Por Naomi Pineda[1]
En un rincón olvidado del mundo, rodeado de montañas que respiraban como gigantes dormidos, se encontraba el pequeño pueblo de San Roque. Aislado y empapado por la neblina perpetua, sus habitantes vivían de la tierra, sin preocuparse por lo que ocurría más allá de sus fronteras. En el centro del pueblo, imponente y descomunal, una catedral gótica se erguía como un guardián olvidado, sus gárgolas vigilando con ojos vacíos, y las estatuas de los santos erosionadas por siglos de lluvias.
Nadie hablaba del cementerio detrás de la catedral, un lugar extraño donde las lápidas se retorcían como raíces y las tumbas parecían hundirse más profundo en la tierra con cada luna nueva. Pero los ancianos sabían. Y sabían bien.
Cada otoño, cuando las primeras hojas caían y el viento olía a tierra húmeda, los más viejos cerraban sus ventanas, cubrían los espejos y dejaban ofrendas en los umbrales. Decían que las almas de los muertos no descansaban en San Roque; sólo aguardaban el momento para reclamar lo que les pertenecía.
Hernán, un joven campesino, era el único que no prestaba atención a esas supersticiones. Para él, los muertos estaban enterrados y no tenían razón para regresar. Su abuela, la última de su linaje, acababa de morir, y ahora le tocaba a él heredar la tierra. La noche antes del entierro, Hernán fue al cementerio para escoger el lugar donde descansarían los restos de su abuela. Caminaba entre las lápidas cubiertas de musgo, con la linterna temblando en su mano, cuando algo capturó su atención: una figura, de pie frente a una tumba olvidada.
Era una mujer alta, vestida con un vestido negro, antiguo y raído, con el rostro oculto bajo un velo de encaje. Hernán sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal. No estaba solo.
—¿Quién anda ahí? —preguntó con una voz que intentaba no temblar.
La figura giró lentamente hacia él. Bajo el velo, la piel de la mujer era blanca, casi translúcida, y sus ojos, hundidos en cuencas vacías, lo miraban con una mezcla de tristeza y hambre. No era una mirada humana, sino algo más antiguo, algo que había sido arrancado del otro lado y que no pertenecía a este mundo.
—No debiste venir aquí —dijo la mujer, su voz sonaba como hojas secas al ser aplastadas.
Hernán retrocedió, pero sus pies parecían haberse enredado con las raíces del suelo. Las sombras se alargaban a su alrededor, moviéndose como serpientes bajo la tierra. En ese momento, comprendió lo que los ancianos siempre habían sabido. No eran historias para asustar a los niños; eran advertencias. El cementerio de San Roque no era un lugar de descanso. Era un portal.
De las tumbas, manos marchitas y huesudas comenzaron a emerger, arrastrándose hacia la superficie. Los muertos de San Roque no estaban muertos del todo. Hernán intentó correr, pero la figura en negro se le acercó con una rapidez antinatural, sus manos largas y frías como el mármol lo alcanzaron por los hombros.
—La tierra siempre cobra sus deudas —susurró—. Y tú has venido en la época de la cosecha.
Antes de que pudiera gritar, la figura lo envolvió en su manto negro. Hernán sintió que el suelo bajo él se abría, como si las entrañas de la tierra lo estuvieran devorando. El olor a humedad y podredumbre lo envolvía, y su cuerpo comenzó a hundirse, lentamente, absorbido por la tierra.
Al día siguiente, solo quedó un nuevo montículo en el cementerio, justo al lado de la tumba de su abuela. Nadie se atrevió a preguntar por él, y la gente de San Roque, una vez más, cerró sus ventanas y dejó ofrendas en sus puertas. Sabían que la Cosecha de los Espíritus había comenzado, y solo los que respetaban a los muertos vivirían para ver la próxima primavera.
[1] Al principio, no sentía mucho amor por la lectura. Disfrutaba cuando mis padres me leían y contaban historias, pero rara vez leía por voluntad propia. Sin embargo, un día todo cambió. Mi papá, tratando de fomentar el hábito de la lectura en nuestras vidas, nos inscribió en un curso de lectura rápida. Era joven, y al principio sentía cierta resistencia hacia esta nueva actividad. Pero cuando me llevaron a elegir un libro que me interesara, sin que fuera por motivos académicos, se abrió ante mí un nuevo mundo. Empecé a disfrutar de cada letra y cada página; el amor, el terror, el suspenso… cada género literario me parecía maravilloso. Con el tiempo, también comencé a crear mis propios relatos y versos, siendo la poesía mi género predominante. No sabía si lo hacía bien, pero me enamoré de la escritura y lo que podía decir a través de la pluma.