Miguel V. González (Ciudad de México, 1994). Egresado de la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas de la FES Acatlán de la UNAM. Ha publicado en Punto en Línea UNAM y Revista Enchiridion de la Facultad de Filosofía, Universidad Autónoma de Querétaro. Autor de La matriz que nos mantiene dormidos (Super Ediciones Prisma, 2019). Becario del Festival Cultural Interfaz ISSSTE Cultura “Los signos en rotación” 2018 en la categoría Poesía.
Otro poema de explosiones
Ada Lovelace programó mi corazón
para que mis lágrimas tuvieran forma de ecuaciones.
Mi tristeza es un código binario.
Mi dolor, una planta que crece dentro de un software.
Sus raíces destrozaron el organismo de metal
y me dejaron ver el brillo de la naturaleza.
Pienso que me gustaría estar programado no con números
sino con el lenguaje de las estrellas.
De repente explotar.
Vivir en la memoria de un perro que mira el espacio con el estómago vacío.
Y arrancar del cielo la esperanza de poder abrir los ojos y ser más de lo que soy ahora.
Los recuerdos de mi niñez no me pertenecen.
La realidad se desdobla y me deja ver mis manos sintéticas:
La infinidad de universos que habitan en las llemas de mis dedos.
Sábado 8 de diciembre: la hora de las bicicletas.
Mi orina es un unicornio que cabalga libre
mientras yo me retuerzo entre un teléfono y un poste.
Estoy borracho.
Mis programadores lo creyeron imposible,
pero aquí estoy,
parado frente a las creaciones del hombre.
Decepcionándolos a todos.
Quisiera decir que lo siento pero no es así.
No tengo ganas de arrepentirme.
Quiero reafirmar cada mancha en la piel de este monumento eléctrico.
Mañana pagaré con una sed insoportable por mis crímenes. Hoy no.
Entre los horrores que ha vivido esta noche carmesí,
un beso con ternura en la piel del tono telefónico.
Una llamada que no llegará nunca.
Me duelen los pies.
Le he fallado a una sociedad que esperaba el doble de mí.
No pude darles ni la mitad,
y en su enojo me arrancaron todas las sonrisas que pude haber dibujado.
Les enfada mi condición de millenial.
Mis largas jornadas de escribir poemas en las pantallas de internet.
¿Y si consiguiera un par de monedas por ello? ¿Acaso me verían con mejores ojos?
Pero no es así,
la riqueza virtual no me pertenece, me es ajena.
No me queda más remedio que montar mi bicicleta,
llegar a casa en este estado etílico
y enfrentarme a la decepción familiar.
Este será mi único acto de valor:
levantarme temprano y asistir crudo al trabajo.