Por Brenda Raya
Ya sea ataúd o féretro el significado es el mismo: cajón para transportar a los muertos. El que muere va al panteón, a veces al fuego. Ya lo dice la sentencia popular “en polvo te convertirás”. Las despedidas por cremación llevan dos muertes consigo, la del muerto y la del ataúd que no vuelve a ser usado. Si un cuerpo reposó sobre él, se considera indigno volver a usarlos, es impensable usarlos dos veces. Desde su fabricación, esos objetos llevan una sentencia: guardar fidelidad a los cuerpos que los eligieron.
No siempre se elige lo que se quiere, con más frecuencia se elige lo que se puede, para lo que alcanza, lo más práctico. Así mismo se hace con el cuerpo lo que se puede. La muerte y el supuesto descanso eterno son tan caros como mantener la vida y a veces más. Para pagar un lugar en el panteón debe hacerse en efectivo, lo que supone al momento; la muerte nos encuentra sin ahorros, entonces los sueños del descanso eterno en el panteón se diluyen a la velocidad del fuego del crematorio, solución más barata, más accesible y para ser honestos, más simple.
Así fue como un ataúd llegó a mi casa
El cajón que la tía de un conocido usó para ir a la cámara crematoria se desocupó rápidamente y entonces el problema se presentó ¿Qué hacer con el objeto? ¿a dónde se tira un ataúd?
Gustavo pensó en Jorge que pensó en Braulio, que pensó en mí. Un trío de amigos que algunas veces la hacían de enterradores, pues siempre se necesita dónde colocar los cuerpos de los callejeros que en la ciudad mueren como moscas. De momento no, será después, veremos dónde guardarlo mientras alguien lo requiere.
Antes de medianoche ya estábamos en los crematorios de Centro médico. Jorge, el gran mago, con todo y camioneta para trasladarlo. No era un vehículo cualquiera, era una camioneta oficial, gubernamental, una camioneta delegacional.
El ambiente de dolor y llanto en la entrada no nos impidió ejecutar la misión con prontitud y cierta frialdad, como si a eso nos dedicáramos siempre.
Lo extraordinario del suceso nos puso creativos, pero nos duró poco el gusto. La avaricia hizo lo suyo y como cualquier grupo de buenos amigos, pensamos en hacer un negocio con el objeto.
Hay un nombre bastante elegante para estos momentos “folie à deux” traducido como: trastorno psicótico compartido. En palabras llanas “nunca falta quién te haga la segunda”. Empezó la ruta. Recorrimos las funerarias inocentemente ofreciendo “nuestro ataúd” al precio de lo que usted guste darme, y es que cuando lo vimos sobre la camioneta entendimos que un artefacto de ese tamaño no solo no cabría en ninguna de nuestras casas, sino que desentonaría un poquito con la decoración.
Los agentes funerarios, hasta entonces supe que esa frívola actividad tiene un nombre, nos mandaban directo a la verga en diferentes tonos y lenguajes. Al curso de nuestro recorrido veíamos cómo nuestra ilusión de una buena cena, chelas y vino se hacía cada vez más pequeña. Dejamos la imposible misión cuando uno nos dijo en seco: este ataúd ya está llorado, mira estos puntitos y señalaba el cristal, son lágrimas, ya no podemos venderlo. No la chinguen, mejor dónenlo, esos sirven mucho para la gente que se muere en los huracanes allá en el sur, allá por Tabasco, por ejemplo.
Bueno gracias, nos miró desaprobando y remató: mmmmta y además hasta de la delegación son.
Pinche pendejo ¿cómo lo vamos a donar? ¿qué no ve que a nosotros nos lo donaron? La madrugada nos inquietaba, Jorge tenía que devolver la camioneta. Pues a tu casa, dijo Braulio, eres la única que lo puede guardar por ahora, ya luego vemos qué hacemos. Asumí, no quedaba de otra, yo seguía pensando en negocios, pensaba por ejemplo que serviría para alguna película o una obra de teatro, en lo que se muere alguien, pensaba.
Subirlo no fue menos complicado, cinco pisos de por medio y los micropasillos de las casas de desinterés social nos hicieron volarlo con la ayuda de los vendedores de piedra nocturnos, que lo primero que hicieron fue darme el pésame. No vecino, no es grave, es para una obra de teatro. Para entonces ya empezaba a autoconvencerme de que eso sí sucedería.
La camioneta de la delegación se fue y entonces el ataúd pasó a ocupar la mitad de mi “estancia”, nombre que se le da al espacio de la gente que no tenemos sala. Los gatos no dejaban de olisquearlo, vaya pendejada que había hecho, pero que la avaricia no me dejó ver en su momento. Empecé a convivir con el artefacto y eventualmente prendía alguna vela. No vaya a ser que por acá ande el espíritu de la muerta. Mi vergüenza se mezclaba con confusión, solo pedía que alguien en la calle muriera pronto para poder usarlo.
Nunca pasó. Seis meses se fueron pronto.
La vida seguía y los amigos bohemios llegaban de vez en cuando, entre la banda se corrió rápidamente la anécdota, en mi casa había un ataúd ¡un ataúd de verdad! y cada vez más curiosos llegaban. Una noche al calor de las copas y a falta de sillones el ataúd se volvió banca, se doblaba con facilidad, pero no tanto como mis sueños de algún día usarlo decorosamente.
Tenemos que inventarnos un performance o algo antes que se termine de desintegrar, y de nuevo el “folie à deux” apareció. Mi amigo Daniel Mendoza el extraordinario y excéntrico fotógrafo, lo utilizó para una serie titulada: “La autobiografía de mi muerte”, donde un personaje lo intercepta, nombrada ni más ni menos que “La virgen loca”, de nuevo, no tuve opción. Interpreté debidamente el papel de la virgen. Y en la azotea, a solo unos escalones de la casa, el ataúd volvió a ver la luz.
Más meses y nadie se moría aún.
No lo sabíamos, pero esa última fiesta con el ataúd fue también nuestra última fiesta como amigos. Esa noche un grupo de tamboreros de esos que cantan a Shango y Yemaya llegaron a casa. Eran muchos, hubo mucha música, esa noche la unidad no durmió. Llegó el momento de la ocurrencia pacheca, vamos a meternos en el ataúd. Decían y empezaron a apostar entre ellos. El primero en hacerlo fue mi amigo el Teks, nos pidió que le cerráramos la puertita y que le tocáramos para que el saliera. Luego le siguió el Barbas. El ambiente era una mezcla lúgubre de risa y desconcierto. Los Caifanes hubieran palidecido ante semejante actividad.
La perversidad le ganó a la diversión. Ya nadie quiso seguir.
Un amigo viejo nos dijo —de nuevo— que éramos unos pendejos, que eso no se hacía, que el espíritu del muerto seguía ahí y que hacer eso era una tremenda falta de respeto. Los ataúdes son de una sola persona, de un solo uso pues.
Naturalmente no le hicimos caso.
Harta de vivir con el pinche ataúd, un día me decidí a tirarlo. Con ayuda de Uriel lo desarmamos y lo doblamos, se redujo tanto y terminó tan pequeño como una caja de cereal. En el kilo nos dieron 34 pesos por él, porque —de nuevo, otra decepción— no era de metal-metal, dijo el comprador.
Materializamos los 34 pesos en dos paletas de hielo. nos reímos, recordamos. Aún nadie se moría. El ataúd empezaba a ser un recuerdo.
Pasó el tiempo y así nomás, un mal día una enfermedad silenciosa se instaló en el Teks. Murió rápidamente. Aunque inaceptable, la despedida no fue tan triste, verlo de nuevo dentro de una caja me hizo recordar esa larga noche de risas, siempre en una nube de música, con la soberbia certeza de estar siempre juntos. Un año después de su muerte, casi por las mismas fechas el Barbas lo fue a alcanzar. Los dos pachecos que se burlaron de la muerte esa noche rara de ambiente santero son igual que el ataúd, memoria.
Al fotógrafo Daniel Mendoza el museo archivo de la fotografía, tuvo a bien rendirle homenaje este año, como uno de los últimos alquimistas, aunque yo más bien diría el más necio de los alquimistas. Entre su vasta obra seleccionada, el alquimista mostró la serie con el ataúd y la virgen loca que era yo en ese momento. La imagen borrosa del estenopo me lleva a esta historia, la avaricia, la complicidad, el recuerdo de un par de amigos y la certeza de esa frase popular que desde la infancia nos repiten: Con la muerte no se juega.