[Sobre]volar el horror

Breve aproximación a Las voladoras de Mónica Ojeda

 

Por Jesús Guerra Medina[1]

 

Una imagen:

Nocturnas, dos alas de cóndor se abren como capullo, floreciendo una cabeza de mujer que se eleva en la oscuridad. Con la barbilla levantada, los ojos retraídos tras el escudo de los párpados —acaso para soportar la gravedad del viento—, sus cabellos flotan como una nube, abrazando a la luna que emerge del fondo gris, igual que un volcán. Abajo, un páramo borbotea montañas como jorobas de la tierra, exhalando su respiración de marea // su respiración que marea.

Las voladoras, colección de ocho cuentos de Mónica Ojeda (Ecuador, 1988), publicada por Páginas Espuma en 2020, abre su panorámica con esta ilustración que, a manera de portada, suspenden el contenido en un canto que resume los contenidos centrales del libro: lo femenino, el horror, el cuerpo —la mutilación del cuerpo—, y el paisaje andino que corre por las cordilleras, sobre volcanes, entre montes y montañas.

Todo cubierto por un manto de misticismo que predomina:

En sus relatos, podemos hallar un ansia por nombrar el horror que es corporal por emerger del sufrimiento; brotar de la violencia, que es telúrica porque cimbra la carne cuando el miedo de la realidad sobrepasa la razón. En este sentido, no sería extraño pensar sus historias como una experiencia física, pues muchas de ellas enraízan su vivencia en una sensación de desprendimiento, no sólo metafórica: plagan la mutación tanto literal como simbólica.

“Las voladoras” —relato homónimo de la antología— cuenta, en primera persona, la historia de una joven y su relación con criaturas de un solo ojo, que hablan el lenguaje de los bosques y se elevan a los tejados llorando miel por las axilas. Las abejas anidan sus pestañas cuando el llanto les llaga su cara de cíclope, no por emoción, sino por enfermedad. Lloran tristeza porque se dice voladora de las mujeres que se extravían, de quienes buscan familiares perdidos, cuerpos sin tumba que reclaman rescate entre raíces de árboles de sangre.

Su hogar son las montañas y anuncian el presagio de una fuerza informe, tal vez funesta: el deseo de Dios. Por eso espantan, porque cargan lo divino en su constitución. Un saber primordial que horroriza, pero excita a la vez. Es por ello que el padre de la protagonista las acaricia y se erige en erección que acosa como arma: amenaza violación; por eso atemorizan a la madre, porque recuerdan lo primordial del útero: el alumbramiento; por eso la hija, que está cambiando —niña-adolescente—, las abraza en consuelo, como iguales; descubridora del mundo.

Reflexionar “Las voladoras” es vislumbrar el cambio entre pubertad y madurez, liminales. Hay en ellas cambio y regreso; mudan estados, intermedios, entre la ingravidez y lo terrenal, entre la belleza —poética— y el horror —corporal—.

En “El mundo de arriba y el mundo de abajo” —relato que cierra el conjunto—, un chamán escribe en las piedras de la tumba de su hija un conjuro para revivirla a través de la muerte de su madre. Hay un intercambio: muerte viva por vida muerta. Conectar lo celestial y lo terrenal es su propósito, establecer un puente que Gabriela, hija del hombre “que no es Dios, pero se le parece” (Ojeda, 2020, p. 100), pueda renacer usando.

Un estira y afloja: Hanan Pacha y Ukhu Pacha. En el cuento, el chamán insufla vitalidad a un cadáver a medio camino entre el cielo —representado por los volcanes—, y los esqueletos que pisan los cascos del caballo que cabalgan sobre el erial.

Mientras que “Las voladoras” retrae la leyenda para elevarnos al tejado de los cielos, “El mundo de arriba…” aterriza el cuerpo en un viaje cerrado que concluye con la muerte, el duelo y un abrir la carne ante la mortalidad que desgarra.

En el esqueleto y la carne del libro, una arteria transversaliza: la violencia y el mito. La escritura y la oralidad de cuyo origen parten muchas de sus historias; “Las voladoras”, por ejemplo, inspirada en un relato oral del pueblo Mira de Ecuador; las umas de “Cabeza voladora” —cuya palabra significa cabeza en quechua—; la aparente brujería de la comadrona de “Sangre coagulada”, propio de los pueblos originarios.

Las historias de Ojeda andan a caballo entre el realismo y la fantasía. Y aunque creemos que el terror emerge como muelle para dar asidero, no aparece aquí como género, sino como condición. Además, hay que precisar, en sus páginas no es el terror el que estructura, sino el horror, o al menos, a juicio de quien ahora escribe.

 A pesar de que se suelen pensar sinónimos, existe en su definición una clara diferencia. Adriana Cavarero, en su libro Horrorismo: Nombrando la violencia contemporánea (2009), recurre a la raíz etimológica para esclarecerlos. Para ella, el primero remite al temblor por su origen ter, tremo o treo. Éste consigna al miedo no sólo en su dimensión psicológica como en la experiencia física: vibración de la carne que se relaciona, por tanto es dinamismo, con la huida; escape del peligro que amenaza con liquidar el cuerpo.

El horror, por el contrario, se relaciona con el congelamiento. Según Cavarero, por su etimología —horreo—, el sentimiento que éste genera es el estremecimiento, erizar los bellos, poner la piel de gallina a causa del frío. Su referente es la horripilación y, antes que empujar, paraliza. Habita en él un miedo que repugna en tanto apunta al quebrantamiento del cadáver descuartizado, que no es ya sólo concreción sino mutilación, lo “inmirable” de la muerte-muerta en el cuerpo desaparecido, de cuyo rastro sólo queda la cabeza en su rictus de eterno dolor; labios hendidos, lenguaje despojado de todo rastro de vida (Cavarero, 2009, pp.23-25).

Según Cavarero, la Medusa es la representación primaria del horror, no sólo por la metaforización del congelamiento de su mirada que petrifica, sino porque es, antes que nada, una cabeza decapitada en las manos de Perseo vencedor, estampada en la egida de Atenea que bajó de los cielos para luchar en la guerra de Troya. Así planteado, la repugnancia que éste suscita viene dada por el ultraje en contra de la ontología de la unicidad del cuerpo, pues su desgarro va más allá de la vida y atenta en contra de la propia condición humana: su vulnerabilidad.

El inerme, dice Cavarero, es la víctima del horrorismo por excelencia; aquel que, despojado de toda posibilidad de defensa, es destrozado por una violencia monumental, unilateral, muchas veces cometida por el propio Estado necropolítico (Mbembe, 2011). 

En este tenor, en el libro de Las voladoras encontramos terror, por supuesto, debido a la evocación telúrica —natural— de Terremoto: apocalipsis que abre la tierra como labios que muerden para tragarse la vida. En “En el mundo de arriba y el mundo de abajo”, por enfrentar y acunar la muerte irreversible. Sin embargo, impera, desde la portada del conjunto —clara evocación a la Gorgona—, una violencia que horripila por la descomposición orgánica del cuerpo social —pensemos en Luciana y Lucrecia, hermanas y amantes de “Terremoto”, y en toda la gente desaparecida por el fin-del-mundo contextual que da pie a la historia-poema—. 

Horripila porque las significaciones horroristas corren como río en la violencia estructural propia del sistema capital. Violaciones y abusos sexuales, como en “Las voladoras” y “Sangre coagulada” —en donde la precariedad en que crece a la niña protagonista motiva, en gran parte, el accionar de los abusos, tanto del pueblo que las acusa de brujas, como del hombre que en principio cuidaba de ella y luego la transgrede y embaraza—.

Violencia familiar y alusiones incestuosas, como en “Caninos”, en donde la protagonista —lo femenino otra vez— añora la dentadura del padre alcohólico muerto. En este caso, la llaga amenaza más que nada desde la psique, en el eco performativo de los traumas familiares; mientras que en “Slasher” lo hace desde lo físico. En este otro relato se narra la relación de dos hermanas músicas y el deseo germinado de una de ellas por cortarle la lengua a la otra, sorda. Un padre ausente y una madre insomne y depresiva enmarcan su historia. Una vez más, el horror surge del congelamiento que evoca tanto la muerte como la fractura de esa muerte latente en el plano cotidiano que los personajes cohabitan.

Acaso, la metáfora del vuelo originario de la portada del libro cumpla su designo cuando Ana, protagonista de “Soroche”, se arroje por un barranco luego de haber sido expuesta a la mirada de los otros, a través de la divulgación de un video que su pareja grabó mientras tenían relaciones sexuales.

Es la violencia —machista— terrenal la que la orillan al (intento de) suicidio. El horror, de nuevo, no nace de la imagen impactante de un monstruo o la metamorfosis de un indio en cóndor, sino de las redes de poder que la atraviesan; la que destrozan su sistema subjetivo al obligarla a un ideal que no corresponde con la realidad. Al sujetarla al lenguaje de la otredad que aborrece y desprecia: invasión y conquista —geográfica— del cuerpo ajeno, a través de las imágenes-representaciones-lingüísticas que le dan forma: “Sé lo que piensan todos los que lo han visto [el video]: que soy una vieja gorda y asquerosa. Eso es lo que piensan: que soy una vaca de ubres caídas y grotescas. Una vaca repugnante que muge. Muuu” (Ojeda, 2020, p. 82).

Tal vez el cuento más representativo para ilustrar esta condición horrísona que propone Cavarero sea “Cabeza voladora”, el cual narra el duelo de una maestra de universidad, que encuentra en su jardín la cabeza decapitada de su vecina adolecente. Se relata el feminicidio; cómo el padre, un reconocido oncólogo, mató a su hija de diecisiete años, la decapitó, envolvió la cabeza con cinta, y jugó con ella como si fuera un balón. Se ilustra la vivencia gráfica de la vida arrebatada y su prolongación, y posterior dispersión en las redes sociales; el hurgar la vida como una herida para hablar de ella como si no fuera más que un chisme que contar; designifican las palabras desde el desgaste significante, por medio de la repetición del discurso que se diluye en el eco del todo como un zumbido.   

A medida que el relato avanza, nuevamente aparece el quiebre del que hablábamos al inicio: grieta entre realidad y fantasía; en este caso, con la forma de un aquelarre y la leyenda andina de las umas: enormes cabezas de mujeres que pasean la noche en el vacío, masticando el aire. El horror, una vez más, no surge de este desajuste como de la vivencia en sí misma que nace de la realidad horrísona: el feminicidio y la violencia sistemática que aqueja las infancias y todo el espectro femenino que aquí se transfigura para resistir y crear comunidad.

En su libro, Mónica Ojeda discurre el horror cotidiano, retomando la tradición oral para configurar la noción de lo gótico andino; es decir, muerte capital significada a partir de los símbolos y la cosmogonía de los Andes.

Leer Las voladoras, ya lo dijimos, es una experiencia física en tanto retumba su impacto en el espejo de nuestras vidas; en tanto representa el sufrimiento corporal que nos hiere a través de la palabra signada en este contexto de muerte capital.

En el libro, sin embargo, una parábola:

poesía.

A través de la búsqueda de lo poético, Mónica encuentra cómo (describir y) resistir el embate de la violencia; la carencia del decir; y, ahí, en donde el horrorismo erradica, el lenguaje florece igual que un capullo que se abre; igual que una cabeza que nos sobrevuela, extendiendo sus alas de cóndor para

//cantar el futuro.

 

 

 

 

Bibliografía

Cavarero, A. (2009) Horrorismo. Nombrando la violencia contemporánea. Anthropos.

Mbembe, A. (2011). Necropolitica. Melusina.

Ojeda, M.  (2020). Las voladoras. Páginas espuma.

 

 

 

[1] Jesús Guerra Medina. (Ciudad de México, 1994). Psicólogo egresado de la Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco. Estudiante de Lengua y literaturas hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es autor del libro de cuentos Salvar la muerte (2022). Ha publicado relatos y artículos académicos en diversas antologías y revistas.  

 

 

 

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