Manifiesto desde el Antropoceno | Narrativa

¿Qué nos depara el futuro que no hayamos visto ya?

 

Por Marco Antonio Hernández[1]

¿Quién soy yo para creer que el tiempo es una razón absoluta para militar en los claroscuros de la vida?

¿Quién soy yo para pretender que transito por el sendero de lo moralmente correcto, de la ética autoimpuesta por el destino manifiesto?

Doy un paso, luego el otro. Camino, busco el destino que me corresponde vivir. Asisto al desequilibrio de las sensaciones vacuas, el vacío de lo que funciona por sí solo.

La vida transcurre en piloto automático, mientras una inteligencia artificial construye escenarios de lo posible, buscando en una base de datos todo el conocimiento dado por la experiencia humana, cuya última actualización se dio al salir del estado de naturaleza.

Me he quedado sin respuestas y las circunstancias ameritan un reencuentro con mi otredad.

¿Dónde ha quedado el justo medio de mis esperanzas?

Me ubico en el caos democrático, asfixiado por un eterno trámite burocrático que me garantiza una sola cosa: el eterno retorno.

Zigzagueo, de derecha a izquierda. Milito, resucito, elimino y transformo. Es hora del cambio, me digo. Continuidad, regresemos a la era dorada de lo inaudito. Ahí viene el futuro, disfrazado de presente para confundirse con el pasado participio.

Cabalgando la desigualdad, veo llegar al libre mercado. Delgaducho, engreído, demacrado. Su cirugía neoliberal le ha deformado sus cimientos. Dejen pasar, dejen hacer, grita a los cuatro vientos.

Viaja de puerto en puerto, como el siete mares. Quién diría que está casi muerto.

 

Un peligro acecha al mundo libre, dice.

Ha sido testigo del demonio del socialismo, se hunde en el terror. Con dramatismo quijotesco enuncia los pecados que ha cometido dicho sistema.

Riqueza para los pobres, se horroriza.

Justicia para el desprotegido, dice incrédulo.

Voz para los ignorantes, solloza.

Democracia para el pueblo, ironiza.

 

Desde su panóptico vigila el cambio. Le teme.

Los ve tan cerca del congreso que aglutina a sus corifeos que, cual si fuesen sirenas, cantan al oído del incauto:

Ahí viene el populista, cuidado.

Es un peligro, temedle.

Demagogo, advierten.

Naco, califican.

 

¿Quién soy yo para ignorar el espíritu del tiempo?

¿Quién soy yo para dejar en visto al espíritu absoluto?

¿Quién sería sin este caos democrático?

Un hombre diminuto de alcances limitados.

 

Presidencialismo, sí.

Multipartidismo, no.

Pluripartidismo bipolarizado, sí.

Democracia y secreto, no.

 

El futuro

El futuro de la democracia

¿Ya Bobbio usted a la normalidad?

En un sentido aristotélico, sí.

 

¿Quién soy yo para superar al super hombre?

¿Es el antropoceno el último horizonte?

El futuro es presente.

Pasado, mañana.

Pasado mañana, será el futuro.

 

Camino inmerso en una contingencia ambiental que no es casualidad, sino consecuencia de la desigualdad y el progreso que han invertido en privatizar la calidad del aire que entra por mis pulmones.

 

Pero tranquilo, amigo mío, están cerca las próximas elecciones y con ellas el cambio tan esperado.

No, no regresaremos a la era dorada en que la vida era más fácil, según lo han dicho los boomers. Entraremos en una nueva fase del antropoceno en que las energías limpias terminarán por contaminar lo poco que nos queda por destruir.

 

¿La vida necesita de una batería de litio para recargarse de resiliencia?

 

Vivamos el presente desde el más recóndito de nuestros recuerdos.

 

Mi jefe era fan del Rockdrigo, el poeta del nopal. Vivía fascinado por la ironía de su vida: el juglar que le canta a una ciudad que terminará por sepultarlo en sus escombros.

 

Cada mañana, mientras me llevaba de la casa a la escuela, hacía sonar el estero de su vocho con aquella rola que dice «no tengo tiempo de cambiar mi vida…»

 

Tiempo ingrato, tiempo necio, tiempo que va y viene, tiempo en movimiento de rotación y traslación, tiempo que no alcanza, tiempo que se encarece, tiempo para no tener tiempo. Algún día nos haremos tiempo…

 

Nacemos con el tiempo en contra, somos tiempo perdido, mal gastado, devaluado. Somos demasiado jóvenes para entender el porvenir y muy viejos para cambiar el mundo.

Cada nueva institución es el reflejo del fracaso.

 

Hay decisiones que cuestan vidas, momentos en que la historia pareciera caminar en sentido contrario a la razón. Para nadie es un secreto que somos muchos los que hemos pagado los errores de unos cuantos.

Es una deuda ilegítima, cargada de odio racial y discriminación. Justificada en el clasismo recalcitrante. Ahí, donde el jinete de la democracia cabalga sobre el corcel de nuestra soberanía y va degollando a sus enemigos.

Hace dieciocho años. Hace dieciocho años que el tiempo se detuvo. Polvo y sangre, daños colaterales.

 

¿Qué ha pasado? ¿Pasado? ¿Presente? Futuro. De pies a cabeza, de cabeza, los pies en la cabeza.

 

En círculo, discutían aquellos que construían acuerdo, el pacto. Señores y dueños de la democracia institucional. Voceros de la verdad con visión corporativa.

 

— No podemos correr riesgos.

— No debemos correr, Emilio.

— Háganle saber al pendejo de Vicente que esto urge, pero que no sea tan obvio. De plano la discreción no es lo suyo.

— Por eso mismo les he dicho que la solución está en sembrar miedo, terror, ansiedad. Lo único seguro es la inestabilidad. Hoy estoy, mañana no sé.

— Tienes razón, Ricardo, pero no hay que pecar de pendejos. Todos los aquí reunidos jugamos un papel importante, de aquí saldremos con la minuta que debe llegar a manos de Vicente. Los acuerdos generados en esta reunión serán letra escrita en piedra, los mandamientos para esa bola de mediocres representantes del pueblo, ja.

— No la chinguen, si la decisión es de tal magnitud, ¿por qué no invitamos a Carlos?

— A ese cabrón le sobra dinero, pero le faltan huevos. Estará con nosotros cuando todo el plan se ejecute, por eso no se preocupen.

— El pendejo de Vicente ya se tardó. ¿Cómo chingados es que ese cabrón llegó a ser el presidente?

— Fue una decisión que se tomó hace seis años en este mismo salón, Ricardo.

— ¡Qué rápido pasa el tiempo!

— El poder se nos escapa como agua entre las manos.

— Por eso hay que poner orden. Claudio, escribe la minuta.

 

En algún lugar del mundo a 18 de marzo de dos mil tantos.

 

Los aquí reunidos hemos acordado ser los dueños del país, imponiendo leyes e instituciones. Por lo que se alcanzaron los siguientes acuerdos:

 

  1. El voto es libre y secreto. Líbrenos de la izquierda y guarde el secreto de quién le dio ese billetito antes de entrar a la casilla.
  2. Somos un país demócrata. Seamos ejemplo de civilidad dando valor diferenciado a los votos.
  3. Seamos ciudadanos informados. Infórmese en los medios circulares que nosotros monopolizamos.
  4. Ganamos las elecciones. Reconocer la derrota es permitir la especulación. ¿Fraude o patriotismo? ¡Venceremos!
  5. Comuníquese a quien corresponda que el ejecutivo responde ante este comité.

 

 

— Es una conjura contra el ciudadano.

— No se le ocurra llamarle pueblo a esa bola de individuos trasnochados.

— Hemos dejado atrás la política de masas. — ¿Para cuántos kilos de tortillas alcanza el salario mínimo?

— De mínimo se come un taco de sal.

— ¿A eso llaman bienestar?

— Estamos llamados a protestar.

— Si Zapata aún vivirá…

— Que no lo traicione la nostalgia.

— La nostalgia es la herencia hollywoodense.

— ¿Listo para la próxima película de superhéroes?

— Spoiler alert: Nada sucede como usted imaginó.

 

 

 

 

[1] Marco Antonio Hernández. Politólogo y escritor. Nacido en 1990, habitante de la periferia (es decir, mexiquense). Ha publicado ensayos, microrrelatos y cuentos. Actualmente se desempeña como superviviente del neoliberalismo.

 

 

 

Publicado en Obras literarias y etiquetado , , .

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *