Por Liliana Rojas
Tenía doce años, y de eso hace una eternidad, cuando mi madre se casó con un francés que conoció en alguna parte de Quintana Roo. De la incandescente belleza de ese sol y de esa arena me he enterado por terceros, a mamá le gustaba viajar sola. Más bien prefería hacerlo sin mí. Después de sus vacaciones, de vuelta con nosotros a la casa de los abuelos, estaba ansiosa por partir de nuevo, esta vez a una aventura trasatlántica. Si también hubiera podido dejarme cuando decidió casarse y mudarse con su nuevo novio, lo hubiera hecho sin el menor recelo. Creo que la abuela incluso lamentó haber exigido rectitud moral a su hija pues a final de cuenta, nadie sufrió tanto como ella con nuestro salto de charco. La abuela lloraba inconsolable al despedirnos en el aeropuerto internacional Benito Juárez del entonces Distrito Federal. Ese día, ella y mi abuelo, que en paz descansen, me regalaron un fino y ligero crucifijo de oro con una cadena para llevar alrededor del cuello. Mi madre les había dicho que nos íbamos a París. A lo mejor no quiso mentir. Pero más tarde descubrimos que la región parisina era muy grande y que la ciudad donde vivía Frédéric, no era París.Leer más