María José Escobar (Querétaro, 1998). Licenciada en Letras Hispánicas. Ha participado con cuentos breves y microficciones en números de las revistas Ibídem, Oropel, Hipérbole Frontera y Tintero Blanco.
Nadie
Llegó cargando con un contenido incierto, acaso ropa, acaso comida, acaso tierra; el costal tiene cuatro agujeros previstos para que, por cada dos, se amarre un mecate de modo que se formen dos agarraderas para sujetar de sus hombros.
Un par de becarias dentro del recinto le prestan, pacientes, sus oídos. Aquella cuenta su trayecto a esas que no le tienen solución alguna. Se abstienen de preguntar de más, con el temor de desencadenar detalles tristísimos que no tienen la intención de procesar en horas laborales. Lo que saben, es que ella necesita renovar su acta de nacimiento y está siendo un martirio.
–Usted no aparece en el sistema –les cuenta que le dijeron– y aquí no se lo podemos arreglar.
–Justo a eso vine, a mi entidad de nacimiento. Me dijeron que acá me iban a solucionar.
–Pues no, una disculpa.
–De no existir –le dijo a la señorita– dígamelo ya, así me quedo más tranquila.
Pero no le respondió y siguió tecleando.
–En el DF, ahí en la Gustavo A. Madero a la altura de Arcos de Belén, la señorita que te digo me confirmo que no existo, entonces, ¿qué soy?
–Un fantasma– se rieron.
–¡Un fantasma!
Manotea con una mano y se ríe con una dentadura a la que le faltan lo dos dientes frontales.
Entonces, sosteniendo los mecates en puños apretados, toma un autobús de regreso a su casa donde habrá de permitirse, sin mayores problemas, ser nadie.
El ciclo
El gato le había colocado un presente al filo de la cama. No sabía cuántas horas llevaba ahí. Con mucho asco, puso el cadáver dentro de una bolsa de asa pequeña y lo tiró al bote. Y así lo hizo un par de veces en la semana.
–Para los gatos es mero juego. Como un niño, no igual, claro, pero cuando eres niño quieres saber muchos porqués y poco te importan los animales más chiquitos.
–Ah, sí, me acuerdo que yo las abría para ver qué tenían adentro.
–¿Y qué había?
–Tú más que nadie debería saberlo.
–Pues yo nunca destripé a una rana, me parece una salvajada.
Por la noche se acerca al estanque, los champujones nadan en todas las direcciones en cuanto sumerge la mano para tentar la viscosidad de alguno. Estira la mano y la acerca a la orilla, en donde reposan las que ya completaron su ciclo y la miran todas en fila. Con calma, logra tomar una y la mira detenidamente.
Al día siguiente, vuelve a pegar el grito en el cielo en cuanto se despierta.
Una angustia insostenible
Su comportamiento se volvió tan frenético que tuvieron que tomar medidas más severas. Lo dejaban salir cuando la urgencia de sus gritos era ensordecedora, tanto que ni el volumen de las bocinas podían apaciguar la desesperación en su voz. Quería hacer pipí, pipí, pipí, pregonaba. Entonces, resignadas, le abrían y él corría con todas sus fuerzas desviándose del camino al baño, directo a la azotea, gracias a que sus brazos largos y motivados de adrenalina podía escalar con facilidad y se subía. Quería ver qué pasaba. Era una curiosidad inminente y por eso se trepó al siguiente techo, el del vecino, que eran otros dos metros.
–Te vas a matar. Te vas a matar.
–No, no, sólo quiero ver qué pasa.