Isely Ravelo Rojas (La Habana, 1993) Licenciada en Comunicación Social. Universidad de La Habana. Escritora, periodista y fotógrafa. Integra el Laboratorio de Escrituras Encrucijada que lidera la escritora cubana Elaine Vilar Madruga. Recibió mención en narrativa del concurso de dicho laboratorio en 2023. Participó en el Taller de décimas, impartido por el escritor y repentista cubano Alexis Díaz Pimienta y en “Viaje al centro de la improvisación poética”, del Proyecto Oralitura Habana. Integró el Taller “Un libro es un show” sobre escritura creativa y edición de libros, del Proyecto Transcultura de la UNESCO, en colaboración con Aurelia Ediciones, Cairo Studio y el escritor cubano Leonardo Padura. Su poesía ha sido publicada en la revista cubana El Caimán Barbudo y en la revista venezolana Alborismos en su edición No.12 de julio/2023.
I
Al pueblo de mis abuelos
Me siento en la terraza y encuentro un árbol para definirme.
El columpio se mueve con las niñas de abuelo
mientras él, cabizbajo, busca el ojo que le falta.
Una hoja tirita las voces familiares
de cuando éramos muchos alrededor de la mesa.
Las semillas saltaron para enterrarse en el polvo del camino…
en la cabeza corriente del río, en los juegos de un fin de semana.
Veo correr la tarde ensopada de silencio.
Me descubro en las nubes que pasan sin tocarla,
en la infancia del beso y el nudo de la floresta,
en la hormiga que sube a los azahares del mango
y ahogada en la pulpa:
me sigo buscando en la piedra y en las botas fangosas del sueño.
II
Tengo en las ramas la frialdad del silencio,
esa partícula de vida que no llegó, tan siquiera, a semilla.
Ando con la voz presa entre las raíces,
intento subirle el volumen y mi adolescencia palpita negando el sonido.
Del tronco me nacen bocas
y las niñas, en su juego, me atan un alambre por la cintura,
ahora mis palabras se mecen en el columpio
y el viento las tira, de golpe, a las nubes.
Llueve,
busco florecer
Y la familia advierte
que en mi savia canta el dolor agudo de la primavera.
III
La semilla expuesta al sol de la inocencia se dejó seducir por la humedad áspera del viento.
De la hojarasca encendí mi sonrisa adolescente porque en esa etapa nunca supe articular sonidos:
sonreír era mi puente tambaleante hacia los otros,
unos pocos que aprendieron a leer en mi corteza
las palabras que salvé para mi vida adulta.
IV
El almanaque me extirpó el silencio
y en cada rama me crecieron preguntas,
poemas,
personas,
afectos que treparon hasta arriba
para salvarme de la sequía
y de los nubarrones.
Desde aquí arriba todo parece más limpio,
el mundo es un escenario en miniatura repleto de sonidos
donde abrazo los libros aún sin escribir.
V
Mirar desde arriba puede salvarme del tedio,
de las sílabas cansadas que el mundo alojó en su garganta
porque no aprendió a digerirlas.
Puede, incluso, salvarme de los falsos alfabetos
y de la mala ortografía con la que ha pretendido negar
que todas las palabras caben en la copa de un árbol.
VI
Llueve y la tierra tiene los surcos como corrientes del río,
el río no sabe que arrastra consigo temblores de tierra,
relojes en pausa y troncos caídos.
Las bestias sintieron el llanto del pinar y creyeron que llovía.
La crueldad abrió la boca y se tragó los años del árbol más viejo.
Entre las grietas que dejó cada raíz veo un retoño que asoma los ojos.
Las raíces aprendieron a permanecer porque en ellas va la verdad hembra,
el infinito,
el eco permanente de las aguas…
El primer árbol nace en el surco
y el río, en su fluir, puso a andar todos los relojes.
Mientras tanto,
las bestias talan de cuajo el grito de la selva.
Ella, en su mutismo involuntario, presagia una guerra cíclica.
Una guerra que la condena a vivir como una selva de cicatrices.