Por Andrés Gómez[1]
Menard declaraba que censurar y alabar
son operaciones sentimentales que
nada tienen que ver con la crítica.
Un eterno silencio para los que mueren
a vuelta de esquina.
En esta ciudad de iglesias se siente una gran necesidad de pecar.
¿Por qué la vida de la gente que escuchaba boleros
suena siempre tan cursi?
1
Tantas veces vio las mismas sombras alargándose y encogiéndose sobre las paredes magulladas de Chalico diecinueve. Tantas veces observó cómo los contornos se deslizaban entre el suelo pegajoso y el techo arrugado por el humo; entre los acordes tendidos de una vieja canción de desamor los bultos alcoholizados maniobraban el corazón en cada movimiento sincronizado. Tantas veces se reconoció solo frente al espejo, desdoblado en el reflejo de una botella de cerveza, figura agarrada de una estampa azteca. Los ojos le pesaban de tanta lágrima acumulada en los pozos que acotaban el relieve de su rostro. El calor del alcohol le adormecía los labios con cada beso. Luego salía a la noche y trastabillaba sobre las costillas de San José de Jalpa, guiado por el olor a cloaca. Observaba cómo las cabezas de las iglesias lo señalaban con sus campanarios punitivos, mientras deslizaba su cuerpo flotante sobre los grafitis. San José de Jalpa aún reposaba su torso quemado. Se podía escuchar el crujir de sus huesos exhumados.
Tantas veces se precipitó sobre una esquina cualquiera con la vejiga llena y su sombra se encogía detrás de él. A más pasos su contorno se desvanecía. Para cuando llegaba a la esquina de Maclovio Herrera se sentía un punto muerto, inerte sobre la banqueta, desmadejándose con cada bocanada. Tantas veces repitió aquel ritual bucólico, dipsómano y masoquista. Y al llegar a su cuarto, trastabillando bajo el umbral de su puerta, se observaba observándose en el espejo reflejado en sus ojos, mientras que una voz iracunda le repetía los versos que aprendió años antes: Padre mío // que estás en los cielos // ¿desde allá arriba no se oye el dolor?
Tantas noches cayó rendido ante el mareo de las musas ebrias en el ataúd que cada noche surgía entre las cuatro paredes de su habitación. Square rooms. Y desde el mar quebrado que era su cuerpo observaba las pinturas que trazaban sus ojos sobre el techo. Primero vio una dalia, y de ahí le siguió un vómito de imágenes quebradas, una noche de septiembre rota, la primera en casa de Basunta. Un puñado de dalias violetas encadenadas a través de los márgenes del parque, la luz del oxxo brotando flores sobre sus pupilas. Sentado en la banqueta, escuchaba los truenos que apenas escapaban del cielo. Tantas noches ofreció su cuerpo en la hoguera azabache a los dioses aztecas aplastados por las torres y las cúpulas. Looping the loop en el trampolín romántico del cielo. Esperaba en tierra, a la orilla del mar de automóviles, a que Noé saliera con tres six de carta blanca, y a su lado Basunta que tenía una botella de whisky. La botella es para mí, ni de loco tomo orines de teporocho// por eso llevo el bueno en mis manos, Dani, que los pobres degusten pobreza//. El parque, como cualquier día a esa hora, resguardaba los ecos del día. Y mientras que los ruidos descerrajan las puertas, la noche ha enflaquecido lamiendo su recuerdo. Aquella casa atorada en un rincón del rompecabezas que empezaba a ser San José de Jalpa. La música palpitaba en el interior y sumergía a la morada lejos del silencio provinciano. Tantas veces escuchó aquellas canciones de barrio a partir de esa noche. Qué lindo es vivir la vida así. Sus manos frías dentro de sus bolsillos, los labios partidos ansiosos de cebada, la mirada abarrotada de inquietud, el alma inquieta de alboroto. Recordaba la puerta de madera con una calcomanía pegada que decía: este hogar es anti-Paz, no aceptamos piedras de sol ni semillas para himnos. ¡Viva el gran cocodrilo! ¡Viva la poesía sin subsidios! ¡Viva doña Elena Garro! No le hagas caso, lo puso el chistosito de Bernardo, ya no lo pude quitar sin dañar la puerta // trancas, primo, sólo fue una broma, ustedes los pazzianos no aguantan nada// pero yo sé que lo hacen por envidiosos, ya lo dijo don Octavio “para el mexicano la vida es una posibilidad de chingar o de ser chingado”, y ustedes nada más les gusta estar chingando// quiero tener granadas en lugar de huevos, quiero amar también a los humanos y despedirme de esta prostituta infecta; planeta de giros elegantes, quiero terminar atropellado en un muro descriptivo// ¿Qué haces?// Dicen que si recitas a un infrarrealista puedes exorcizar a un pazziano; eso, o con que ya no le des subsidios// Que agradable es mi primo, ¿no, Daniel? Luego entraron a la casa y de golpe una escena que podría haber filmado Juan Ibañez: la habitación de la sala tapizada de largos libreros, las paredes salpicadas de copias de Soriano, Rojo y Cuevas. Laura se escondía detrás de la puerta mientras los tres avanzaban entre el bullicio. Y laten en el pecho los colores lejanos de sus ojos. Se imaginó dentro de algun santuario a Baco de la Edad Media mexicana. Dejó la chamarra en el sillón, pues sintió la temperatura subir por la fricción de los cuerpos en el combate de la cumbia. A lo lejos, Laura esbozó unos ojos iluminados, mientras las orejas de todos vibraban, los vasos de plástico sudaban. Él estaba confundido y aturdido. No esperaba la cumbia, ni el baile, ni las mujeres. Le sirvieron un whisky, campechano, que se inyectó en la lengua. No te preocupes ya casi se van las gemelas. A mi tampoco me gusta el baile, y todo esto, pero no estoy en mi casa, así que… Salud.// Salud//. Tantas veces vería aquella cadera moviéndose de esa manera. Los chinos atados como un ramo coronándole la cabeza. Era una flor carmesí que movía sus hojas al ritmo de una canción ruletera “suelta el listón de tu pelo”; quedó contenido en ese pedazo de tiempo que era cortado por las trompetas, por algún motivo sus piernas se movían al descompás, sería la primera vez que vería aquel ritual hipnótico, como él le llamaba. Estoy a la intemperie de todas las estéticas. Antes de llegar a la casa aún tenía el poema grabado en la cabeza, el que había terminado ayer, lo memorizó para leerlo en la reunión, tal vez después de que todos se presentasen con él, pediría un momento para deleitarlos con su poesía; o acaso, en un arranque de inspiración, se levantaría de su asiento, y entre los rostros boquiabiertos de las mujeres y el entrecejo de los hombres, improvisaría un soneto. Cuando despertó al día siguiente, en su ataúd metafísico, le dolía la cabeza, y los labios y la lengua y la garganta le ardían, sentía que se le deshacían, que desaparecerían en un trago de saliva. No logró dar su soliloquio, luego del segundo vaso se dejó llevar por el alcohol, el humo canábico y los deslices de cadera, y los ojos de Laura, pero más por el alcohol. Miraba aun su techo cuando se dio cuenta del tiempo, lo palpó y sintió una comezón en el cerebro, le temblaron los pensamientos, se mordió el pecho con los brazos, olió el perfume de Laura en su cuello. Silencio, dejadme rezar mientras el viento arranca las raíces de mis huellas. Sacó un cigarro del bolsillo de su camisa, tentó su pantalón y tomó el encendedor. Antes de encenderlo, se detuvo y miró fijamente los objetos. ¿Desde cuándo fumo?// Tantas veces, desde aquel día, las sombras le dieron un nombre y ellas dejaron de ser humo.
2
Todos los que han vivido en el Mayab han oído el dulce nombre de la princesa Sac Nicté, que quería decir: Blanca Flor. Ella era como la luna apacible y alta que a todo mira con tranquilo amor; como la luna que se baña en el agua quieta, en la que todos pueden beber su luz […] Está escrito en la oscuridad quién era; pero los que la vieron con sus ojos le llamaban así como se llama. Este su nombre que respira al decirlo, como el olor del campo al amanecer. Dicen que la princesa Sac Nicté nació en la noche clara en que el “lucero en que brilla la vida” se junta con el sol […] El último príncipe Canek era el gran señor de Chichén-Itzá, cuando acabó la segunda vez, Vamos a decirlo y a cantar el amor desdichado de la Serpiente Negra con la Flor Blanca de Mayab {…] El príncipe Canek, cuando tenía siete años, mató una mariposa y la deshizo entre sus dedos, que se llenaron de colores resplandecientes. La noche del día en que hizo esto, soñó que se convertía en gusano […] Cuando este príncipe tuvo tres veces siete años, fue levantado a rey de los Itzaes, y en ese mismo día vio a la princesa Sac-Nicté […]
La princesa Sac-Nicté, cuando tenía cinco años, dio de beber a un caminante una jícara de agua fresca. Y mientras se la daba, miróse en ella, y el agua reflejó su mirar y su rostro. En el agua de la jícara brotó una flor […] Cuando ella tuvo tres veces cinco años, vio al príncipe Canek, que se sentaba entonces en el señorío de los Itzaes. Y ardió su corazón con la llama del Sol nuevo […] La Serpiente Negra vio entonces a la princesa Blanca Flor, y se retorció su vida. […] Vino un enanillo viejecillo y dijo al oído del rey: “La Flor Blanca está esperándote prendida entre las hojas frescas: ¿has de dejar que otro la arranque para él?” […] Príncipe Canek, ¿quieres arrancar para ti la flor blanca del Mayab?
En algún pequeño pueblo atorado en el ombligo de alguna sierra madre nacieron dos gotas de lluvia aterronadas: Nicté y Mixtli. La primera, dueña de unos ojos escandalosos; la segunda, de un cabello de igual manera. Ese pueblo, labrado por el viento y por el canto del jilguero, estaba tejido bajo la sombra del cerro del coyote, desde cuya cima se podía observar, muy entre la bruma, a San José de Jalpa, con sus nubes grises y sus murallas de acero. Frente a él, otro cerro encerraba al pueblo por el sur: el de la Serpiente, coronado por una cruz recortada hace siglos, y que según las voces de las paredes pueblerinas, eran restos de una hoguera donde quemaron a brujas en la infancia del pueblo, de ahí su color tatemado, como la sangre de las brujas.
El pueblo olía, apestaba a incienso. En el verano las caravanas de feligreses atestaban las veredas, el atrio, la plazuela, con sus pies callosos y su olor a santo muerto. La familia Adame tenía su casa fincada en una de las tres lomas sobre donde se asentaba el pueblo: la loma de las ánimas, la loma colorada, y la lomita, en cuya cima los primeros Adame construyeron su hacienda para protegerse de los chimecos. Una hacienda que se levantaba en soledad, y como suspendida en una atmósfera ajena al pueblito. Desde su posición estratégica –la lomita, de las tres lomas, era la más alta- vigilaba el dormitar de las casitas; y como si se tratase de un espejo, justo frente a ella, el templecito a san renovato le miraba con una envidia extraña. ¿Quién fue el primero en llegar a ese pozo incrustado en la nada? ¿El misionero renovato fray Juan de las Cánovas, enviado del cielo y hermano de todos; o don Justo Adame, vengativo terrateniente de Albarracín? Los hijos de Adame, desterrados de la comunión del pueblo, fueron condenados al incesto involuntario, y así la familia fue creciendo.
El pueblo los veía desde abajo y a lo lejos, encerrados en la magia de lo desconocido, de lo innombrable. Todos sabían del pecado que corría por sus venas. Por eso no se explicaban el porqué de la belleza de la familia. Por años esperaban a que algún Adame naciera con una deformación, o que no naciera. Pero la familia seguía creciendo al paso de los años, y su belleza de la misma manera. Nicté y Mixtli nacieron el mismo día que se inauguró la central de autobuses en San José. Dos cuatas que compartían el mismo perfil adámico pero que, al no nacer gemelas, se fueron distinguiendo la una de la otra con el paso de los años. Fueron educadas, como todos los hijos de Adame, dentro de la hacienda. Eran niñas recatadas, con modales, finas de espíritu.
Acostumbraban salir dos veces a la semana de la hacienda. Los sábados acompañaban a su madre al mercado del pueblo para surtirse de lo necesario; los domingos iban con su padre y con su madre a ciudad Aldama, sobre todo después de la época de lluvias, cuando Aldama se convertía en un hermoso tapiz de árboles y flores: cazahuates, copales, biznagas, pochotes, alhelís, matorrales, mezquites, oyameles.
Cuando paseaban por los jardines del centro del pueblo, en ese camino que hacían del mercado a la casa, la gente las miraba al rostro con envidia. Su madre, la más altiva de las tres, se revoloteaba todita. Con sus zapatillas relucientes, los vestidos de moda en el país, sus sonrisas de mazorca, los sombreros finos helándoles el cuero cabelludo. Hasta en su forma tan estilizada de caminar se distinguían del resto, que siempre parecía cargar un costal entre los hombros y la mollera. Ellas se sabían observadas por los demás y alzaban más el pico; los demás sabían por qué alzaban más el pico, y no les quedaba más que tragarse su orgullo.
De las dos hermanas, Mixtli era la más alta, aunque sólo por pocos centímetros, a pesar de su diferencia de edad. Eran dos trigales. Los trigales más hermosos del pueblo. La admiración de los hombres era inevitable. Hasta el hombre más viejo o el mejor padre de familia no podía evitar que su mirada fuese arrastrada por los atributos de las Adame, que al unísono les crecieron, con mayor rapidez desde la pubertad. Toda mujer del pueblo sabía esto, y por eso mandaban confesar a sus maridos, a sus tíos y a sus hermanos por lo menos dos veces a la semana. Hasta el padrecito Marcos no se escapaba de tan delicioso pecado. Tantos pretendientes, de ellas tan Penélopes serranas, las seguían con su mirada desnudadora, y con el deseo entre sus piernas les arrancaban la ropa enterita.
Los primeros sueños húmedos de los chamacos (y en ocasiones de las chamacas) fueron gracias a las faldas cortas que usaban las hermanas Adame, o a los escotes exagerados (según la vox populi) que cubrían los cuerpos excitantes de las cuatas. Esa era la ropa que se usaba en San José, la que en todas las capitales se vestía, a imagen y semejanza del país vecino. Nicté y Mixtli fueron en años futuros los modelos de mujer que los chamacos, ya adultos, buscaron al elegir esposa; y que los más viejos, desde su caparazón, observaban con arrepentimiento. Y así el pecado ocurría por encima del pensamiento, y por debajo del ombligo, mientras las campanas de la iglesia repicaban.
3
Se venden colores para todos los amores
Cucharadas de olvido, con gotitas de otro amor
La mujer que quise me dejó por otro
AZOR. Movía la palabra de la boca a la garganta, y de la garganta al pensamiento. La vestía de conceptos afines; luego la desvestía, despejándola de significado, masticándola con suavidad. No le parecía que allí estuvieran todas las palabras, que en cuatro letras dispuestas en el espacio estuvieran todos los conceptos, todo lo que fue, es y será.
Su primer encuentro con el grupo había sido hacía ya tiempo. Mientras se bañaba la palabra lo abordó, y después de la segunda enjuagada ya tenía el recuerdo de aquel día de nuevo en la cabeza. Lo primero que observó fue el hermetismo que rodeaba la casa. Ni una nube se le acercaba por encima, ni entre los costados. Pasó el umbral y un frío de congelador le abrasó los vellos. César, después de abrirle la puerta, lo guio a través del pasillo de madera. Le preguntó si podía fumar ahí; le contestó que afuera, donde los demás los esperaban. La escena que vio al salir al patio fue la única que recordaría de aquellas reuniones en la periferia de San José. Horacio, con las manos apretadas en los muslos, observaba la plática de Dante y Virgilio, mientras su pequeña joroba se asomaba con gracia. Sus dos amigos se confrontaban saliva contra saliva; Dante movía las manos, frenético, y Virgilio entretomaba del vaso, a la par que respondía los argumentos del otro. Mientras avanzaban un olor a incienso le inquietó la nariz, y los oídos se le llenaron de una musiquita, como soplada por el viento, de esa que llamaban “clásica”.
Sobre el patio los cuatro formaban un cuadrado, como si fuesen a invocar en cierto momento a algún espíritu shakesperiano. El ritual, llevado a cabo cada tres días, suponía un abandono en el goce intelectual. Los cuatro, cada uno en su posición más natural (aunque Daniel nunca logró obtenerla), se disponían a leer por turnos el texto que habían traído. Un silencio tembloroso los abordaba después de la lectura en voz alta, para luego bombardear de cuestionamientos, sugerencias, felicitaciones, miradas de todo género, al lector en turno. Al principio, Daniel no entendía muchas de las palabras que sus iguales usaban. Pero con el tiempo, esto le importó poco; sólo pasó como una sombra sobre el código en el que se dirigían. Podía pasarse una tarde entera frente a ellos sin decir una sola palabra, sobre todo en las primeras. Pero la necesidad lo obligó a esforzar su vocabulario para hacerse entender. Daniel entrenó allí mucho el oído, tanto que lo sintió más hinchado de lo normal. Patricia se lo hizo saber. “Te están creciendo las orejas, asno”. Para ella, desde que Daniel habituó esas reuniones, se empezó a convertir en un asno, que sólo rebuznaba palabras que sólo él entendía, no la dejaba en paz: que si Shakespeare aquello, que si Borges lo otro. Ella prefería el silencio de antes luego de tener sexo, que los monólogos que se inventaba, vociferando para su propio placer post-coito.
Entre la intermitencia de sus encuentros con Patricia y sus encuentros con el grupo, Daniel logró escribir treinta cuentos en menos de medio año (todos malos según los cuatro: el grupo y Patricia). Nunca volvería a producir cuentos como en aquella época, en la que descubrió la palabra azor, antes de darse cuenta que era el nombre de un ave. “En AZOR están todas las palabras contenidas, y ninguna es AZOR”, le había dicho César. Al estilo de Flaubert, el grupo había formulado una especie de teoría del cuento alrededor del azor, “la palabra exacta en el momento oportuno”. Esa palabra le vino a la mente mientras se bañaba; Abril lo esperaba desnuda en su cama. Abril en la cama sólo significaba que era viernes.
- Andrés Gómez (Silao, México, 1996) ↑