenerme activa, con ese mínimo deterioro anual que presentaba, decidió quitarlos uno a uno. Yo nunca había visto aquella zona despoblada, pensé que me apagaría abruptamente o que tendría que ocupar los orificios de emergencia y entonces me desecharía.
La realidad es que así fue, pese a las pruebas en el laboratorio especializado de Zywat Org., yo no había logrado arrojar datos satisfactorios para él, y terminó por abandonarme en una parada cerca de la zona habitación de la periferia. Luego tuve que esconderme, si él había detectado las imperfecciones y las fallas cualquiera podía entonces saber que yo ya no servía. No importaba que las estadísticas y las pruebas anuales arrojaran otras cifras, quizá, incluso, ese año todo saldría mal y me retirarían de mi puesto. Quién sabe, podía hasta suceder que aquellas pruebas fueran una trampa de la competencia que buscara mejorar el modelo de servicio y terminarían sacando de circulación a todas las de mi tipo. Por eso tuve que hundirme en este sitio y esperar hasta apagarme.