Por Ana Laura Corga[1]
Un día desperté y me encontré en este lugar. No recuerdo muchas cosas; una señorita que siempre viste de blanco me llama Lucía, supongo que así me llamo. Al menos es así como me reconocen las personas de aquí. Los días transcurren entre el despertar, comer y dormir. A decir verdad, también se me pasan los días entre llorar, cagarme en la cama y vomitar la comida que me dan. No entiendo por qué insisten en darme un caldo espantoso que me hace daño; no me gusta, con todas esas cosas flotando entre la grasa de la carne de los animales. Peor aún si ya les dije que soy vegetariana.
—Lucía, ya duérmete. Mañana no te vas a querer levantar— me dice la señorita de blanco. Que me explique por qué quiere que me duerma. Si siempre hago lo mismo, nada. Paso mis días sentada en esta silla de ruedas y apenas puedo hablar. A veces intento platicar con otras mujeres aquí, pero dicen cosas inconexas; no entiendo nada. Otras sólo babean.
Mi canción favorita empieza a sonar: —Ponme la mano aquí, Macorina; ponme la mano aquí… Noche, huateque y danzón… Ponme la mano aquí, Macorina…—.
—¡Lucía, voy a tener que darte una pastilla para que te duermas! Vas a despertar a tus compañeras—, dice nuevamente la señorita de blanco. Nunca me deja cantar cuando suena mi canción; creo que le da envidia, no debe tener una Macorina.
Pero no tengo sueño y ya todo está obscuro. Empiezo a escuchar unos ronquidos, como de leones dentro de la habitación. Parecen cuatro leones enormes, peleando entre ellos para ver quién ruge más fuerte. Me quedo mirando hacia la ventana; es mediana y tiene unas cortinas claras, por lo que las luces de la noche se dibujan por las transparencias. Tiene barrotes, ¿a poco creen que alguna de las mujeres que babea se va a escapar? ¡Por Dios!
Mis ojos dan vueltas, intentando conciliar el sueño. Veo a lo lejos a mi Macorina, llegó en un caballo negro; viene por mí para irnos a la milpa a ver el cielo. Pero creo que no es ella, se va desvaneciendo, sus ojos se hacen grandes como los de una lechuza, se encorva, su cara se desfigura, se ve desaliñada y me grita. Grita fuerte, atormentada. Grita en mi oído, se sube por mi cuerpo como el viento, avanza de abajo hacia arriba y grita otra vez, su grito es chirriante, desesperado.
—¿Qué te pasa, qué quieres?—, le digo. Pero no responde, viene y grita y se va. Me despierto de golpe; parece que todo fue una pesadilla. Qué extraño es todo esto. No sé qué hago aquí. Creo que quiere que me escape con ella a través de esos barrotes. Seguro por eso los pusieron, para que no me vaya. ¡Sí, seguro! Pero mi cuerpo no me llevaría nunca hasta ahí, ni siquiera puedo levantarme sola. A veces ni me responden las manos, tiemblan, no pueden sostener ni una cuchara. Por eso la señorita de blanco me da de comer en la boca de mala manera. Le complico los días, parece. Aunque no es mi intención, le pido perdón.
Cierro nuevamente los ojos, tengo otro sueño que parece más lúcido; hasta parece un recuerdo. Conozco a esta mujer que me habla. ¡Oh, sí, es mi Sandrita! ¡Qué hermosa es mi hija!
—Mamá, te vas a tener que quedar en este lugar por un tiempo. Tus nietos y yo te visitaremos todos los sábados.
—No quiero hija, tengo miedo, quiero estar en mi casa con mi perrito y mis cosas. ¿Por qué no puedo quedarme en la casa? La conozco bien, puedo cuidarme sola.
—No mamá, no insistas, lo hemos decidido y te quedas aquí.
Empiezo a llorar, despierto entre sollozos; escucho al fondo a otra mujer llorando también. No es cierto, no vienen a verme cada sábado, no han vuelto nunca más. Me quedaré aquí para siempre, con estas mujeres que no hablan y babean, con esa señorita de blanco que me regaña y sin mi Macorina.
[1] Ana Laura Corga. Soy mujer, feminista, escritora y soñadora. Nací bajo el sol de capricornio en la ciudad monstrua (CDMX). De raíces oaxaqueñas y guanajuatenses; mezcla de identidad, migración e historias. Algunas veces, la mejor guerrera de las diosas.