Por Diana Peña Castañeda[1]
En tiempos de guerra se come mal. Eso nos cuenta Hemingway de unos soldados que estiran con los dedos unos espaguetis y beben vino a ráfagas para calmar el frío de la nieve en el frente mientras discuten sobre la necesidad de alimentar bien a la tropa para mantener la moral. Se come con el arrepentimiento “Me arrepiento de no haberte narrado nunca el esplendor de una aurora, la dulzura de un beso, el aroma de una comida” nos participa Oriana en un fragmento de la carta que escribe al hijo que nunca llegó a nacer en la simultaneidad de la ofensiva. Se come en el silencio del mar, nos relata Vercors, cuando por ordenanza militar se debe compartir el hogar con el enemigo. También se come con miedo, describe la mirada del niño del pijama de rayas quien engulle unos trozos de pollo ofrecidos por la ironía de la amistad que se alza del otro lado de la cerca.
“Se lavan bien los pies,
las mondas de patatas,
se añade media cebolla,
se pone a cocer en la olla
y se sirve con una rodaja de limón.
Se cena con miedo a que caiga un obús
y así tres años.”
En “Receta de cocina para los días de hambre” la pluma de Gloria Fuertes le ofrece al paladar algunos tubérculos despellejados que ha aderezado con apenas media cebolla y una rodaja de limón. En el fondo de la olla lo que se mezcla es la herrumbre del vacío que dejan los cañonazos, en contraste con el deseo de seguir viviendo. Por eso la poeta elige la papa porque como alimento es principio universal ¿Quién no la ha saboreado en totillas, sopas, guisos, puré, en el plato o en paquete?, ¿quién no ha apaciguado el hambre con una papa? Me encanta como bocadillo, horneada, calada con crema agria, un poco de caviar encima comentaría con altivez la zarina Catalina II.
En tanto que la vida es el primer derecho de todo individuo, ese simple agasajo alimenticio que prepara Gloria Fuertes emerge como la manifestación más sublime de resistencia. Porque la comida es eso: resistencia y supervivencia. Y uno la imagina. Toma una a una las papas, las lava, el agua que ha de caer desde el grifo en un levísimo hilo se desliza por entre sus dedos, ella deja, quiere sentir las curvas ovoides de cada bulbo, se detiene en las franjas terrosas para limpiar, frota; en el fogón el fuego abrasa, ya limpias las papas las deja caer en el agua que hierve. Afuera la tarde gris patina. Aparte, en una cacerola la cebolla en fracciones muy delgadas cruje en el aceite caliente, las adereza con el jugo de un limón.
Las papas llenan bien, piensa mientras se cuecen. También imagina unos campos doblados por el aire y cruzados por la divinidad de las aguas sin el temor del ruido de cañón o las cadenas de la esclavitud, sin que se estrangulen los días para acallar la vida. Inserta un cuchillo para confirmar que están blandas, las escurre, las incorpora a la cacerola para que doren y se impregnen del olor de la cebolla y el jugo de limón. Afuera se eleva el humo de los disparos, la tarde gris patina, una mosca se detiene en la puerta.
Receta:
Doce papas
Una cebolla morada
El jugo de un limón
Dos cucharadas de aceite
Sal
A falta de sal la poeta espolvorea granos de esperanza. Advierte de entrada a quienes esperan en la mesa, eso sí, que para dar buen provecho a su menú urge al lavatorio de los pies como la imagen más vital de la vida: la humildad y la igualdad de los unos para con los demás.
[1] Comunicadora Social, especialista en Comunicación Organizacional, Magister en Ciencia Política. Interés en escribir sobre la comida como elemento narrativo en la literatura y como arte simbólico de la memoria social.
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