Por José S. Ponce[1]
«Buscarlos debajo de la tierra. Luchar para traerlos de vuelta a casa»
Cecilia Flores
Cuando desperté lo primero que sentí fue el peso de la tierra sobre mí, me acunaba en su seno oscuro y húmedo dónde todo era calma. Estuve ahí una eternidad o quizás solo un instante, no importa. El tiempo no importa mucho cuando estás muerto. Dentro no tenía recuerdos, ni sufrimientos, tampoco existía en mí el impulso de salir del ensueño y abandonar el refugio. No lo tuve hasta que las lágrimas de mi madre atravesaron la tierra y mojaron mis huesos. El dolor en ellas fue como un aliento divino que hizo que juntara mis partes y me apresurara a buscar su consuelo.
Con mis brazos y pies escarbé la tierra que me envolvía, buscando un haz de luz que me guiara a la vida y me permitiera desandar el camino. Al principio creí que me movía con dificultad porqué había olvidado cómo se hacía, pero aunque mi cuerpo fue descubriendo la magia contenida en él, algo seguía fallando, miré mis piernas y me di cuenta de que su largo no era el mismo. Busqué en la fosa la extremidad que más se ajustaba y la puse en su sitio, intenté caminar con ella y me pareció que funcionaba. Después cerré el agujero por el cual había salido pues no quería perturbar el sueño del resto. Aunque dejé una cruz como marca en caso de que alguna buscadora la viera para que así los tesoros escondidos regresaran a su hogar.
Deambulé por los alrededores esquivando ramas y espinas hasta que llegué a una casa formada por apenas dos cuartos que recientemente habían abandonado. Lo supe porque el polvo no se había adherido a los objetos como una segunda piel. Me pregunté sí en aquel lugar había vivido quien me puso bajo tierra. No estuve mucho tiempo en ella y también la abandoné, ahí no había nada para mí.
Anduve a través de matorrales y árboles secos hasta la cima del cerro desde dónde podía ver lo que ocurría debajo como un centinela. Botellas de vidrio y cartuchos de balas decoraban el lugar. Me senté sobre una piedra a esperar a que mi madre apareciera, pero ya se había ido o tal vez nunca estuvo ahí y sus lágrimas me llegaron desde lejos arrastradas por algún viento compasivo. Sea como sea, sabía que en algún lado tenía que estar y yo debía encontrarla. Avancé por los matorrales hasta llegar a un río cubierto por las coronas de los árboles. Caminé siguiendo su cauce sin rumbo definido pero con el objetivo de encontrar a mamá. La buscaba al igual que ella me buscaba, con la esperanza de reencontrarnos y el deseo de nunca habernos perdido.
Esa noche a la luz de la luna me di cuenta que mis brazos no encajaban, observé mi mano izquierda delgada y blanca con mis uñas pintadas de esmalte rosa, había sangre en ellas aunque sabía que no era mía. Luego observé mi mano derecha y la encontré más grande, acaricié los vellos que la cubrían y recorrí con mis dedos las venas que corrían por mis músculos hasta el tatuaje en mi antebrazo. Lo observé tratando de recordar su significado pero salvo el llanto de mi madre no había nada en mi memoria.
Me detuve un momento a pensar en que no podía asegurar que aquella mujer que lloraba lo fuera, podría ser una mujer distinta buscando a alguien que no era yo. Podía ser una hermana buscando al hermano del que no se despidió. Podía ser una abuela, una hija. Yo también podía ser cualquiera, una amiga, un primo, un maestro, una enfermera. Aunque ahora era ausencia.
Me agarré la cabeza y caí al suelo tratando de recordar la vida que alguien me había negado. Conducía en la noche por una carretera de regreso a casa. Me paró un retén militar, me pidieron que les mostrara mi licencia y lo hice, luego me pidieron que bajara del auto y yo me negué, ellos me bajaron a punta de pistola, me taparon la cabeza y me levantaron. No sé a qué lugar me llevaron pero alguien a quién le decían comandante me torturó a su antojo, como si yo fuera un saco de box o un toro de lidia. Me preguntaban por cosas de las que no sabía nada y por personas que no conocía. Al final escuché como alguien decía «No seas pendejo, te equivocaste de cabrón». Les rogué que me dejaran ir, pero ya no quedaba suficiente humanidad en ellos para hacerlo, la ambición se las había arrebatado. Ese, mi primer recuerdo, se mezclaba con otro como si fuera un mal sueño. Me pintaba las uñas con el esmalte rosa que me regaló mi tía, había elegido una blusa y unas zapatillas que combinaban. Salí con mis amigas a bailar, no eran ni las 8 de la noche. Un hombre se acercó a mí e intentó besarme, me defendí de su acoso y terminé saliendo del lugar. La diversión estaba arruinada. Me fui a casa y en el camino una camioneta me seguía. El acosador bajó de ella y me persiguió a la vista de todos. Nadie hizo nada por ayudarme, no querían comprometerse. No había forma de distinguir los dos recuerdos pero yo pienso que el cuerpo también tiene memoria y ahora esos dos fragmentos de vida eran míos, eran la única prueba que me quedaba de mi paso por el mundo y no importaba qué tan diferentes eran entre sí, pues ambos terminaban abriendo un hueco en el corazón de mamá.
Intenté recordar algo más, pero mis recuerdos se habían quedado fijos en el fin del caminó. Seguí andando sabiendo que no podía descansar porque ella no lo hacía. Buscando y sólo buscando, sin importar distancias ni tiempo, con la fuerza infinita que le da el amor, sin miedo al abandono o amenazas. Caminando con una pala al hombro y la esperanza en los brazos. Con el dolor y los recuerdos presentes, siempre presentes.
Y después de tanto andar la vi caminando con las lágrimas contenidas y el sudor en la frente. Me aproximé hacia ella y la encontré cavando sobre una fosa en la que no estaba, pero era idéntica a la mía, y es que son tantas, y es que están en todos lados, que cualquiera podía ser la mía, la correcta, la que ella tanto anhelaba. Caminé a su encuentro, mamá me recibió de brazos abiertos y era más cálida que la tierra y en ese abrazo de consuelo por fin nuestros corazones se reencontraron.
[1] José S. Ponce (México, 1995) Estudió Biología en la Facultad de Ciencias de la UNAM. Actividad que compagina con la lectura y escritura de literatura de imaginación. Fanático de la animación. Ha publicado relatos en las revistas Río Grande Review, Exogénesis, Teoría Omicron, Espejo humeante, Retazos de ficción, en los podcasts Cuentos del bosque oscuro y Noche de Terror.