Una trilogía inesperada

Por Christian Jiménez Kanahuaty

Rodrigo Fresán, escritor argentino nacido en 1963, logró establecer un modo de entender la literatura desde la recurrencia de los episodios y temas en el centro que bien podría convertirse su obra a partir de la publicación de la trilogía que significa la composición que existe entre La parte inventada (2014), La parte soñada (2017) y La parte recordada (2019).

Todas ellas juegan a versionar un viejo tema literario: el modo en que piensa y trabaja un escritor. Pero lo hace con nuevas herramientas y estrategias. Ligadas al posmodernismo y las vanguardias, Fresán en estos libros organiza un mundo literario que suplanta al mundo cotidiano por el que transitamos los seres humanos. Pero no por ello aquel mundo de ficción es o menos peligroso o menos dudoso. Y es que buena parte de la literatura apuesta por consolidar un orden en la ficción planteada. Hay cierto modo de que todo tenga un lugar, un principio, más o menos un fin y, ciertamente, también un eco o efecto de gravedad en el lector que le motive a inducir ciertas particularidades de la historia en su vida, con lo cual, la literatura no sería sólo un entretenimiento. Sino más un modo de entender la realidad. Algo así como una epistemología. 

Es un método de conocimiento por el cual en doble medida conocemos tanto el mundo que nos plantea la ficción como el sentido en que el autor organiza ese mundo. Esto quiere decir que el mundo en tanto punto de vista resulta un proceso de conocimiento comunitario y no solitario. Un lector se aproxima a un libro con la idea de entretenerse un momento, pero sale de él, transformado porque pudo constatar el modo en que piensa y construye su interior otra persona. En este caso, también se apuesta por la construcción de un proceso de intersubjetividad. Por más que en ese momento el escritor no esté presente en la lectura que el lector realiza del libro.

Pero lo hace a través de sus actos. En el efecto de continuidad que el lector tiene sobre su propia vida desde el momento en que leyó el libro. Y los libros de Fresán tienen la rara cualidad de establecer ese efecto de continuidad desde la cultura de masas. Las referencias que plantea desde la música, el cine, la pintura y la literatura ingresan a la novela para dotar de espesor vital a sus personajes. No son sólo afanes degustativos y demostrativos de parte del autor. 

Ese enlace en el que la realidad cultural de un momento histórico ingresa en las novelas está también fundado en el hecho de que la historia no es ajena a la experiencia de los lectores. Porque se trata, al fin y al cabo, de una experiencia humana que trata, entre otras cosas del acto de crear. Y aquí, en las novelas, que se trate de un escritor funciona solo como hipótesis de trabajo, reforzando de ese modo la noción de que la novela es también una gran investigación que despliega posibilidades tanto analíticas como estéticas y estructurales con el fin de resolver o ralentizar o postergar o anular una trama.

Así, Fresán ingresa en el terreno de la elaboración teórica de la novela desde la novela. Dando así un sentido más a la cobertura que sobre la novela tenemos noción. La novela funciona como ensayo de interpretación de la realidad social cuando las ciencias sociales de un país se encuentran sometidas a un poder político que anquilosa las instituciones educativas. Y una novela se convierte en un terreno de la fabulación cuando el realismo es lo que impera en la vida cotidiana y sobre abundancia es justamente la necesaria ansiedad de los ciudadanos por ver satisfechas sus necesidades básicas.

Y es simple trama cuando en sociedades industriales, el efecto de continuidad está marcado por el tiempo de ocio que se dedica entre tarea y tarea, con lo cual, pensar o desentrañar una trama no es bien visto ya que demora el avance de las páginas. Lo que se quiere es terminar con el libro, porque de ese modo el lector sentirá que hizo algo con su tiempo libre. Un tiempo libre que debe ser, entonces, productivo, para justificarse en lo económico y moral.

En cambio, las novelas de Fresán no están hechas para cumplir con estos requisitos. Al contrario, desbaratan esta figura del lector dado que apuestan por un lector lento, capaz de atar cabos y de esperar y de relacionar un libro con otro y una idea con otra y, a veces, incluso de retroceder para entender mejor la ejecución de una frase o el fraseo de un personaje.

Con ello, es claro decir que cada uno de los volúmenes de esta trilogía se enfrenta directa o indirectamente con un autor consagrado. Está Vladimir Nabokov, está Emily Brontë y luego, F. Scott Fritzgerald. Todos ellos contribuyen a la trama de forma directa y se podría decir que sin ellos no existiría trilogía alguna. Son entonces sus novelas también reformulaciones de los mitos que estos autores diseñaron en novelas como Lolita, Cumbres borrascosas y Tierna es la noche. Y es bajo ese paraguas tridimensional de la pasión humana y del fracaso como expresión de un deseo consumado que la trilogía se convierte en algo que nace de la literatura, ingresa a la vida y retorna a la literatura.

Se nutre del mundo de Fresán en tanto escritor, pero reformula alguna de sus señas particulares como persona de carne y hueso, con el fin de realizar un quiebre entre la división dada entre realidad y ficción. Porque entiende que cuando se hace literatura de partida se debe entender que dicha división carece de sentido.

Toda la trilogía se sostiene sobre el presupuesto de que la noción de ficción debe ser detonada, porque incluso en la más verosímil de las historias y biografías siempre hay una dosis de ficción o de especulación. Y, es más, todas las buenas historias, sean basadas en hechos reales, biografías o novelas o crónicas, para permanecer en el tiempo, deben poseer un poco de ficción. La realidad por sí misma no basta. No alcanza para bordear el conocimiento que deseamos adquirir sobre una vida notable o para entender el corazón humano de la persona a quien amamos. Mucho menos entenderemos sin la ficción, la vida de personas de otro tiempo, otra geografía y otros idiomas.

Con este postulado, Fresán ciertamente se arriesga a postular una teoría crítica de la literatura que se basa en algo simple, pero sutil. La literatura proviene de la literatura y sólo es capaz de persuadir al más astuto de los lectores si en su camino establece el principio de que toda literatura también es un juego que se establece entre la imaginación y la ensoñación. Porque reinventamos lo que vivimos cada vez que lo recordamos.

Y por, sobre todo, porque no conocemos de verdad los efectos de nuestros actos en las demás personas, por lo tanto, la ficción es una especulación en el tiempo, y con ella podemos establecer mejor el efecto de continuidad de nuestras acciones, palabras y maneras de ejercer el poder o la soberanía o el cuerpo.

La teoría de Fresán es que todo libro de ficción entraña en su interior, un modo de visualizar que todo está conectado. Nuestra memoria no es tal sin la música, sin las emociones ni los sentidos. Cada parte de nuestra mente es accionada por un catalizador externo. Y cuando todos se conjugan, lo que ocurre no es un efecto de vívida memoria, es lo contrario: se consuma la creación. Creamos un nuevo recuerdo. Le añadimos cosas, le aumentamos sensaciones, siendo cada momento más y más capaces de nombrarlos porque ahora los relacionamos con otros elementos y no los pensamos de manera aislada.

Por ello es que Fresán organiza el libro en tres partes, que a razón del autor fueron surgiendo de modo involuntario, pero aquello no invalida el proyecto ya terminado, sino que lo fundamenta en otra dirección. Y es que, en la organización y ejecución de la ficción, la sorpresa y el conocimiento nacen del simple afán de la experiencia que se nutre de la experimentación. El experimento aquí no es ni científico ni sociológico, es estético.

Por ello resulta un artefacto que puede ayudarnos a entender la literatura hacia adelante y hacia atrás. Vistas las novelas, entendemos el proyecto narrativo de acumulación que Fresán desarrolló desde la publicación de su primera novela (Esperanto, 1995) y dando así lugar al instante en que la trilogía piensa el futuro porque es capaz de contaminar con su experiencia y formulación el programa narrativo que se inaugura con la de momento, su última novela (Melville, 2022). De ahí en más, lo que resta es pensar a Fresán como un artista que interroga su objeto de trabajo, pero de tan conceptual, nos enseña los resultados de esa interrogación.

Entonces, el proceso como el procedimiento y el resultado con la novela y, en este caso, una trilogía que siendo involuntaria y naciendo por demanda del propio texto, se convierte en un objeto de percepción de la realidad literaria de un momento en que la literatura se puede pensar a sí misma desde su propio seno sin recurrir a la crítica literaria ni a la teoría literaria y con ello, formula un paso más hacia lo que ya está en El Quijote, que es el modo en que los personajes leen la propia novela en la que están siendo escritos y sientan juicios sobre ella.

Por ello, y finalmente, lo que es posible retener de la lectura de la trilogía es la experiencia narrativa que no se cansa de invocar el mundo para destronarlo de su potencia única y empalmarla a la fabulación para subrayar que la realidad está contaminada de fantasía y que dichas fantasías aparecen en forma de novelas, cine, chismes, recuerdos, memorias, canciones, pinturas y cientos de cosas más que anidan en el terreno cotidiano de cada persona cuando se apunta a ser lector.

 

   

 

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