Por Tania Reyes Vázquez
Las personas sí olvidan lo que pasa en sus vidas. Olvidamos la mayoría de las grandes cosas, de esas que transitan de manera casi efímera, esas que son tan cotidianas y ordinarias. Pero los pequeños detalles son los que nos sostienen el presente y el futuro de lo que somos. Tenemos momentos que deseamos reprimir, tal vez algo de vergüenza o enojo y con algo de suerte somos dueños de ellos, así como de todo lo que queremos conservar, así como todos deseamos proteger. Lo que no solemos tener en mente es que algunas veces el tiempo, en combinación con la ausencia de alguien, borra lo más preciado de tu pasado, te obliga a perder lo que anhelabas atesorar.
La acidez de su temporada, lo dulce de sus gajos, guardaban lo poco que me quedaba del recuerdo de una naranja. Me aferro a sentir la harina esponjada, el huevo en mezcla con la mantequilla azucarada y la receta dictaba que la ralladura no fuera amarga. Esto me lo dijo mientras veía cómo, con cuidado, rozaban las cuchillas sobre la cáscara cayendo sobre la harina y encima del recuerdo que estaba alimentando en mí. Con una pizca de sal que une todos los sabores, con unos mililitros del jugo del cítrico, haciendo que recuerde lo dulce de la tarde en que se horneó. El recuerdo me dice que fue de una forma rústica, por lo que muchos pensarían que improvisada ante la ausencia de un horno adecuado.
La mezcla de masa y de manos que la hicieron fueron vaciadas sobre mantequilla y harina, tratando de evitar que se quemara o se pegara en la superficie de la olla, la forma de hornear fue tradicional y, hasta hoy, excepcional. Mi madre lavó mis manos, el agua era fresca y adecuada para el verano, quitando el dulce del jugo que dejaron las naranjas exprimidas cuando las chupé llevándome todos los gajos de la cáscara.
La olla se quedó sobre una flama baja que calentaba con paciencia, a diferencia de los pequeños que ya tenían un plato y tenedor, listos para no dar tiempo de que enfriara el panque. La flama tenía el tiempo necesario de cocción y solo quedaba confiar en el tiempo que se llevaría. Al quitar la válvula de escape, o tapón como yo conocía, el que liberara el aroma de aquella tarde y con el fuego apagado. Había terminado la espera para saborear la combinación de los sabores y conocer el resultado, pero ese final no fue el que se esperaba, pues el postre de aquellos niños se quedó atorado dentro de la olla, la cual a pesar de los golpes incontables con un martillo y desarmadores haciendo una palanca, no se abrió y se quedó apretada junto a muchas memorias que se quedan encerradas bajo presión y aunque la forma no fue la imaginada, con un popote de plástico, logramos extraer migajas del panque de naranja.
Aquel fue el mejor panque que había logrado hacer mi madre, los residuos fueron de lo más delicioso, 5 niños estaban alrededor de la olla buscando desesperados su turno para enterrar el popote entre la olla y lo esponjoso del postre. La succión nos cansó, el esfuerzo había sido demasiado para continuar por solo gula o la desesperación de solo probarlo.
La olla fue arrojada a la basura por completo, sin intentar buscar a un especialista, alguien que cuidara el recuerdo y lo almacenara en un lugar adecuado.
En la cafetería de hace una semana, volvió el panqué, pareciera que esperó el día caluroso como en el que había sido hecho. Sabía al mismo roce de las manos de mi madre, sabía a la risa de mis hermanos y primos alrededor de la olla, sabía al deseo de querer más, pero solo quedándose en ese deseo, entreabierto. Sabía al aroma de mi madre y al tacto de mi mejilla en su vientre, a la suavidad de sus manos y a las caricias de las mías sobre su cabello. El postre cumplía con un costo accesible, no más de $50 pesos, pero me hizo pensar que mi nostalgia tenía un precio sobre la carta. Que poco valía mi recuerdo y tan caro mi olvido.