Por Aníbal Fernando Bonilla
La poesía se manifiesta desde las más variadas formas que permite la condición vivencial, por lo tanto, aparece en la relación amatoria y en las fauces de la urbe noctámbula, en la estridente sonoridad que esconden los letreros iluminados con luces de neón y en la soledad que produce el desvarío del ser. Aquellos signos poéticos se descubren en el trajinar descomunal de los días y se redescubren a través de la pluma detenida en el umbral de la creación. El poeta reencarna el alma de los otros, se sumerge en las aguas en donde conviven pececillos de colores luminosos, aletarga a la penumbra en donde se esconden dolores ajenos.
La poesía contiene —en una especie de espiral— los enigmas reiterados del hombre a través del tiempo. La cosmogonía observada desde las diversas aristas del entretejido humano. La naturaleza expuesta en una amalgama de sentidos. La roca incandescente que emana del recóndito cráter. La celebración tras la cosecha. El beso en la frente como presagio de despedida.
La fiera consecuente (El Ángel Editor, colección Flor de Ángel, 2012), titula uno de los poemarios de Margarita Laso (Quito, 1963). Tres partes integran este corpus dedicado al monte y al trueno, al cazador y al bosque en donde anidan canarios y colibríes: “Pólvora fiera y toro”, “La fiera consecuente” y “El árbol de labios combustibles”. Los primeros textos retratan al bravo toro, a partir de su imponente presencia en el lomerío: “toro de la altura furor de negro fuego / parado en la cuchilla / de tinta o de carbón la furia entraña / tu corazón quemado de minero”. Y con ello, las hojas de los árboles, la acechanza de la fiera indomable, el lenguaje de la cascada, las manos del labriego junto al azadón y el aullido de lobos.
Evocación de volcán y de montaña, pero también de latente trepidar de besos y ausencias: “(…) este cielo / no es sino la llama que me marca / candente lumbre que te espera”. Es la búsqueda del pescador en el risco, en tanto, el sol se oculta de las frustraciones. Es laceración que provoca insomnio y desaliento. De repente, la historia se retiene en el mármol y en las batallas milenarias de aguerridos soldados surcando horizontes y quebrantando imperios con escudos, espadas y caballos de piedra. Los ríos atraviesan senderos inhóspitos, miradas selváticas, ambientes calurosos, en tanto, el viaje encausa al objetivo de reencontrarse con la pareja: “ahora viajo / voy a tu encuentro // las lágrimas del monte inquietan el oído / y la neblina con sus lomos de serpiente / el corazón // en la húmeda noche / que llevas y te lleva / las hojas tienen el sonido de besos que bendicen”.
Voz melancólica que produce “lágrimas de cera // en la arena del silencio” y que cierra cicatrices en cada configuración metafórica: “aunque oculto / hay un sol que amanece / a mi lado”. La fiera consecuente emerge del risco, el manglar y las tinieblas como un necesario alarido que profundiza la plenitud y provocación eterna. No cabe duda, que Margarita Laso le canta a las flores, al fuego y a la vida.
Así también lo hace en El camal de los leones (El Ángel Editor, 2018), poemario que agita los sentidos “otra vez otra vez otra vez”. Son textos que acumulan usanzas y que posiblemente se derivan de éxodos, amores vencidos, vértigo de pumas, junglas ocultas, ciudades en donde “las cuadrículas de los edificios / están pintadas de trapos / mangas cortas pantalones / se reflejan en sus propias ventanas // terrazas cundidas de rejillas escurridores / orejas de las casas / antenas que son y llaves de imágenes / sopor que puede verse”.
Son encadenamientos textuales que serpentean los avatares que va dejando el mundo. Cristales quebrados en las páginas mientras el lector sangra. Conmoción de lo enunciado y lo no dicho. Hay un manejo fonológico intencional, o una cadencia entre felinos. Cada trazo versal posee musicalidad. Con la anáfora: “blanca sobre las ancas negras del inmóvil caballo / blanca de dedos y caballos blancos”. Con la aliteración: “soy de tu piel arpada carne urgida / ungida urdida // pulso que vence / obedece y bendice”. La construcción del poema en “el umbroso misterio de la vigilia / del insomnio y la espera”. Zumbido que alienta la demolición de labios animales.
El camal de los leones se fracciona doblemente, la primera, con el título general de la obra, y la segunda, denominada “Ambigüedad y presencia de los óleos”, que, a su vez, se subdivide en “Oraciones confusas” y “Zona de azucenas”.
Hay una exclamación de la madre (llámese María o Magdalena) ante el hijo crucificado, piedad que implora el milagro, aunque “son sus manos pábulo de dolor estremecidas”, alabanza en la resurrección pese a las multitudes ingratas; rebaño ofuscado que huye de tempestades.
Los poemas finales son una combinación de pesar, llaga y éxtasis, al mejor estilo de la tradición literaria conventual iniciada en territorio ecuatoriano (Real Audiencia de Quito), entre los siglos XVI y XVII, quien, según registros serios, su nombre fundador fuera Teresa de Jesús Cepeda y Fuentes (sobrina de Santa Teresa de Ávila), al igual que Gertrudis de San Ildefonso. De esa heredad mística sobresale la confesión de hinojos (por ejemplo, en el soneto “Pies de astillas”); sentidas pinceladas que brotan de antiguas piezas artísticas en donde los pétalos blancos perfuman rostros angelicales, como preludio de la sanación-salvación terrenal.