Por Mario Galván Reyes[1]
Juanelo regresó de dar un servicio en taxi por la madrugada. Al llegar a la puerta de su casa, se quedó dormido ante el volante del auto. En ese sueño producto del cansancio se le apareció El Diablo para querer llevárselo, con su aspecto demoníaco y sus artimañas, pero Juanelo le ganó arrojándole al suelo un puñado de garbanzos.
—En cambio, mi suegra, es como la leyenda del herrero: temida por el diablo —me advirtió con los ojos bien grandes y la voz profunda después de terminar su merienda.
Mi suegro decía que doña Mercedes Pedroza era una mujer mala, solo contenida por el carácter dulce de su esposo. Cuando papá Alfonso falleció, doña Meche volvió a su estado habitual.
—Una vez intentó demandar a sus propios hijos por abandono, pero no tuvo evidencias para comprobarlo —sentenció.
A sus ochenta y siete años doña Mercedes podía padecer demencia senil, pues solía enredarse en sus recuerdos e intentaba salirse de la casa con resultados muy dramáticos. El más grande de sus hijos, un merolico de productos naturistas, le dio una medicina y doña Meche comenzó a recordar con claridad. Los pleitos por enojos del pasado comenzaron a ser más comunes.
—Mejor quítensela —dijo el hijo mayor.
Los tres hijos hospedaban a su mamá durante breves temporadas en sus respectivas casas. El chisme era su vicio y pecado de la señora: todo el tiempo con el oído alerta, queriendo intervenir en las vidas ajenas con un comentario inoportuno, aplicando la máxima de «el diablo está en los detalles» con sus preguntas quisquillosas que no daban tregua. Solo la esposa de Juanelo le tenía paciencia, ya que mi suegra era su única hija y así solía ser el amor filial en ese municipio de Campeche donde crecieron.
Una tarde de febrero, Doña Mercedes llegó a casa de mi suegra. Dijo que no quería venir. Simplemente se subió al auto y la trajeron. Traía consigo solo su estuche de costura. En él llevaba un bordado de grecas de flores rojas en punto de cruz que realizaba sobre una tela de manta para entretenerse.
—O para hacer sus tejemanejes —enfatizó mi suegro, inmediatamente reprendido por su esposa, doña Angélica.
A decir verdad, la anciana no se veía tan malévola. Más bien evocaba ternura y respeto con su aire señorial, con sus vestidos de olanes negros y sus anteojos delgados. Su cabello cano. Sus ojos cafés profundos y su dentadura incompleta. Su joyería discreta. La sentaron junto a mí en el sofá de la sala, esperando que le hiciera plática. Después de todo, para ella yo era una novedad en la familia.
— Y tú, hijo ¿dónde vives?
—Aquí, en casa de mi suegra. Soy esposo de Begoña.
—¿De Begoñita? Qué bueno, hijo. ¿Y ya se casaron por la iglesia?
—Solo por el civil.
Mi respuesta no pareció perturbarla. En cambio, la abuela me contó que su difunto esposo era sombrerero de oficio, pero a pesar de eso «les dio carrera» a todos sus hijos, hoy en día ya jubilados del magisterio. Mi suegra me miró de soslayo. Como un trueno, intervino enseguida para aclarar que su papá forjó una trayectoria como inspector aduanal. ¡Nada de sombrerero!
Yo estaba entretenido. El relato de doña Mercedes me parecía lógico y esas evocaciones suyas pronunciadas con la gracia de su acento campechano sostenían mi atención, con un particular interés por las costumbres de nuestro estado vecino, muchas de ellas hasta entonces desconocidas para mí. Al cabo de unos minutos, la abuela se levantó para ir al baño. Aún se valía por sí misma a pesar de su delgadez y su aparente fragilidad. Al regresar, se sentó de nuevo en el sofá y se dirigió a mí con renovados ánimos.
—Y tú, hijo ¿dónde vives?
Así empezó este extraño bucle temporal.
Por mera cortesía, le respondí la misma información pero con distinta tonalidad en la voz. Tras unos minutos, volvió a ir al baño. Y a su regreso volvió a hacerme la misma pregunta, y a contarme la historia del sombrerero, sucesivamente durante toda la tarde. Su compañía se volvió tediosa. No obstante, la familia no dejaba de colmarla con las atenciones que requiere un adulto mayor: las galletitas, el canal de televisión, la taza de café, el ventilador. Todo, excepto entablar una conversación.
En casa era yo quien podía tener una charla más fresca con ella. Le conté mucho sobre mí, al menos lo suficiente para un primer encuentro, tratando de dosificar mi relato para tener cuerda más adelante. Cuando mi paciencia se agotó y no encontré a nadie que me relevara (ni siquiera mi esposa), inventé cualquier excusa para retirarme y la anciana se quedó sola ante el televisor de la sala.
Estaba durmiendo una siesta cuando el sonido seco de una pala contra la tierra me despertó. Asomé por la ventana y ahí estaba la anciana trabajando en un arriate del patio. Todavía amodorrado, sin querer tiré un estuche y su estruendo llamó la atención de doña Meche, quien se retiró asustada. La curiosidad me llevó a bajar las escaleras y escudriñar su trabajo. Para mi sorpresa, Doña Meche yacía al borde de la escalera, esperando algo de manera sospechosa.
—¿Qué hacía allí, doña Mercedes? —le pregunté, agradecido por encontrar un nuevo rumbo para nuestra conversación.
La anciana me condujo al patio de la casa con su paso trastabillado, pues cojeaba de una pierna. Al llegar al arriate señaló un enorme huevo que parecía haber brotado de la tierra en esa temporada húmeda.
—¿Qué es eso? ¿Usted lo sembró? —le pregunté, después de asociar mentalmente su trabajo con la tierra y la pala.
La anciana se alzó de hombros. Intenté acercarme, pero la señora me dio un manotazo.
—No lo toques, te puede dar mal de ojo.
A los dos días el huevo se descascaró y emergió de él una especie de fruto de filamentos rojos y carnosos en forma de jaula esponjosa, con decenas de moscas revoloteando alrededor de ella. El huevo, o lo que fuera, estaba bien fijo a la tierra por medio de unas raíces fibrosas y emitía un olor fétido. Tenía un aspecto viscoso repugnante. Alarmado, corrí a enseñarlo a mi suegra, experta en asuntos de ciencias naturales.
—Es Clathrus Ruber, un hongo saprófito que se come los residuos de otros organismos —dijo, acomodándose las gafas de pasta negra para enfocar mejor la vista.
—¿Usted cree que sea de mal augurio? —le pregunté intrigado—, dice la abuela que si lo tocas te da mal de ojo.
—La abuela dice muchas cosas. No le hagas caso.
Para calmar mi tensión, mi suegra me consintió con una porción grande de «caballero pobre», un dulce almibarado que cocinaba de vez en cuando entre su amplio repertorio de recetas. Le gustaba la cocina. Su mirada científica y sus atenciones maternales me tranquilizaron. Había algo en ella, como un don de mando, que le merecía ser la jefa de la casa.
Hasta que descubrí que disfrutaba tener el control…
Al día siguiente, los perros ladraban en el patio y pronto comenzaron a gruñir. Salí a acechar y los muy bravos se habían abalanzado en dos patas sobre doña Meche, quien manoteaba contra ellos intentando proteger el hongo.
—¡Quítense, xnik ‘nak[1]! — les gritaba en tono bélico la señora.
Entre mi suegra y yo neutralizamos el ataque de los perros, que pudo acabar en un accidente. Luego, madre e hija discutieron. Los dos perros mestizos eran la adoración de la casa. Horas más tarde, durante el almuerzo, mi suegra me contó que doña Meche mató a su perro porque mordió a una gallina.
—Los perros solo sirven para cuidar el patio —dijo con cinismo doña Mercedes, interviniendo en la conversación desde el sofá, donde permanecía bordando.
Desde entonces su presencia se me hizo incómoda. Su estancia muda y observativa en el sofá pesaba. Su conchudez, sus insistentes preguntas y su incontinencia urinaria causada por los nervios me irritaban. Su pensamiento mágico, su corazón seco y su desfase generacional ¡me estaban enfermando!
Era evidente mi malestar, pero mientras más la evitaba todo me salía peor: se me caía el celular, se me olvidaban las llaves, sufría tropezones y golpes en la tibia con las patas de la mesa, y hasta se descompuso mi cafetera.
—¿A dónde vas, mi’jito? —me preguntaba con insistencia ante mis constantes travesías por la sala y yo no hacía más que regurgitar palabras mientras fingía estar muy ocupado.
Evitaba incluso el contacto visual, temiendo que me enredara en nuevas tramas, pero a pesar de ello la señora encontraba otras maneras de involucrarme.
—¿Sabes qué me dijo mi abuela? —me preguntó mi esposa, notablemente contrariada —, que yo sí soy su nieta porque soy hija de mi mamá. De mis primos no se sabe porque son hijos de mis tíos varones. ¿Puedes creerlo?
Mi suegra comenzó a notarme malhumorado y trató de animarme.
—Ven, siéntate a cenar.
Me dejé caer en una silla del comedor. Doña Angélica me sirvió una ración enorme de puchero, tal vez porque pensaba que la glotonería podría ahogar mis malestares.
—¿Qué te pasa? Te noto fastidiado.
—Nada, es que hoy no dormí bien —mentí, antes de tragar la enorme cucharada de guiso.
Una sonrisita socarrona se oyó a la distancia. Doña Mercedes no dudó en intervenir en nuestra conversación.
—Dicen que si ves toros en tus sueños, significa muerte —anunció con énfasis en la palabra ‘muerte’.
Tratando de contenerme hice una mueca, azoté los cubiertos y tuve el desplante de no acabarme la comida. Mi esposa se enojó conmigo por lo grosero que comenzaba a ser.
—Te estás pasando de la raya con mi abuela —me susurró al oído, acompañado de un pellizco en el brazo que después se convirtió en un hematoma.
Si había una explicación para mi enojo, no era la intolerancia hacia los adultos mayores. Había una maldad creciendo en mi corazón. ¿Qué clase de hechizo o sortilegio me había impuesto aquella bruja sinvergüenza? ¿Era acaso un juego para ella? ¿Se divertía? ¿Era esa su propia naturaleza, la de un ser maligno? Sin darme cuenta comencé a pensar mágicamente, como en su lógica. Desde que apareció aquel adefesio en los arriates del jardín, mi suerte cambió. A lo mejor si destruía la seta maldita, me libraría de ella. Decidí entonces arrancar el hongo con mis propias manos, incluso a riesgo de contraer una maldición. ¿Qué más daba? Tenía deseos de fastidiar a la abuela y faltarle al respeto sutilmente. Esperé entonces al momento de la siesta para salir al jardín trasero. Me acerqué a pesar del mal olor. No me importaron las moscas que revoloteaban encima de mí. Lo aplasté con furia hasta convertirlo en un puré muy desgraciado y lo dejé expuesto como un trofeo para hacerlo parecer una travesura del perro. Mi crimen de odio del que saldría impune por justicia divina estaba hecho: había destruido el huevo del diablo. Con lo que no contaba es que mi suegra lo observara todo. La señora tomó la escoba y comenzó a limpiarlo en silencio, muy digna ella.
—Cómo eres bestia… —dijo mi suegro, Juanelo, sorprendido.
Durante la merienda, ambos de mis suegros se dijeron decepcionados por mi actitud y no dudaron en llamarme la atención, aún frente a la abuela.
—Todos vuelven a ser bebés —apuntó cínicamente doña Mercedes con voz apagada y la mirada profunda, comiendo un trozo de pan dulce remojado en su café con leche que escurría por la comisura de sus labios.
Para colmo de mi desgracia, doña Angélica acariciaba sus cabellos parada detrás de la abuela, en un gesto de secreta complicidad. Quién sabe cómo, pero sin darme cuenta, poco a poco me había convertido en el problema de la casa. Un mal que, de ahora en adelante, habrían de erradicar.
[1] Mario Galván Reyes (Mérida, Yucatán, 1991) es realizador cinematográfico, investigador y docente universitario. Licenciado en Comunicación Social por la Universidad Autónoma de Yucatán con especialidad en Cine y Sociología. Diplomatura en Antropología del Arte por el CIESAS – Latir. Beneficiario del PECDA Yucatán 2015 en la modalidad de Guionismo cinematográfico. Desde 2012 es miembro activo de Murmurante Teatro como actor, dramaturgo y documentalista. Su obra cinematográfica abarca un largometraje y once cortometrajes que han sido exhibidos en varias muestras y festivales nacionales e internacionales. Autor del libro «Fuimos Monos: doce relatos y un poema sobre la masculinidad».
[1] Regionalismo utilizado entre la población de Calkiní, Campeche, para nombrar a los perros domésticos que piden galletas a sus amos. Fuente: doña Guadalupe P. (2021).