Edgar Loredo (Ciudad de México, 1988) Autor del poemario Cardinal (2015) y del volumen de cuentos Jaramagos (aún inédito). Corrector de estilo ocasional en algunas editoriales mexicanas. Ha colaborado con poemas y cuentos en revistas independientes de México, Argentina, Chile, Colombia y Venezuela.
DESPOJOS
Todo lo que me nombra o que me evoca
yace, ciudad, en ti, signo vacío
en tu pecho de piedra sepultado
O. Paz
Al espanto hacina tu carne maltrecha:
murmullo, musgo, mugre sobre paredes
que se materializa en filosas uñas
y rasga el velo de soberbia impúdica.
Oh ciudad sin eco, famélica y sonámbula,
de torres quemadas y palacios demolidos,
tus azulejos pútridos son nuestro descanso,
el refugio de la ruina que bajo la piel yace
y el látigo de agua que las venas satura:
somos sangre revuelta en tus costados.
Déjame arrancarle su tacto al día,
concédeme el sentir de tus ríos interiores,
secos brazos de otra época, ya distante,
que golpean su conmovido y hueco tambor
por donde tus habitantes se desgajan
igual al lodo, a la inocencia interrumpida.
Permítele a estos árboles un soplo,
una vida efímera entre tanta sombra,
desprovista de aire y sin embargo libre,
pródiga en inmensidad, ensueños, trazos.
Surca el silencio con tus blandas esquirlas,
suspira hondo hasta arrancarte las fosas
para que mis deseos de abandonarte se disipen,
porque ahora, he de decirlo, mi canto se hace cal
y vaga ligero sobre un múltiple dolor.
Entre almas intangibles como cifras
algo se revela:
¿es un reflejo ahogado?
Tal vez el destello de nosotros mismos,
buscando una marquesina donde escondernos
de las trampas que el futuro ha de preparar.
Vagamos tras el misterio de los nombres,
perseguimos las siluetas entre el humo
y poblamos de fantasmas la memoria.
¿Quién aguarda detrás de la espera?
No hay descanso al fondo de las horas;
el vacío desata sus cuerdas,
los sordos pliegues que nos sofocan.
Tras la sentencia de parques abandonados
lo invisible nos vigila, sacude los arbustos:
¿cómo huir cuando la nada invade las formas?
La duda gira sin sentido sobre mi brazo,
quedan señales sobre los cruces de camino:
lo último desfallece lejos de su luz.
Arroja a esta muchedumbre tus restos
como si fuesen mendrugos, violenta dádiva
de una madre hastiada de su prole.
Hemos de roer tus piernas de barro
con fervor y éxtasis anudado en los dientes
para evitar el hurto, las limosnas,
y así compartir la costra de tu alma
entre el prójimo y las ansias de vivirte,
paseando descalzos de un hospicio a otro,
inmunes a las injurias de las piedras.
URNA DESPROVISTA
No es arena sino cenizas
lo que mis dedos recogen
del metal y su despojo sin brillo,
férreo como eslabón,
oprimente como una celda vacía.
Se vuelve un frenesí la carne,
un abismo que nunca cesa,
arrebatándonos,
frágil como un índice
que se quiebra al señalarlo
y queda a merced del error,
sujeto al mandato de las manecillas:
alfileres del hambre.
Emerge de lo profundo
un ruiseñor que rasguña
el ámbito de la madera,
gutural desde las entrañas al viento,
cuyo retorno alado anuncia lo inerte,
el filo de la exhausta flecha.
Tras abandonar su curso
las horas caen sobre rendijas,
inútiles y con pesada cautela,
cuyo fulgor se desdibuja
conforme la ciudad corre
sobre un blanco fondo.
Ante el soplo, los latidos enmudecen;
se desploma el pasado
y a tientas se acude a la memoria,
después de merodear en el barro,
tras asomarse a la retina del cristal
y hallar lo estéril apuntando a lo próximo.