La casa que nos vio crecer | Narrativa

Por Giselle Arlette Velasco Matías[1]

Antes esta casa no tenía ventanas, ni parecía un pastel color durazno. El recuerdo más viejo que tengo aquí soy yo, toda despeinada y en calzones, recogiendo naranjas con una mano, mientras con la otra sostengo una muñeca igual de despeinada que yo. Es extraño, no sé qué tan real es ese recuerdo, tal vez es el recuerdo que alguien más me contó y ahora lo utilizo como mío. La verdad es que no tengo memoria sobre muchas cosas de mi infancia. Los juegos, las vistas, las travesuras se me borraron. El recuerdo propio más lúcido que poseo es cuando mi prima Nica empezó a llorar porque se cayó de la cama. Lo recuerdo porque mi papá llegó al lugar de los hechos y me pegó con el cinturón por no haber cuidado bien a mi prima, que es dos años más chica que yo. Ser mayor a veces suele ser un fastidio.

Últimamente me la paso sola en casa, sin otros seres humanos, digo. Aquí llegamos a vivir ocho personas y ahora durante el día solo estoy yo. Me acuerdo que para dormir mis papás colocaban tres sillas a la orilla de una cama para poner nuestros pies, una silla para cada par de pies. Es muy irónico porque ahora tenemos ocho colchones, si nos reuniéramos de nuevo, cada quien tendría su propia cama. Vivimos muy apretados, tanto en espacio como en comida. Mamá compraba un plátano para cada habitante de la casa porque ya no alcanzaba para comprar más. Ella salía todas las mañanas a vender quesos, iba a los pueblos cercanos y era muy conocida por todas las personas. A veces hacía trueque con la señora de la verdulería en Candelaria y regresaba con muchas verduras y frutas. Otras, no traía nada más que una cara de preocupación.

Papá ordeñaba las vacas y trabajaba en el campo. Cuando papá llegaba a la casa y mamá no estaba, mi corazón se aceleraba tan rápido y por alguna razón tenía miedo. Sentía que mi papá se molestaría y empezaría a decir cosas feas de mamá como lo hacía a veces, cosas que me dolían porque eran sobre mi mamá, la persona más tierna en este planeta. Cuando él me regañaba con su voz tan gruesa y esas arrugas en la cara, me daba mucho miedo, pero también coraje porque en el fondo pensaba que no era para tanto, pero en lugar de decirle mi enojo, me ponía a llorar de rabia. Entonces él se enojaba más porque pensaba que yo era débil. No sé en qué momento mejoró mi relación con él.

De las ocho personas que vivimos aquí, las primeras en irse fueron mi tía y mi prima. Se mudaron a su propia casa cuando terminaron de construirla. Lloramos mucho con esta partida, a pesar de que la nueva casa estaba en el cerro de al lado. Después fue mi hermana mayor la que partió. Se fue a estudiar la universidad a una escuela a la orilla de la playa, fue la primera mujer de la familia en acudir a la universidad. Sinceramente me enojé mucho con ella cuando se fue porque sentí que me estaba abandonando y que su partida significaba que yo era la siguiente en abandonar la casa.

No fue así, después de mi hermana se fue mi abuelita, ella no se fue a un lugar a la orilla de la playa, ella se fue a las nubes de los cielos más azules que la gente se pueda imaginar. Mucha gente no cree en la conexión entre las personas y la naturaleza, pero para mí esa conexión lo explica todo. Al día siguiente de su muerte, que fue en octubre, entre los cerros lejanos apareció un arcoíris. Yo sabía que era mi abuelita manifestando su presencia en la naturaleza. Ese mismo día, me desperté toda confundida y comencé a caminar por el terreno que está en la casa, y vi unas flores y recordé que esas flores las había plantado mi abuela, y vi el árbol de aguacates y recordé que mi abuela siempre recogía esos aguacates, y cuando una tía nos llamó para comer, gritó “chamacas, vengan a comer, primero coman y después se ponen a hacer sus cosas”, recordé a mi abuelita y ya no aguanté más.

Frente al árbol de aguacate me puse a llorar. Lloré y no me importó. Lloré y sentí que el corazón se me salía del pecho. Me sentí un río lleno de agua y seguí llorando porque todo me recordaba a ella. Pienso en ella con frecuencia y me pregunto si, desde cualquier lugar en el que esté, pensará en mí también.

Ahora sí, después de mi abuela me fui yo. También me fui a estudiar a la universidad cerca de la playa. Y a pesar de ser doloroso, amé la experiencia porque ahora vivía mucho más cerca del mar. En los malos días corría hasta llegar a la playa y me sentaba en la arena finita que parecía colada. Me sentía tan pequeña frente a la inmensidad del Pacífico azul. Sentía que podía quedarme ahí horas y horas sin aburrirme, porque cada ola del mar era diferente, cada sonido particular y el cielo distinto. Recuerdo la primera vez que fui al mar porque regresé a la casa (cuando todavía no tenía ventanas), me acosté en la cama y sentía las olas meciendo mis piernas. Tal vez un poco de mar quedó dentro de mí desde ese primer día. Amo tanto el mar porque me hace sentir pequeña, y al mismo tiempo, siento que abraza mi pequeñez con cada sonido y me libera con cada movimiento.

Después de mí, se fue mi hermana menor, ella también quiso estudiar, pero no en la universidad cerca de la playa, ella quiso estudiar en una universidad cerca de un lago. Aprendió de plantas, formas de cultivar la tierra, de cereales y hortalizas. En casa siguen papá y mamá, pero cambiaron de trabajo. Ya no están en el campo, ni ordeñan las vacas, ni venden el queso. Ahora venden tortillas en el pueblo, y por eso solo llegan a dormir a la casa de pastel. La casa permanece quieta cada mañana y tiene vida durmiente en las noches.

Me impresiona pensar que fui una niña que corría por esa casa, que comía los nanches de sus árboles y buscaba la teja más vieja en el techo. Escribo esto mientras estoy de vacaciones porque sé que en este momento estoy aquí sobre uno de los ocho colchones, despertando y recordando cosas. Pero en unos días estaré allá, en un cuarto sin ventanas.

 

 

 

 

[1] Soy Giselle Arlette Velasco Matías, nací en Piedra de Lumbre, Pochutla, Oaxaca. Estudié Ciencias de la Comunicación en la Universidad del Mar, campus Huatulco. Amo el mar, los días soleados y la piña. Escribir es para mí la manera de comunicarme con el mundo.

 

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