Por Anyela Botina[1]
A la que fui
Sufro de vértigo y el bus me lleva volando en la puerta, el chofer mira a los pasajeros por el espejo y les dice: “me colaboran”, la gente se mira la una a la otra y aprieta el estómago. Un hombre me deja pasar al fondo del bus y siento más alivio. Los buses de las ocho son los hogares que albergan los olores jugosos que dan de comer a esta ciudad. La gente tiene los ojos en el suelo y parece que todos fuéramos helado derritiéndose a setenta kilómetros por hora. Encuentro un lugar confortable, pero un chico me toma de los hombros y me dice “perdona muñeca” y yo quisiera decirle “tranquilo muñeco”, pero estamos tan cerca que ya nos adivinamos los pensamientos. Los ojos del chico son como un chocolate con espuma que dan ganas de revolverlos con una cucharilla y crear caminitos de chocolate en ellos. Los ojos de Manuel no eran así, los de él eran como un túnel con una luz encerrada allá bien lejos donde a veces daban ganas de escaparse y sacar de vez en cuando la cabeza. Manuel me enseñó a qué olían los días con lluvia y que las lluvias de los domingos huelen a parque de jubilados. Es una lástima que ya no esté, que se haya ido tan lejos. A veces me imagino que vuelve y me enseña a qué huele la lluvia de los miércoles, porque jamás vimos llover un miércoles.
Un hombre lleva un bolso que suena como a platos y cucharas. El hombre tiene pedacitos de ladrillo en la cabeza y ahora que me acuerdo me pregunto ¿qué será de Lorenita? Su papá pegaba ladrillos en un veinteavo piso en un lugar lejano, así como Manuel, solo que Manuel no pega ladrillos. Un día Lorenita llegó a la escuela muy triste. Yo sabía que ella estaba triste, porque en ese entonces estar triste era cuando a uno le entraban ganas de sentarse en un andencito y ponerse a contar hormigas. Estaba deshecha la pobre porque su papá se cayó de muy alto y pasó a ser alma bendita. Yo le dije que su papá quería ser paloma para poder venir siempre volando a visitarla. Ese día vino su mamá y se la llevó temprano de la escuela. Sucesos como éste me han ido haciendo menos liviana, me imagino que por eso se llaman pesares. Luego Lorenita se fue a vivir con su abuela porque a su mamá ya no le alcanzaba y ahora espero que algún día se acuerde de mí y me envié una carta.
La cuidad se desaparece y todos vamos callados. Ese silencio se parece al silencio de cuando uno se enoja. Ojalá y a la Tere ya se le haya pasado; estaba toda brava porque una amiga de la escuela le había dicho que mamá se iba a morir. Yo estaría igual y es que mamá sí está enferma. Yo le pregunto a ella que si va a estar bien y me dice que sí, que son las penas y se ríe así de bonito como se ríe ella. Yo creo que a mi edad también tengo penas claro que no son grandes son más bien medianitas, pero penas, que como decía, van y van pesando.
Recuerdo que cuando Manuel me dijo que se iba, yo fui corriendo donde mamá a contárselo y ella me preguntó que a qué se iba y yo le dije que se iba bien lejos a estudiar derecho y no derecho a la felicidad como me había dicho el muy bobo, sino leyes, esas cosas que sacan de líos a la gente. Entonces, ella me dijo ¡qué bien! y yo le dije a mí no me parece nada bien y me sentí feísimo al decir eso. Me metí detrás de una puerta, porque eso sí, yo no iba a dejar que nadie me viera llorar. Por eso lloraba pasito al lado del radio que me había regalado Manuel y sonaba una canción toda triste que decía “solo sé que vi llover, vi gente correr y no estabas tú”, en ese momento odié tanto a Manuel por haberme regalado ese radio que cantaba semejante cosa tan triste.
Manuel no ha vuelto, pero él nunca me dijo que iba a volver, a veces es mejor imaginar que allá por donde está, hay una heladería que se llama como yo y que cada vez que la mira se acuerda de mí.
Dos señoras suben al bus y se sientan juntas. La una le dice a la otra que hace mucho frío y entonces, todos nos enteramos de que el frío de las ocho es por el volcán, que va a haber paro, que no van a dejar pasar a nadie y que las obras van a durar cuatro meses más y que el hollín produce cáncer, que los trancones producen cáncer y que, aunque es abril, la navidad ya viene en las narices. Los avisos del día terminan con la frase que una escucha desde que es pequeña, que la situación está grave y que por cada ladrón en una cuadra hay un policía en cada esquina.
Bajarse del bus no es cosa fácil, subirse tampoco, pero uno se da sus mañas. A veces dan ganas de quedarse en el bus por lo tibiecito del ambiente, pero uno recuerda la cama y se le quita.
Afuera llueve y no se a qué huele esta lluvia. El día que Manuel se fue también era miércoles. Recuerdo que ese día un pichón se estrelló en la ventana, entonces, supe que Manuel se marcharía y así fue. Son cosas que una va sintiendo en la vida, es como que entre más va pesando adentro, el alma o qué sé yo, se va volviendo más profunda, misteriosa, no sé si más triste. Yo sé que mamá le llama a eso intuición y aunque ella siempre sonríe, sé que hay cosas que no me dice porque no quiere cargarme de pesares. Yo no le cuento esto a nadie, porque por más que lo intente las palabras no describen el peso de un alma. Hablar de lo que duele da un equilibrio a los pesares, pero nunca son una copia de eso que se va hiendo hacia dentro, donde nadie ve y con lo que una tendrá que lidiar sola.
Ese día, Manuel vino corriendo a mi casa antes de irse y me dijo que le regalara un poco de suerte, entonces, saqué los fósforos de su cajita y ahí se la empaqué casi toda. Él la guardó en el bolsillo, me dijo que me quería y yo no sabía cómo la alegría se me había reducido a esas palabras. Manuel me mira a los ojos y me voy corriendo por ese túnel, de pronto, siento que me da un beso en la boca que se me atranca en la garganta y no puedo respirar. Me concentro en la luz al final del túnel, pero nunca se puede llegar al final. Solo sé que ese beso me dolerá mañana cuando despierte y sepa que está lejos.
Yo no sé si Manuel volverá o si terminaré como la loca que dicen que espera a su amor en la piedra enorme que hay en la plaza de Jesús del río, aunque hoy la gente ya no tiene tiempo para locuras y yo tampoco desde que mamá enfermó, porque ahora trabajo en un cafecito por el centro. Como la locura está prohibida me conformo con encontrar a Manuel en un sueño. Me gustaría preguntarle a qué huele esta lluvia de miércoles y quizás, así, esta pena disfrazada de vacío al fin deje de pesarme.
Esa noche yo sueño que Manuel nada en una olla de mermelada, por fin me contesta y dice que la lluvia de los miércoles es la lluvia que inunda a la ciudad de cualquier olor si uno se enamora.
[1] Anyela Botina (1993. Pasto, Colombia). Docente y escritora. Licenciada en filosofía y letras de la Universidad de Nariño. Su libro “Desarraigos” fue ganador del premio municipal de libro de no ficción en 2022.