Foto tomada de Sobre-T
Por Ximena Cobos
El problema de la función social de la literatura ha sido bastante cuestionado desde la crítica literaria; quizá sea porque asumir que ésta tenga realmente un oficio transformador intimida a los lectores, escandaliza a los críticos y compromete a los escritores. Sin embargo, es posible que la función exista, me atrevo a sostener, en relación a la sensibilidad social que tenga el receptor, y no me refiero a una simple capacidad de conmoverse. Si aceptamos que la literatura no es mímesis absoluta, tampoco ficción plena, y que tanto escritor como lector reconocen en la obra rasgos de la realidad objetiva abrimos la posibilidad a la empatía, una empatía social más abarcadora, y a la reflexión en torno a esa realidad mediante la lectura.
Precisamente, una de las novelas latinoamericanas que más requiere de la empatía es La isla de los hombres solos del costarricense José León Sánchez. Una pieza que resulta fundamental volver a poner constantemente a la vista de lectores “especializados” y “amateurs”[1], pues logra o debería conseguir que quien se adentre en sus páginas se responsabilice de reflexionar, buscar y compartir nuevas formas que contrarresten el sistema que hace funcionar las sociedades. Es así que esta es una invitación a la lectura consciente; no es suficiente ya escandalizarnos, criticar en sobremesa las acciones del gobierno, o atender morbosamente la experiencia de aquella familia cuyo miembro cayó preso. La novela, esta novela en especial cuyo tema es la cárcel, puede propiciar lo que no han alcanzado los medios de comunicación con su objetividad preponderante al cubrir motines en CERESOs o cualquier vicisitud penitenciaria.
Ya lo planteaba Kropotkin desde hace dos siglo y lo hemos ignorado, “es hora ya de que nos preguntemos si la condena a muerte o la cárcel son justas, ¿Logran el doble fin que se marcan como objetivo, el de impedir la repetición del acto antisocial y (en cuanto a las cárceles) el de reformar al individuo?”[2]. A partir de esta pregunta la lectura de La isla… se vuelve crítica, sin anular la experiencia subjetiva, pues en ella se funda la narración desgarradora de Jacinto, el protagonista. Una historia que podría dar la sensación de ser cíclica, cuyo efecto es el fastidio tras la transmisión puntual y detallada de los cuerpos doloridos, convertidos en materia no humana, vejados, cruelmente animalizados, sumidos en la desesperanza. Ante dicho panorama, deberíamos preguntarnos qué clase de sociedad somos, capaces de legitimar la violencia mediante los oídos sordos y la miopía cotidiana, sólo por tratarse de una violencia ejercida tras muros de concreto de grosor impenetrable a manos de personal autorizado.
Lo gore nos ha alcanzado, nos salpica de sangre y vísceras con cada nota de una mujer asesinada, de un ciclista arrollado, de un descuartizado por el narco. Estaba bien cuando el desvalor del cuerpo que permite aplicar torturas inimaginables, trabajos forzados que nadie quisiera hacer nunca y que no alcanzamos a concebir, comidas intragables, atención médica casi nula, concurría en secreto, a puerta cerrada, como una realidad alterna que nos salva a nosotros, los “buenos”. Ahora esa tranquilidad se ha visto perturbada, tememos la destipificación como delito grave de ciertos crímenes ―hay algunos de los que sí que debería aterrarnos― y la propuesta de amnistía porque creemos que se harán liberaciones en masa de criminales que sembrarán terror en las calles en tan solo unas horas.
¿Esos hijos de nuestra indiferencia vendrán a tomar venganza? La respuesta no la tengo. Pero qué tal paliar el miedo con la reflexión y la acción verdaderas. Si ignoramos a Kropotkin al hablar hace dos siglo, podríamos prestar atención a quien se encuentra más cercano. Pongo entonces sobre la mesa a León Sánchez porque entregó con su novela (1963) más que el espiral maligno del encierro, el desarrollo de una tesis necesaria, un respiro que no está colocado como una resolución feliz que cierre la historia, ni está puesto para calmar nuestra ansiedad, diluir el impacto, sino para caer en cuenta, para dejarnos del simplista “pobrecitos” y, luego de la reflexión, pasar a la acción ciudadana.
Sí, todo cambio lleva su tiempo, pero requiere de una firme convicción que forme colectivos, organizaciones sociales, que busquen desde una nueva legislación en materia de castigo a los delitos, la limpieza de la estructura penitenciaria y el sistema judicial, hasta la constitución de grupos que trabajen con los presos ―los hay, pero no puede ser suficiente un trabajo artístico que los abandone luego de terminada la actividad en la misma jungla de violencia― a manera de que cada vez más se camine hacia la condena en libertad, esa otra isla a la que llega Jacinto luego de décadas de no concebir otras realidades; y no precisamente como una libertad física, pero sí como el desuso de prácticas de deshumanización, marginación y estigmatización social que realmente no cumplen el objetivo ideal que plantea la teoría en la que se fundan las cárceles, esa que sólo es parte de un discurso demagógico que refleja Revueltas en Los Muros de agua con el detalle irónico de la propuesta que hace “algún funcionario de gobierno […] en quién sabe qué ocasión [de cambiar] de nombre para las Islas Marías [por] «Igualdad», «Libertad» y «Fraternidad».
En suma, es necesario pensar cómo conquistar una nueva manera de mirar el castigo al criminal o delincuente, porque las cárceles están sobrepobladas. Además, debemos reconocer ―y quizá sea más fácil este proceso a través de la lectura―, estos sitios no desaparecen los cuerpos supliciados, ni dejan fuera los vicios de la educación, los malos ejemplos y la ociosidad de donde se supone nacen los crímenes, y mucho menos transforman al individuo para salir virtuoso a reinsertarse en sociedad; porque, hay que repetir, también excarcelados la sociedad los ignora, los margina, los estigmatiza y los somete. La literatura puede ser, pues, un bastión generador de una nueva sensibilidad, en este momento en el que ya sobrepasamos la violencia y la hemos naturalizado. No necesitamos esperar a las obras que aún se hallan cocinándose en la mente de nuevas promesas literarias, podemos regresar al abanico no reeditado que nos precede.
[1] Coloco comillas a ambos términos para señalar que no son categorías cerradas, absolutas o hasta verdaderas
[2] Kropotkin, Piotr. (1977). Folletos Revolucionarios II. Ley y Autoridad. Barcelona: Tusquets. p. 52