Mayo del 68
Por Christian J. Kanahuaty
Y sí, en pleno invierno austral, Argelia arde. Escribes en tu diario las primeras impresiones, pero luego das continuidad a tu trabajo. Versa esta vez sobre el poder capilar y sobre las relaciones normativas que se establecen desde el arte entre las palabras y el cuerpo.
Pero aún no das con la manera de enlazar todas tus investigaciones con el nuevo libro que te pide la universidad.
Este viaje, entonces, resulta ser solamente una excusa más. Algo con lo cual puedes dilatar el tiempo sin las miradas de soslayo en los pasillos.
A medida que pasan los días sientes que este sitio tiene algo para tu memoria. No es tu infancia a la que regresas, tampoco es tu juventud, que ya imaginas perdida en esas calles doradas por el sol del verano. Sientes algo así como una magnífica revelación. Te subleva, pero no es el mar rojo, ni las edificaciones que parecen emanar de un cuento. Quizá sean los cuerpos desnudos que viste en la playa.
No pudiste acercarte demasiado porque ibas acompañado, pero ahora que es tu primer sábado de libertad, deseas ir de nuevo al sitio en el que se paseó tu mirada. Podrías presentarte en inglés, pero prefieres el francés. La lengua de la seducción. Y hablas con el primer muchacho de piel cobriza que te devuelve la mirada. Al principio son sólo trivialidades. Las palabras de circunstancia que ocurren en cada encuentro. Se buscan. Tantean el terreno. Él no sabe nada de ti. Eres otro extranjero que se irá al terminar el mes. Así que no hay problema. Puede inventar una historia para ti. Sin embargo, por razones que ni siquiera alcanza a comprender, te dice toda la verdad.
En cambio, tú, sí te inventas una vida. No quieres pasar como el profesor que busca experiencias más allá de las aulas y su geografía.
Ruegas por una noche a su lado y de regreso en tu habitación, escribes. Se sueltan las oraciones y una a una adquieren sentido. Dejas el manuscrito descansar y a la mañana siguiente, antes de bañarte, lees lo escrito. No te resulta mal. Es entonces cuando pides a la recepción una máquina de escribir. Algo te dice que debes escribirlo todo directamente en limpio. No hay tiempo para borradores.
Y ahora recién te enteras de lo que sucede en tu país. Estuviste tan enfrascado en esas clases y en tus paseos que te olvidaste de leer la prensa. Sientes que debes regresar, pero aún, gracias al contrato que firmaste en diciembre, debes siete clases y no puedes fallar ahora.
Por fin los que te invitaron logran entenderte y siguen tus razonamientos a pesar de su magro francés y su escaso conocimiento del inglés. Pero se logran entender en un idioma casi inventado. Las clases fluyen como el mar. Y eso detona en tu imaginación una serie de ideas y conceptos que colocas en limpio y tu previa intuición sobre el cuerpo va cambiando a medida que las hojas mecanografiadas se acumulan a un costado del escritorio.
Pierdes la noción del tiempo, tal como sucedía en tu juventud, mientras redactabas tu tesis de grado. Y sólo te sorprende la luna cuando decides que es momento para un té y algo para comer en el bar. Pero ya cerraron el bar. Así que de nuevo subes a tu habitación. Te vistes mejor. Observas el trabajo del día, sonríes. Decides salir. Supones que, como recompensa a tu trabajo, esa noche será propicia para la casualidad.
Encuentras al muchacho y comen en una pensión a la que él va cuando termina sus deberes. Bebes un licor ámbar bastante dulce y ríes sin parar. El muchacho que sólo pensó que te acompañaba, se da cuenta de que le gustas, y quiere aprovecharte, y lo hace por un par de horas. Pero ya en el baño de la pensión, mientras se moja la cara se da cuenta de su error. Tú también le gustas.
Entonces, para rematar la noche no se le ocurre mejor idea que invitarte a su hogar, que no son más que tres cuartos separados por paredes improvisadas que lucen una decoración mediocre. Pero qué importa aquello si lo que deseas es su cuerpo.
Te asusta la silueta de su desnudez, y es demasiado tarde porque él ya está sobre ti y sientes que tu cuerpo se estremece por completo. El beso quema más que cualquier revolución y horas después, cuando por fin se deciden terminar, ambos quedan con la alegría grabada en el rostro.
Al amanecer te acompaña a tu hotel y te despide con palabras de cariño. Subes las escaleras y mientras das pasos sobre cada escalón, redactas mentalmente, el siguiente párrafo de lo que será tu nuevo libro.
1979
Ese verano no tuve más opción. Quise matarla, pero sabía que mi hermano sería quien me delataría y daría toda mi vida por acabada. Después de todo, supongo que jamás congeniamos. Después que regresé de la guerra, supe que ya no tenía ningún vínculo con él. Simplemente, era cuestión de tiempo destruirlo todo.
Cuando me encontré en ese páramo arrasado por el fuego, lo entendí todo. Debía escribir. Terminar con aquel libro y luego, matarlos. Después de todo, las ilusiones que perdí no las podría recuperar ni siquiera con el largo beso de la que hasta entonces fue mi esposa.
Siempre que pienso en esos momentos, me intriga la claridad con la que hice todo. Pero ya es tarde y no sirve de nada recordar cuando mis días en este sitio se van contaminando con la llegada de nuevos personajes a los que no me atrevo a conocer. Aquí, al parecer, soy el menos ocurrente a la hora de matar.
Con sólo verlos me doy cuenta que ellos tienen la gracia y la agilidad que simplemente podría esperar en sueños. Aunque ya nada de eso me sirve porque estoy solo y así está bien. Recuerdo vivir entre las calles de Buenos Aires y dormir mis noches en los refugios de La Paz, pero nada se compara con el frío de estas instalaciones diseñadas para doblegar al más torpe.
Ahora ni siquiera puedo ir al cementerio para regalarles flores por su aniversario.
Quizá por eso mi madre cuando vio que le clavaba la navaja en la piel, no dijo nada. Ella se lo esperaba y mi esposa también. Entre ellas guardaban los secretos con los que se divertían a mis espaldas y como luego las vi saliendo de aquel hotel, no tuve más remedio.
Quitar la vida no es tan difícil como parece en la televisión y el calor de la sangre te devuelve el placer de la luz. No puedo explicar más porque tampoco tengo mucho que aumentar al libro que voy escribiendo. Estas páginas las pongo aquí porque son la carta que dejaré a modo de colofón cuando todo suceda. En principio lo pensé como cierre al libro, pero es de mal gusto terminar de este modo una novela que ya lleva más de quinientas páginas.
Además, esto se parece más a una confesión. Y por ello merece otro lugar, no vayan a pensar que también el libro que escribí sea una narración puramente real. Para nada. Aquello es diferente y por eso me tomó los últimos cinco años de mi vida.
Hubieran sido muchos más si no habría dejado que dieran conmigo. Lo cierto es que necesitaba descansar. Estaba harto de huir y de camuflarme. Así que aquí estoy. Tengo agua, comida y techo sobre mi cabeza y puedo dedicar muchas horas a ejercitar mi cuerpo. Las otras las dedico a construir un castillo mental en el que puedo organizar mi escape.
Y como se imaginarán no será un escape propiamente dicho.
Sólo tendré que dar rienda suelta a la sangre. Pues eso de colgarme de la viga del techo no es para mí.
La carta y mis pertenencias irán dirigidas a un amigo que espero sepa entender esta encomienda. Lo demás, queda dicho a través de medias palabras. Matar para honrar lo que somos. La masacre que perpetré. El método que utilicé y los utensilios a los que recurrí: todo se puede encontrar en el periódico de mi ciudad. Lo que no encontrarán será el móvil.
Ni siquiera me lo puedo explicar.
Puede que sea algo tan sencillo como el odio. La rabia.
Pero eso lo dice cualquiera.
Y si yo fuera un cualquiera no tuviera que recurrir a las palabras para explicarme ni siquiera para justificarme. Pero aquí estoy.