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Por Miguel García[1]
«Yunta oscura trotando en la noche…», canta Alberto Castillo. Y María Dolores, mi madre (a quien llamaremos Lola), suspira, pierde la mirada en sus adentros y suelta un susurro que dice: «esa voz…» No necesitó decir más, no quiso ahondar en el agrado que le provocó el cantor, se limitó a decir lo que dijo y ya. El conocimiento del tango de Lola abarca algunas letras del repertorio gardeliano y un número reducido de interpretaciones y orquestas, algunos títulos evidentemente famosos, algunos artistas como Hugo Del Carril y Libertad Lamarque (a quienes no cuenta entre sus predilectos), pero en su gusto, siempre Gardel, el incuestionable, el inamovible.
El México tanguero es gardeliano. Cuántas veces no me habré topado con un viejo que me habla de tango como cosa propia, de sus tiempos, que enumera «A media luz», «Caminito» o «Yira, yira». ¿Qué habría sucedido si el astro no hubiera cerrado los ojos en el accidente de Medellín y hubiera concretado la famosa gira latinoamericana que culminaría en México? ¿O necesitaría esa muerte prematura para erigirse en lo que es ahora, un mito mundial? Jamás lo vamos a saber. Lo que sí es evidente es la afición que los mexicanos entendidos le tienen a Gardel, pues todos hemos escuchado al menos el nombre y su relación con el tango, a pesar de que no sepamos más que eso.
Ahora vuelvo a Lola. Hace unos años recibió varios discos de tango; muy variados entre sí, con grabaciones que van desde «Tiempos viejos» por Canaro y Charlo o «Qué querés con ese loro» por Sofía Bozán, hasta «Halcón negro» con el Sexteto Mayor, «Pasional» con Alberto Morán» o «Chiquilín de Bachín» con la Orquesta Estable del Teatro Colón, sin dejar de lado la época de oro con «Al compás de un corazón» por Caló y Berón o «Será una noche» por Basso y Ferrari. Esto supuso un ensanchamiento en su sensibilidad tanguera, pues hasta antes de haber escuchado esa diversidad de títulos e intérpretes, su gusto se restringía a los últimos temas que grabó Gardel: «Tomo y obligo», «Cuesta abajo», «Melodía de arrabal», «Si supieras».
En algunas conversaciones y en momentos de la convivencia con mi madre, ella había manifestado un agrado especial por la música de milonga. No me pareció extraño, pues uno de los motivos por los cuales uno escucha música es para alegrarse, y el tango —con el carácter que adquirió desde que a los bandoneonistas se les ocurrió que el sonido melancólico de su fuelle venía bien con el sentimiento de aquellos hijos de migrantes cuya identidad no estaba totalmente determinada; desde que Gardel se inventó las características del canto con las palabras «percanta» y «amuraste»; desde que Julio De Caro lo volvió lento para poder expresarse mejor con los recursos que permite la disciplina musical— se nos presentó a nosotros, mexicanos, en una versión que a primera vista se emparenta más con la tragedia y el sufrimiento que con la alegría. Lola tiene poca paciencia, por eso ha llegado a decirme, en la escucha de «A Evaristo Carriego», que esa pieza la está arrullando.
Por eso llamó mi atención que un día, al escuchar a Alberto Castillo cantar «El pescante», ella dejara escapar un sincerísimo «esa voz…» acompañado de un suspiro, porque desde la primera intervención del cantor hay algo de ternura, de vigor y de barrio que se trasluce en el sutil alargamiento de la u en «yunta», y que la sensibilidad de Lola detectó de inmediato. Nuestro humor cambia según las circunstancias; mi madre es solitaria, más bien sombría, triste y por momentos alegre, juvenil y bromista. Por eso no me extraña que el tango sea uno de los sonidos que más la satisfacen. El intervalo que va del Gardel de los años 20 y 30 al Alberto Castillo solista de los 40 y 50 dejó los cambios más profundos en la estética del tango; quedaron en el olvido algunos rasgos, recursos e intérpretes; otros siguieron brillando; algunos se adaptaron y lograron sobrevivir a la ola juvenil de artistas como Troilo, Pugliese o Gobbi, y aunque por dentro todo se movía, temblaba y se reacomodaba impetuosamente, el tango seguía vivo.
La percepción de una mujer mexicana —cuyo padre fue profundamente gardeliano porque, a su vez, la madre de éste también lo fue— que vivió el último tercio del siglo xx y lo que va del xxi en cuanto a un género musical que no nació en su patria depende de muchos factores que, de circunstancia en circunstancia, se va delineando en un camino difícil de rastrear y que resulta en que la justificación de su gusto es su tradición familiar. Sin embargo, en una familia no siempre los hijos se quedan con la propuesta de sus padres; por el contrario, la confrontan y se rebelan ante ella. Ahora bien, en el caso concreto de Lola, si ha sobrevivido esa preferencia no sólo se debe a la tradición anterior de su familia sino también a la posterior, con este su hijo que decidió tomar al tango como forma de vida. Acaso si no hubiera yo elegido esto como mi hábito de subsistencia, la pasión más arraigada, Lola habría olvidado el tango para hacerse presente en contadas ocasiones como un débil recuerdo, al escuchar alguna canción del repertorio gardeliano que la llevara a decir «ésa la cantaba mi papá».
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La revista Sur de Buenos Aires, en su número de las postrimerías del año 53, incluyó entre sus páginas un breve artículo de Julio Cortázar titulado «Gardel». Un Cortázar, argentino anclado en París que a la mitad del siglo permanece en la capital francesa, añora su tierra natal, de la cual el único enlace de evocación que le llega son los gorriones que cantan en su ventana, idénticos a los que cantan en las calles de la capital porteña, hasta que un grupo de amigos le obsequian una victrola y discos de Gardel. Según Cortázar, es la mejor manera de escucharlo y enumera los pasos (qué obsesión por andarse con instructivos) que hay que seguir para poder disfrutarlo mejor:
en seguida se comprende que a Gardel hay que escucharlo en la victrola, con toda la distorsión y la pérdida imaginables; su voz sale de ella como la conoció el pueblo que no podía escucharlo en persona, como salía de zaguanes y salas en el año veinticuatro o veinticinco […] hasta parece necesario el ritual previo, darle cuerda a la victrola, ajustar la púa.
El escritor, inquisitivo en lo que lo apasiona —como debe ser todo artista—, hace una distinción: por un lado, los jóvenes, que prefieren al Gardel de «El día que me quieras», enmarcado con la orquesta cinematográfica de Terig Tucci; y por otro, la predilección de los viejos que crecieron con esas primeras grabaciones exitosas de los años veinte. En ese proceso de sofisticación e internacionalización que definen la trayectoria de Gardel, desde sus duetos con Razzano, luego su acompañamiento de guitarra y su última etapa con esa orquesta que lo vuelve lírico, Cortázar vislumbra un reflejo de los cambios culturales de los argentinos, que llegan incluso al terreno de lo moral: «el Gardel de los años veinte contiene y expresa al porteño encerrado en su pequeño mundo satisfactorio: la pena, la traición, la miseria, no son todavía las armas con que atacarán, a partir de la otra década, el porteño y el provinciano resentidos y frustrados […] Cuando Gardel canta un tango, su estilo expresa el del pueblo que lo amó».
Según el escritor, ese cambio deriva en una degradación del gusto (reflejo de la degradación moral de la sociedad argentina) que va de la elegante voz que canta «lejana Buenos Aires, qué linda que has de estar» en los años veinte, hasta el «ululante “¡Adiós, pampa mía!” de Castillo». Varios aspectos más señala Cortázar y aparece, entonces, el que propone a Gardel como un artista de cierta pureza, que se gana la amistad y el cariño con su canto, y no como los boleristas que visitaban su país en los cuarenta y cincuenta, con pretensiones de sensualidad y envueltos en una tendencia de la música a convertirse en un producto industrial y global. Más adelante hace comentarios acerca del tango «Mano a mano» que culmina con la afirmación de que
da la justa medida de lo que representa Carlos Gardel. Si sus canciones tocaron todos los registros de la sentimentalidad popular, desde el encono irremisible hasta la alegría del canto por el canto, desde la celebración de glorias turfísticas [referente a las carreras de caballos] hasta la glosa del suceso policial, el justo medio en que se inscribe para siempre su arte es el de este tango casi contemplativo, de una serenidad que se diría hemos perdido sin rescate. Si ese equilibrio era precario, y exigía el desbordamiento de baja sensualidad y triste humor que rezuma hoy de los altoparlantes y los discos populares, no es menos cierto que cabe a Gardel haber marcado su momento más hermoso, para muchos de nosotros definitivo e irrecuperable.
En un extremo de su balanza coloca a Gardel como el pasado, el buen gusto; en el otro, a Alberto Castillo como su actualidad de entonces (1953), el mal gusto. Argentino anclado en París, se siente con la autoridad para opinar sobre las cosas de su país, y —como uno de los tipos más característicos de tanguero— al final transparenta esa tendencia de afirmar que la época pasada, aun sin el progreso posterior, fue mejor.
«Vivir es cambiar, darle paso al progreso que es fatal», cantó Homero Expósito en una de sus páginas más memorables; y ya antes, José María Contursi declaraba en unos versos casi olvidados: «el progreso ha destrozado toda la emoción de mi arrabal», y Tagle Lara le dijo al desaparecido puente Alsina: «sos la marca que en la frente el progreso le ha dejado al suburbio rebelado que a su paso sucumbió». Tanto progreso dejó un cúmulo de cambios establecidos con el tiempo, trajo nuevos paisajes, nuevas costumbres, nuevo carácter, así como también acabó con otros tantos. Cortázar, en el fondo, manifiesta el dolor por la pérdida de la patria de su niñez, de sus tiempos, y lo disfraza con la figura de un Gardel que lo representa, en comparación con un Alberto Castillo que casi grita «¿qué saben los pitucos, lamidos y shushetas»; un progreso que acabó con el viejo buen gusto de la música popular. Lejos de su terruño, opina acerca del tango como una manera de acercársele.
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En el recorte de un periódico que tuve en mis manos, proporcionado por mi amigo y otrora compañero del programa Cien Años de Tango Francisco Luna Llamosa, pude leer un texto en el que Jorge Luis Borges afirmaba su incapacidad para gustar de Gardel. El motivo principal es el sentimentalismo que el cantor vertió en sus interpretaciones, ajeno al carácter original del tango, más bien alegre, burlón, esa mezcla de coraje inocente y más ímpetu e impulsividad que reflexión de los hombres que lo cultivaron en el siglo xix, que sin problema se atrevían a pelear a cuchillo con cualquiera, sin ningún motivo aparente, acaso por valentía o por diversión. Recuerdo asimismo que en ese texto breve mencionaba un coloquio con una de sus sobrinas, a la que interrogaba sobre el porqué de tanto revuelo por Gardel, a lo que ésta respondía: «la voz, tío, la voz».
No es desconocida esta postura del poeta en cuanto al tango, que quedó registrada en un capítulo así titulado, «El tango», en el libro que dedicó al estudio del poeta Evaristo Carriego, así como en cuentos («El Sur», «El hombre de la esquina rosada», etc.), poemas («El tango», «Alguien le dice al tango» o las milongas del volumen titulado Para las seis cuerdas) y en un racimo de conferencias grabadas fonográficamente y que en 2016 fueron impresas por la editorial Lumen.
Por su parte, Cortázar, en el mismo artículo que cité anteriormente, menciona una conversación que sostuvo con Jane Bathori, francesa que conoció a Gardel en un viaje aéreo. El escritor le preguntó qué le había parecido y ella con énfasis le dijo que era encantador, y remató con una frase expresiva y concisa: «y qué voz…»
¿Qué sucede con Lola, mi madre, que tanta afición sostiene por Gardel y que, sin embargo, quien la hizo decir «esa voz…» fue Alberto Castillo, a quien Cortázar juzga negativamente y Borges ni siquiera tiene en cuenta?
El gusto cambia según épocas, circunstancias de vida y ánimo. Incluso en determinados momentos podemos disfrutar profundamente la interpretación de un artista y al otro día no. Los gustos fijos se adhieren tanto a nuestra cotidianidad que llega un punto en el que el disfrute es tan natural que ya no proferimos palabras de elogio al artista; sin embargo, cuando reparamos en un aspecto que antes habíamos pasado por alto, el impacto es muy poderoso. Cuántas veces no habrá escuchado Lola «El pescante» y sólo ese día, a esa hora, con el ánimo de ese momento —sin teorías, sin análisis, sin juicios críticos—, le provocó la sensación que la orilló a decir lo que dijo como víctima de un hechizo.
[1] Ciudad de México (1986) Comprometido difusor de la música y la cultura del tango desde sus distintas vertientes: la interpretación dancística, la enseñanza, el estudio y la investigación. Se desempeña como productor y conductor del programa Cien años de tanto, transmitido por la señal de Radio UNAM.
Inspirador artículo sobre el tango. Luego de leerlo he ido a escuchar «El día que me quieras». Saludos.