Por Victoria Marín
Los suicidas ya han traicionado el cuerpo.
Nacidos sin vida […]
no pueden olvidar una droga tan dulce
que hasta los niños mirarían con una sonrisa.
Anne Sexton
Esta no es una disculpa, tampoco una nota acusatoria. Algo así no tendría sentido cuando voluntariamente he tomado la noche por casa y la demencia como el curso lógico de una vida.
Tan solo quiero dejar constancia de lo que se siente, del lugar que ocupo y de los pasos que me han traído hasta aquí. Me gusta y no lo cambiaría por nada. Aunque, no sé si realmente deseo caer. ¿Cómo me sentiré cuando dentro de mí no encuentre más que el vacío, mi verdadero yo, y, allí, todas esas murallas desmoronándose una a una?
Quiero invitarte a una fiesta, una de esas de las que no se vuelve. ¿Bailarías conmigo?
Dance, dance, dance… el sonido que viene de la discoteca, eso y el viento soplando es lo único que escucho. Mi corazón y su disonancia, una supernova imperceptible. Sparagmos en cada latido.
Pienso en el arcano del Diablo que apareció en mi última lectura, en sus alas azules y en la redención ofrecida por el infierno, la continuidad de una sola naturaleza, humana y animal en el momento de la disolución, justo antes del florecimiento.
¿Cuándo lo dejé entrar? A ciencia cierta no lo sé. El peso de sus cadenas rodeando mi cuello me hizo tomar conciencia; no solo de él, sino también de una parte de mí, una que nunca será mía. Cierro los ojos y la miro, escucho su voz de otro tiempo. Al hacerlo estos miembros se deshacen en medio de una dulce viscosidad. Es bien sabido que la manzana es más roja y apetecible cuanto más alta.
Esta noche, lo que hay de natural en ella, me mira. Quieta y cariñosa. La coincidencia de opuestos, el silencio y la euforia, lo vulgar y lo sublime, el caos y el orden vibrando en el palpitar de un zumbido divino también están dentro de mí.
Esta noche se prolonga demasiado. Quizás por eso pierdo el compás. ¿Debería sentir vergüenza? No, no hay culpa. La música que escucho y su minimalismo repetitivo combinan tan bien con mi alma, resuenan tan bien allí.
A veces pienso que me odias, y por eso no eres capaz de comprender.
Quiero acariciar tu rostro.
Quiero librarme de ti.
Pero cuando me dispongo a huir clavas tus garras. La sangre brota y con ella el perfume de la perfección. Me tiras al suelo, pero no me rompo. Si ésta es la manera de amar que te gusta, hagámoslo así. Sabes que es tarde para dominar a través de la palabra, de todo aquello que mucho y nada tiene que ver con el sexo, para dar forma a lo que soy.
El viento sopla y arrastra las hojas, pero no el dolor. Reposa junto a nosotros como un niño pequeño que, de vez en cuando, tiene espasmos y solloza inmerso en sus pesadillas. Mis piernas se abren. Su boca, sus ojos, sus manos, su peso apretando mi carne traen consigo algo muy parecido al gozo.
Se podría decir que estoy a punto de ser feliz, pero solo a punto, porque echo en falta el amor, lo que sentía antes de que mostrara su poder destructivo y me enseñara a hacer lo mismo. Ya no es un dios, pero aun así lo beso con el instinto del hambre, porque está lleno de mí, mirarlo es como mirar la faz encendida de un autorretrato.
Vierte palabras para salvar la distancia. Sonrío y lo beso nuevamente, esta vez de una manera más cálida, más humana. Me abraza como si pudiera protegerme. Quizás en el fondo lamenta que le haya servido de puta. Sus ojos tienen esa vaguedad de animal domesticado.
Susurra que en este combate no hay vencedor. ¿De verdad lo crees? Al cabo de unos instantes el calor de mi cuerpo y el olor de la Reina de la Noche lo adormecen. Es una planta hermosa, benéfica, pero también muy cruel. En la Antigüedad dedicaron cánticos y ofrendas al genio que bailaba en su interior.
Dicen que puede traer alivio, al igual que la muerte y la locura.
También, que los muertos son más sabios. Los locos, más perceptivos.
Cada uno de mis sentidos recorre la escena: la humedad del aire y su sabor, las luces, el parque sereno, la tierra mojada y la niebla que empieza a caer. Mis dedos se extienden para acariciar el césped, pero algo se opone, el filo de un cristal en el suelo.
Si fuera una de aquellas doncellas germanas, defendería mi honor. Lo ataría de pies y manos mientras duerme, y pienso —un poco de manera hipócrita— que no quiero atravesar su pecho. Diría, tan solo para mis adentros: “Despierta”.
Sin embargo, ahora miro con ojos desnudos. No estoy en contra de nada ni de nadie, ni siquiera de él. Mi voluntad ha elegido la vida, es decir, la verdadera muerte.