Cosas de adultos

Por Adriana Letechipía[1]

La abuela murió. Todos los días, de camino a la escuela, mamá y yo pasábamos frente a su ventana para que yo pudiera decirle que la quería. La abuela se encontraba sentada en un sillón, bajo la luz roja de un foco; respondía haciendo sonar una campana. Escuchábamos el talan-talan y entonces me sentía lista para reanudar el camino. Ese día no respondió, la ventana estaba a oscuras. Nos tomó un par de segundos decidirnos a seguir. Mamá me lo dijo por la tarde, después de llegar a casa.

—Tengo una mala noticia. —Mamá no despegaba la vista del suelo—. Tu abuela murió.

Yo era muy pequeña, aún no comprendía a qué se refería con eso.

—Ya no podremos visitarla, ni cantar ni bailar con ella.

—¿Por qué murió?

—Hija, esas son cosas de adultos. —Mamá se alejó para preparar el funeral.

 

Esa noche oramos tomadas de las manos. Algunas portaban velas encendidas y entonaban canciones que parecían lamentos. Mamá lloraba cubierta por una tela negra. Al centro, en una caja de madera, se encontraba el cuerpo de la abuela.

Cuando terminamos, mamá preparó café y toda la casa olió a canela y naranja; le ayudé a repartir pan. Cada una de las tías tomó una taza; comieron mientras platicaban entre murmullos. A las niñas nos sirvieron leche caliente con té de limón. Nos dieron permiso para desvelarnos y salimos al jardín a platicar.

—¿Ya vieron a la abuela? —dijo Amanda, mi prima mayor.

—No, me da miedo —contestó la más chica.

—Las reto a que la vean.

Fui con mamá y le pregunté si podía mirarla.

—Sí mi amor, le va a dar gusto —respondió mientras secaba sus ojos.

Me hice la valiente y me acerqué a su ataúd. Un vidrio la cubría, estaba recostada. Sus labios eran de color morado. Podía ver cómo su pecho se elevaba y bajaba. Respiraba.

—Mamá, ¿está dormida?

—No, ya murió —afirmó, con una voz fría. Yo seguía los movimientos suaves de la abuela.

—Está respirando.

—Andrea, tu abuela ya murió, ya no puede respirar —comentó mamá mientras recogía algunas tazas.

—Pero la estoy viendo.

—¡Andrea! —me abofeteó —. Vete a acostar, estas son cosas de adultos.

Mamá se enojó, le hice caso antes de que me diera también con la vara. Me quité los zapatos y me recosté en uno de los sillones de la sala, arrullada por el murmullo de las mujeres.

 

A la tarde siguiente metieron el ataúd a una carroza fúnebre. Mientras cerraban las puertas pensaba en lo que había visto la noche anterior. La familia la siguió detrás en sus propios autos; la marcha fue lenta. Al anochecer llegamos al cementerio, me parecía un gran parque donde no había juegos. Varios altares y ofrendas se levantaban alrededor.

Sacaron la caja de la abuela y la metieron al hoyo que habían cavado. Cuando vi que le echaron tierra encima me remordió la conciencia. Grité todo lo que pude, y lloré.

—¡No la entierren, no va a poder salir!

—¡Ya estuvo bueno Andrea! Despídete y cállate —ordenó mamá—. ¿Qué no ves que estas son cosas de adultos? ¡Deja de llorar como una bebé!

Me abracé y acepté que la abuela no podría salir. Ya nunca más la vería.

Terminando, las tías se tomaron de las manos y a la luz de la luna entonaron las últimas canciones. Colocaron ofrendas de fruta a la Madre Tierra, echaron flores sobre la tumba y nos despedimos.

 

Una semana después, mamá recibió una llamada: era del cementerio. Estaba muy enojada. Me dejó a solas en casa. Salió corriendo.

Me senté a ver un programa en la televisión. En él, los muertos caminaban y se comían a la gente. Todos corrían despavoridos y trataban de esconderse en vano. Los no muertos gruñían como perros. Apagué la tele y me fui al jardín a jugar. Mamá regresó tarde.

—¿Qué pasó? —pregunté.

—Son cosas de adultos —dijo mamá. Me mandó a dormir y no se habló más del asunto.

 

Por la noche tuve pesadillas. Los monstruos de la televisión entraban a la casa. Llegaban hasta mi cuarto y justo cuando me sujetaban para hincarme el diente, desperté. En la penumbra escuché un ruido, la piel se me enchinó. Provenía de la cocina, donde alguien abría el refrigerador y revolvía bolsas de plástico. Decidí ir a investigar. Caminé y vi a la abuela: estaba sola, sentada a la mesa.

—Abuela, ¿qué haces aquí?

No lo podía creer. Estaba despeinada y su ropa estaba sucia. Las uñas llenas de tierra, la piel pálida.

—Hola Andi. No tengo a dónde ir. —Se oía angustiada.

—Te vi en el funeral ¿Verdad que estabas dormida?

—Mi niña, no le vayas a decir a nadie. Me voy a esconder en lo que veo a dónde me voy.

—Quédate aquí. Le va a dar gusto a mi mamá.

—No creo, mi amor. —Me miró con ternura.

—¿Por qué?

—Son cosas de adultos. Ya vete a dormir.

Me despedí y fui a la cama sonriendo.

 

Al día siguiente, durante el desayuno, le pregunté a mamá por qué estaba tan enojada.

Mamá dudó un momento. Las ojeras y su pelo enmarañado denotaban lo mal que lo estaba pasando.

—Se robaron a tu abuela —contestó.

—No es cierto.

—Andrea, con eso no se juega —afirmó Mamá al fruncir el ceño.

—Anoche la vi. Dijo que se iba a esconder.

—Mira, a veces cuando extrañamos a alguien lo soñamos y creemos que está ahí. Estoy muy preocupada, no me molestes.

—Pero es la verdad, yo la vi.

Me corrió y me castigó sin ver tele. Mientras sobaba mis piernas, decidí que le demostraría a mamá que estaba equivocada.

 

Llegó la noche y de nuevo escuché ruido en la cocina.

Caminé despacio y fui directo a la habitación de mi madre.

—Mamá. Ahí está la abuela —señalé. Ella se levantó enojada y, antes de que agarrara la vara, corrí a la cocina, a donde ella me siguió. Al ver a la abuela, cayó al suelo, soltó la vara y se arrastró lejos de ella.

—¡Mamá! ¿Qué haces aquí? —dijo, al borde de las lágrimas.

La abuela permaneció sentada. La luz de la luna que entraba por la ventana caía de lleno sobre de ella, iluminando su melena blanca.

—Ay, Beatriz. Pues es que el infierno ya está lleno y no me dejan ir al cielo.

—¿Y por qué te fuiste al infierno? —pregunté.

—Hija, son cosas de adultos.

 

 

 

 

[1]Adriana Letechipía (Ciudad de México, 1984), es Maestra en Ciencias en Biomedicina y Biotecnología Molecular del Instituto Politécnico Nacional. Miembro de la ALCiFF, presidenta de La Tertulia de Ciencia Ficción de la Ciudad de México y fundadora del taller permanente y gratuito Gran Colisionador de Textos Especulativos.

 

 

 

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