Alex Darío Rivera M. | Minificciones

Alex Darío Rivera M. (Santa Bárbara, Honduras, 1975). Ha publicado en poesía: «Introspecciones extintas», «Desde los balcones», «Mortem» y “La lluvia no llega”. Libro de microhistoria “SITRAMEDHYS, medio siglo de lucha» (2015). En cuento: «De fugas y acechanzas» (2012), «Recuentos a media luz» (2013) y «Hendiduras» (2020). Antologado en «Honduras, sendero en resistencia»; «Poetas en los confines»; «Kaya Awiska, Antología del cuento hondureño»; «Antología del cuento hondureño Siglo 21»; «Tratado mesoamericano de libre poética: ecos náhuatl Honduras-México»; «Letras sin fronteras II»; «El baile del dinosaurio», antología de minificción hondureña» y «Despierta humanidad» Antología Poética Internacional Homenaje a Berta Cáceres».

 

 

 

Cavilaciones de un X Men común y corriente

Escuché el golpe seco de la lavadora. Malhumorado, detuve la película. Justo al cruzar la puerta de la habitación, ésta se abrió sola, y atravesé diagonalmente la casa buscando la cocina. Al acercarme a la puerta de tela metálica que da al patio, ésta también se abrió movida por alguna voluntad desconocida. No he puesto sensores automáticos; así que, si ese fenómeno no fuese causa de alguna ráfaga de viento, es probable que había descubierto, un poco tarde, poseer alguna especie de superpoder.

Tendí la ropa; y avancé buscando reingresar a la casa. Limpiaba las gotas de sudor que bajaban de la frente e intentaba recordar el momento en el que había detenido la película.

Llegué a la puerta, y esperé con cierta naturalidad a que se abriera sola, sin tocarla; y nada. Entonces supuse que, a lo mejor, faltaba algo de concentración. A pesar de mi mejor esfuerzo, la puerta seguía ahí, quieta. Extendí el brazo, tomé la manilla, y jalé. El frescor interior de la casa fue agradable, sin que ello me ayudase a erradicar, el sentido de frustración por haber disfrutado de mi super poder de manera tan efímera.

 

 

 

Fuga

Esperaba que esas horas se fueran como el agua, silenciosas, encontrando agujeros por donde fugarse. Imaginó entonces que esas aguas se agitaban bulliciosas, rompían sus costillas en los riscos, impulsaban la popa de barcazas o guiaban la danza de los cardúmenes. Sospechó que esas horas, como el agua, ascendían en forma de bruma e intentaban suicidarse a manera de lluvia. De constatar esa analogía, aguas habitaban la memoria, y de horas estaba constituido el canto en las caracolas y el viaje cansado de los marineros.

Las horas son agua, especuló.

Ojalá que, durante estas aguas, caviló mientras observaba su viejo reloj Bulova y escuchaba la palpitación de la aguja ante la fuga de cada segundo, en otros mares nunca falten voluntades que intenten escaparse hacia la otra orilla.

 

 

 

El oficio de esperar

Arrancaba las cuerdas, decapitaba los péndulos y sacudía la arena de los relojes. Desprendía las hojas a los calendarios, negaba la llegada cíclica de solsticios y equinoccios. Desorientaba las agujas imantadas de las brújulas. Torcía el tallo a los girasoles obedientes a la luz. Escondía las estrellas al ojo cíclope de los astrolabios. Nublaba la mirada lejana de los telescopios. Tendía cortinas a los amaneceres y encendía fogatas a la noche obscura. Fumaba a prisa, ansioso, y agujereaba las tazas de café. Todos esos rituales eran simplemente intentos fallidos de engañar el tiempo y la distancia, tristes oficios, jornales infructuosos a los que se dedicaba, mientras esperaba a ella.

 

 

 

Arte de zurcir

La gente no lo percibía, pero un haz de luz brotaba de su pecho y se perdía con el resplandor del sol cada mañana. Nadie le mostró la forma de zurcir un alma rota. Nunca se le leyó el manual de cómo contener la vida que se escapa a borbotones por la memoria de una herida. Ninguno le sentenció sobre la persistencia en el recuerdo heredada por una cicatriz. Durante las noches, avanzaba a tientas guiando sus pasos tambaleantes con ese leve brillo emergiendo de su pecho. Tan pequeña esa lucecita que tropezaba frecuentemente. Era consciente de que solo él la miraba, que era invisible a los demás, y mientras tanto, durante unos cortos segundos de tiempo, después del grito de dolor provocado por cada trompicón, lamentaba tardar tanto el acostumbrarse a la oscuridad.

 

 

 

Ángel caído

Desde sus dedos, y no solamente de manera auditiva, sino táctil, percibía el característico chasquido de la fricción entre el plástico y el cobre provocado por las partes internas del interruptor al accionarlo. En medio del tedio y el cansancio, supuso ser un patético dios hacedor de la luz y la oscuridad. Acababa de regresar a casa, aun con las alas extendidas, y los párpados grises y pesados como el plomo. Los intervalos de oscuridad y luz le generaron un mayor desconcierto, entonces la apagó para disfrutar unos segundos el silencio y la nada. Activó de nuevo el interruptor, y no hubo respuesta.

Gracias a que esa era una rutina cotidiana, antes de que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, él había logrado acomodar, con sorna, sus alas de utilería debajo de la cama.

 

 

 

Estridencia

Siempre creyó que los truenos traían hacia él, lejanas voces. La estridencia de esos fragores espoleaba esa necesidad humana de buscar refugio en la horda, en la manada, y suponía era la más fácil explicación de lo gregario, de la necesidad del resguardo de la caverna, la tibieza del fuego o el abrazo. En él, el simple hecho de observar asustado el relámpago que antecede al trueno le provocaba sospechar primitivas evocaciones de lo incógnito que lo habitaba, y lo que suponía ser. Creía que los truenos develaban el desamparo y la pequeñez humana, y trazaban el linde entre el fuego y la ceniza, entre la vida y la muerte.

Y aunque estaba convencido de que los truenos eran la reminiscencia de milenarias fraternidades y ancestrales miedos; con los ojos entrecerrados, salía corriendo en pelotas por las calles del pueblo debajo de las tormentas.

 

 

 

Sin culpa

El dolor cada vez más fuerte. ¿Lo mataba la quimioterapia o el cáncer? El sabor acre en la boca, con ahínco. Había pecado sin culpas. Sin cargos de conciencia. Si hizo daño, fue sin premeditación, alevosía o ventaja. Si amó, fue con premeditación, alevosía o ventaja. Estaba libre de temores al infierno de Dante y ambiciones al paraíso celeste, por tanto: ¡He vivido! gruñó fuerte para que nadie le escuchara. No temía a la muerte, aunque en ocasiones escuchó sus pasos acercándose, a veces con prisa; en otras, alejándose lentamente. Estaba listo para pagarle la factura. No le quedaría en mora, le saldaría centavo a centavo.

Sonrió. El frío metálico en su sien fue, probablemente, su última sensación terrenal.

 

 

 

Absurdo

Estaba trabajando en la caracterización de otro personaje. Ese papel de pendejo, si bien es cierto representaba de manera casi magistral, aunque olvidase la modestia, era agotador. Libre de eso, el público no sabía delimitar el linde, la frontera entre la persona y el personaje, entre el sujeto y el actor, entre la existencia y la obra, entre la vida y el teatro, entre la vivencia y la supervivencia, entre la amistad y los intereses.

Esa noche, preparó la máscara, la indumentaria, el maquillaje, las poses, y trató de leer y releer el argumento de esa obra en la que los actores seguían asumiendo su papel pasivo, sentados en el escenario, esperando a que los espectadores les siguiesen entreteniendo desde las butacas.

 

 

 

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