Por Diana Meza Luviano[1]
A los quince años comencé a maquillarme con algunas pinturas que tomaba del clóset de mi mamá, ella insistía en que si lo hacía tan joven me iba a arrugar muy pronto. Al poco tiempo, me llevó un catálogo de cosméticos que vendía la vecina para que escogiera lo que más me gustara, fue así como me hice de mis primeros maquillajes. Ahora pienso que de alguna manera, mi madre se resistía a verme crecer y a que la necesitara cada vez menos, aunque hasta ahora, nunca he dejado de hacerlo. En fin, me embadurné la cara como pude con una brocha vieja que encontré sabrá dios dónde, el color que elegí me hacía ver fantasmal (pero mientras más blanca, mejor); luego, tomé una cuchara pequeñita y con la técnica que me enseñó una prima mía muy querida, pasé un cerillo por su borde curvado hasta calentarla y así prolongar el rizado de mis pestañas, una vez levantadas las peinaba y pintaba con el cepillito del rímel, aquella pintura oscura hacía ver mis ojos más grandes y expresivos; finalmente, remataba el ritual con un bálsamo color granada en los labios ¡y listo! Cuando miraba el espejo me sentía la más guapa, recuerdo bien esa cara de asombro y novedad al ver cómo mi rostro, había dejado atrás la redondez infantil para dar paso al de una mujer joven. Era feliz. Nunca reí tanto como en aquellos años.
De lunes a viernes salía desde temprano para llegar a la escuela, una escuela que emergió de entre las rocas volcánicas que el Xitle nos obsequió hace unos 1700 años, allá donde las zarigüeyas se pasean sobre los cableados con un equilibrio formidable. Al filo de las siete de la mañana, los alrededores de la escuela se poblaban de adolescentes cuyo único propósito era el de reunirse con sus amigos en vez de estudiar. Ahí estaba yo, desmañanada pero contenta sin importar la distancia recorrida, no me daba miedo salir a oscuras de casa sin más compañía que la de mis pasos, caminaba despreocupada hacia la parada del camión alumbrada apenas por el tenue halo de las farolas anaranjadas; si tenía suerte, podía ver algunos murciélagos y escuchar sobre de mí los oscuros destellos de su aleteo.
Recuerdo aquella vez que nos persiguieron en el parque, teníamos catorce años y nos gustaba hacer ejercicio saliendo de la secundaria. Mientras yacíamos en el piso de una cancha deportiva haciendo abdominales, pude verlo acechándonos, se escondía detrás de una portería oxidada mientras el otro merodeaba muy de cerca, pero nosotras éramos cuatro ‒pensé‒ y nada podía pasarnos. Hasta ahora ignoro cómo ocurrió todo, una parte se borró de mi memoria, aunque conservo intacta la sensación viva de mis piernas eléctricas cruzando el camellón, atravesando la calle sin voltear a ningún extremo, guiada solamente por el derecho innato que tenemos a la vida, venía un camión muy de cerca pero no me detuve, ninguna se detuvo. ¿Para qué nos perseguían? claramente no tenían buenas intenciones, ¿Qué hacen dos hombres mayores persiguiendo a cuatro adolescentes? Nos refugiamos en una tienda, nunca supe a dónde fueron ni de dónde salieron, solo desaparecieron y ya. A nosotras nos temblaba el cuerpo y la voz. Cada una se fue para su casa con la boca amarga, menos Laura, ella se fue conmigo porque sabía del terror que me causaban estas situaciones, el peor de todos mis miedos hecho realidad. Llegando le contamos a mi papá, pero solo echó un vistazo a la calle y como no vio nada raro siguió con sus actividades, nunca supe si nos creyó.
A Dianita Carrizales se la robaron en 1991, lo más terrible para mí es que su nombre, o mejor dicho, nuestro nombre se convirtió en un estigma por algunos años y la cercanía de su domicilio con el mío, un presagio. Era común ver su cara estampada en las paredes de la colonia y el área circundante, carteles con su retrato adheridas con engrudo a los muros, Dianita solo fue a las tortillas cuando tenía seis años, su papá la siguió con la mirada, pero una distracción o quizá un exceso de confianza fueron su error trágico, pues a escasos metros de su campo de visión, alguien se la llevó con gran pericia. Dianita tendría hoy treinta y siete años, aún conservo la imagen de su cara seria, apretando los labios como si se hubiera quedado con ganas de decir algo, un listón blanco adorna su cabeza. Con los años dejé de escuchar su nombre y rara vez pienso en ella, pero cuando se me aparece por el pensamiento, es inevitable volver a 1991 para sentir esa tristeza añeja.
Cuando cumplí la misma edad en que Dianita desapareció, sentía que algo malo me iba a pasar a mí también, no me daban miedo Chucky, ni Krueger, ni los vampiros, ni los muertos, ni la Llorona, mucho menos el Chupacabras. A mí me daban miedo los Robachicos, temía que me llevaran lejos de mis papás y de mis abuelitos a un lugar en donde ellos nunca pudieran encontrarme, para sacarme los órganos a sus anchas y ponérselos a niños ricos en estado terminal. Mis primos se encargaron de elaborar toda clase de historias macabras para aterrorizarme, alimentaron un miedo con el que no nací pero me acompaña desde aquellos años.
En mis trayectos matutinos hacia el Pedregal, el transporte público estaba lleno de estudiantes y trabajadores, casi siempre los mismos. Esas mañanas eran emocionantes porque veía desde temprano a algunos muchachos con los que intercambiaba miradas y sonrisas, me entusiasmaba saber que despertaba el interés de los chicos que me parecían más atractivos, aunque para mi desgracia no solo le atraía a los jóvenes de mi edad, los hombres mayores también comenzaron a interesarse, y eso me daba asco. Me incomodaban con la simple mirada: lasciva, cínica, grosera, insistente, indeseada ¿quién los enseñó a mirar así? A escudriñar los cuerpos femeninos para su satisfacción.
Una de tantas mañanas observaba por la ventana del transporte lo habitual: las luces de los autos, las aglomeraciones, las prisas, los puestos de pan, los tamaleros y sus triciclos, la gente tan diversa. Mi asiento estaba separado del respaldo por un hueco de unos quince centímetros de alto, espacio suficiente para que un hombre abusivo pudiera meter sus manos debajo de mi pantalón, e incluso, de mi ropa interior, quedé petrificada tratando de distinguir esa sensación cálida y envolvente concentrada en mis glúteos, tratando de descifrar si aquello que sentía eran unas manos, buscaba alguna explicación para saber de dónde provenían y cómo es que hábilmente se habían deslizado desde el asiento de atrás sin que nadie hiciera nada, el pesero iba lleno. Me quedé pasmada e inmóvil, con el gesto congelado, sintiéndome culpable por no poder voltear para defenderme. El miedo me paralizó. No pude moverme más, quedé como un antílope prensado en las fauces de su depredador, ¿qué hace una cuando sabe que ya valió madres? Dejarse morir o hacerse la muerta para sobrevivir, eso mismo hacen las zarigüeyas.
Minutos después de las siete llegué a clase de química y no se lo conté a nadie, no pude, cuando llegué a casa guardé silencio. Sentía vergüenza y culpa. ¿Por qué llevaba ese pantalón? ¿Por qué iba tan arreglada? Seguro que fue mi culpa por no hacer nada, por no gritar o pedir ayuda. Durante algún tiempo el trayecto ya no fue placentero, con los años olvidé esa sonrisa socarrona y su piel estúpidamente rosada como la de un cerdo, el infeliz seguro pasaba de los cincuenta. Al bajar, casi veinte minutos después del incidente lo miré y me miró, sostuvo la mirada y yo también, él triunfó esa vez solo porque me sometió de una manera infame.
Es pesaroso recordar el miedo acumulado, excesivo, constante, crónico e inagotable que ha acompañado mi condición femenina, pero estas anécdotas hoy se replican, se multiplican, reverberan con las demás, ahora se cuantifican, se gritan, se confrontan, se exhiben, ya no se callan.
Mi padre siempre dice que de todo tengo miedo, no tiene razón, lo único que me da miedo es aquello que me puede hacer daño, todo aquello que ha puesto en riesgo mi vida o mi integridad, no es algo que haya buscado o pedido aunque, por fortuna, no es una emoción perenne o patológica, solo que de vez en cuando me asalta la angustia de ser mujer y no solo eso, sino serlo en México; estoy segura de que muchas me darán la razón, es un miedo casi natural hacia el feminicidio, hacia la violencia. Pero eso, mi padre no lo puede sentir, porque sus cromosomas XY le han otorgado un gran privilegio.
En vísperas de mi cumpleaños número 34 puedo asegurar que vivo con menos miedo. Hace casi una década modifiqué la forma en que vestía y me gustaba vestir para no mostrar mi cuerpo más de lo debido, había visto mi cuerpo a través de ojos ajenos, a través de los ojos de mi madre quien siempre me dijo que no tenía cintura y así lo creí, “ya solo te falta tener cintura” decía, crecí pensando que algo me faltaba, con un sentimiento de insuficiencia, como si estuviera incompleta.
Hace un año me quedé sin casa y sin la pequeña familia que había formado, con mucho pesar volví a donde mis padres, retrocesión, volver al vientre, caminar con ayuda los primeros pasos, solo que esta vez con la mirada de una adulta. Con los ojos despiertos me doy cuenta de la violencia que pervive en casa, en la sumisión de mi madre o en la dominación furibunda de mi padre. Regresé a un hogar que creía íntegro, ejemplar, idílico-obsoleto. Un lugar sin democracia, donde el proveedor no provee y la madre lo da todo hasta quedarse sin nada. Una mujer que sustenta, une, integra, la energía buena de una familia en decadencia.
El otro día, uno de tantos que transcurren casi iguales, fue distinto. Después de que mi ginecóloga habitual se convirtiera en una gineco influencer y elevara catastróficamente sus costos, tuve que buscar a otra especialista, menos popular, aunque en ciernes de serlo. A esta otra ginecóloga la conocí luego de que una conocida publicara en Instagram la maravillosa experiencia de su parto humanizado. Para mi suerte, ella se autodefine en su perfil como: ginecóloga con perspectiva feminista y no pesocentrista “Salud en todas las tallas”. A decir verdad, eso fue lo que me incitó a pedir una cita con ella.
En la primera consulta no preguntó nada que me incomodara, ni siquiera reparó en mi peso, fue muy insistente en conocer mi estilo de vida, hábitos alimenticios, preocupaciones y sobre todo, en la relación que tenía con mi cuerpo; me explicó entre otras cosas, que el cuerpo lo resiente todo y también se adapta a todo para seguir viviendo, en pocas palabras mis padecimientos están directamente asociados a los traumas sufridos en perjuicio del mismo y no es nada sobrenatural ni esotérico, es bioquímica pura. “Transitaste de un cuerpo que te gustaba y amabas, hacia uno en el que no te sientes cómoda pero pasa desapercibido para los demás, esa es la forma que buscaste quizás inconscientemente para ponerte a salvo, para no morir”. Después de todo, nada carecía de lógica.
El cuerpo de las mujeres es camaleónico, mutable, volcánico y el mío no es la excepción, lleva años adaptándose a modas y preferencias universales, gustos varios, siempre dando gusto al prójimo. He pasado de la copa B a la copa D de manera intermitente, luego me he quedado en la copa C anhelando una B, mis pantalones han pasado varias veces por la máquina de coser de mi tía Coco, siempre dejando un margen de dos centímetros por si me da la loquera y me doy un atracón.
La primera vez que tuve en mi interior un espéculo vaginal tenía dieciséis años, me acompañó Laura, mi mejor amiga, ella se quedó afuera aguardando mi salida. Este instrumento permite la abertura del canal vaginal, es el método más común utilizado para realizar estudios como el papanicolau o la colposcopía y detectar así los indicios de alguna anomalía en los órganos genitales de una mujer. Estar recostada en una mesa de exploración del Seguro Social, con la pelvis levantada y las piernas abiertas, es toda una experiencia. Dos enfermeras redondas y malencaradas se limitaron a hacerme preguntas de rutina, que a diferencia de las de la doctora cool, me incomodaron bastante pues nunca antes me las habían hecho: fecha de última menstruación, número de parejas sexuales, método anticonceptivo, número de embarazos, número de legrados, por mencionar algunas. Para extrañeza de la mujer 1, contesté todo sin titubeos pues siempre he sido muy quisquillosa en esos menesteres. Ahí estaba yo, tumbada con la pelvis suspendida y a expensas de todo, sudorosa y avergonzada de mis adentros.
Naturalmente la reacción de mi cuerpo era impedir la entrada de aquel objeto extraño de frío metal que esa tosca enfermera trataba de meter a la fuerza, recuerdo la contracción involuntaria de mis músculos y la humedad de mis manos, tras un par de intentos, la mujer con toca blanca y chaleco verde, visiblemente desesperada me dijo: “ponte flojita como si te la estuvieran metiendo” ¡qué atrevimiento! pocas veces me he sentido tan humillada con una sola frase, por eso la recuerdo tan puntualmente, cómo tuvo la osadía de hablarle así a una muchacha asustada que iba a una revisión ginecológica por primera vez. Me pregunto si esa mujer ya se habrá jubilado y alguien mucho más reaccionaria que yo la habrá acusado por violencia obstétrica. Para fortuna nuestra, esas minucias ya son inadmisibles, en la actualidad muchas jóvenes exigen su derecho a ser tratadas con respeto y dignidad en cualquier institución médica.
Casi una década después del infortunio anterior, acudí con un ginecólogo por recomendación de un maestro en el cual yo confiaba mucho. El motivo de la consulta eran unos abultamientos inusuales en la mama izquierda, el médico en cuestión decidió que me haría un ultrasonido para cerciorarse de la procedencia y constitución de los nódulos, él siempre llamaba a una enfermera para la exploración, al finalizar el estudio, tomaba unas toallas de papel y limpiaba el gel conductor esparcido en mis senos, así cada mes durante tres meses, al cuarto mes mi esposo me acompañó y el ritual de limpieza que se me había hecho tan natural cobró un giro inesperado, el doctor tomó las toallas, me las dio y me ordenó ¡límpiese! Como si las veces anteriores no lo hubiera hecho él. En ese momento todo se hizo evidente, se clarificó el abuso sutil de su condición médica, la presencia masculina de mi esposo interpuso un límite implícito que le impidió tocarme nuevamente, salí de ahí sintiendo vergüenza como en tantas ocasiones. La misma vergüenza que siento ahora al recordar los juegos que hacían mis primos, que no eran juegos, sino abusos en los que el “dedo postizo” como lo llamaban y que salía de su bragueta no era un dedo (aunque lo pareciera), solo que yo no lo sabía, pero ellos sí, cuando me hice mayor lo comprendí todo, quién los viera ahora, tan padres de familia, padres de niñas tan vulnerables como lo fui yo por aquellas tiernas edades. Detesto ver sus fotos en las redes, esos cuadros perfectos de abusadores que han sido tan bien acogidos por la familia, y luego se preguntan por qué los quiero lejos de mi vida, ¿por qué los bloqueé del Face? con gusto se los puedo recordar.
En la segunda consulta que tuve con la nueva ginecóloga, llevé una serie de estudios de laboratorio que me solicitó, los observó con calma e hizo algunas anotaciones en su computadora. Diana: este es el plan a seguir…Luego, vamos a dejar que tu cuerpo haga el resto. Yo atiendo las instrucciones de todo lo que me dice y pongo una parte de mi recuperación en sus manos. Cuando me maquillo ya no me siento la más guapa, con trabajos me miro en el espejo y cuando lo hago solo encuentro defectos, ya no coqueteo con nadie y trato de no sonreír a desconocidos, si voy por la calle siempre estoy alerta, pero ya no me mortifico como antes porque confío en que “mi cuerpo, hará el resto”.
[1]Diana Meza Luviano (Ciudad de México, 1988) estudió Literatura Dramática y Teatro en la UNAM y Creación Literaria en el INBAL. Ha publicado en la revista Casa del Tiempo, en Bitácora de vuelos y Carruaje de pájaros. Disfruta de la escritura en general aunque tiene una amorosa predilección hacia la poesía.
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