Por Irene Martínez[1]
y qué es lo que vas a decir
voy a decir solamente algo
y qué es lo que vas a hacer
voy a ocultarme en el lenguaje
Alejandra Pizarnik
El tiempo y el espacio se entremezclan al entrar en un estado alterado de conciencia, las formas de lo tangible se disuelven ante el delirio. Esas mismas fronteras son las primeras que se desvanecen durante la lectura de Isla partida (Almadía, 2021), la tercera novela de Daniela Tarazona y por la cual ganó el Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz 2022. En dicha obra, la autora diserta acerca de los trastornos neurológicos, desde una perspectiva vivencial, pero muy alejada de los convencionalismos y las obviedades de lo autobiográfico.
La isla es el cerebro, contendor único de nuestra ontología. Que esa isla esté partida es, en primera instancia, el reflejo directo de su imagen física, la división en dos hemisferios de materia orgánica y, aventurando un sentido más amplio, la metáfora del quiebre que supone la alteración de sus señales eléctricas, de su funcionamiento. Así pues, con una narrativa fragmentaria, circular y sumamente poética, Tarazona refleja la confusión a la que lleva el desvarío y la exasperación que causa perder el control de uno mismo: una especie de muerte a cuyo proceso asistimos a lo largo de las poco más de cien páginas del libro.
La narración alude siempre en segunda persona a una mujer que es varias, pero que no es sino ella misma en el devenir de su propia mente, responsable de distorsionar y multiplicar las posibilidades de lo real. Por ello, a lo largo de la lectura, asistimos más de una vez a las mismas escenas, a las mismas obsesiones, pero contadas siempre desde una perspectiva diferente. Y, sin embargo, descifrar la trama de Isla partida es complejo, cuando no imposible, pero quizás también es innecesario: su mayor atributo no es contar una historia, sino la forma en que ésta se oculta en el preciso tejido del lenguaje, tras los sutiles artificios de la escritura, que son propiamente uno de los temas de la novela:
“Crees que es importante dejar por escrito los sucesos. Escribir para dar un testimonio. Lo que sucede no es verídico, sin embargo. Casi nada puede considerarse verdadero. La escritura tampoco es verdadera.”
Ese mecanismo de la ficción se activa al mezclar la memoria y el padecimiento del personaje mediante el flujo de conciencia. Los recuerdos se suceden a lo largo de las páginas sin un orden aparente, son estampas dispersas e inmóviles. La temporalidad de la novela se atrinchera en un presente continuo y desde ahí observamos el mundo interno de la personaje como quien mira un viejo álbum de fotografías, muchas de las cuales son apenas pedazos de luz, reflejos sin contorno, vibrantes, hermosos, frágiles.
Dentro de esa vorágine de alucinaciones existe un cuadro recurrente. Es el camino hacia la muerte, que se presenta desde dos frentes como una posible línea resolutiva de la trama. El recuerdo más constante del personaje es el deceso de su madre, al que acude una y otra vez para conformar un paralelismo consigo misma. En Isla partida presenciamos dos agonías y dos muertes: la real, la de la madre, y la simbólica, la de la mujer a la que un trastorno neurológico le obliga a cuestionarse su identidad y su existencia, y decide que es mejor abandonarlo todo, ir a morir a una isla para librarse de esa parte de sí misma: “Ella callará para morir con dignidad”.
Lo narrado es el esfuerzo de la mente por recobrar el silencio del que ha sido despojada por meros impulsos eléctricos: “extiendes hilos que salen de tus sienes en una procuración de alcanzar lo que ya no está, lo que no es y fracasas. Te da rabia”. Los fragmentos que componen la novela son una serie de descargas, de relámpagos que iluminan apenas por un instante las piezas del rompecabezas en que se convierten las ideas cuando se gestan en la anomalía neurológica.
Cuando la anomalía se convierte en normalidad, lo real se vuelve inconsistente, caótico. Por eso formalmente Isla partida reta nuestra inteligencia, incluso nuestra empatía y nuestra paciencia. Pero, sobre todo, nos pone a prueba al confrontarnos con la vulnerabilidad de la que todos somos susceptibles, la de enfermar al grado tal de perder las endebles bases que sostienen la construcción de nuestro mundo. Después de todo, solo “Construimos ilusiones para resistir. Bajamos la cabeza para que venga otro y nos la corte”.
[1] Irene Martínez (Guadalajara, 1995). Egresada de Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara. Periodista cultural y musical, ha colaborado en plataformas como Milenio, Vertientes Medios y Nación Progresiva. Algunos de sus poemas aparecen en revistas como Vaivén, Granuja y Los demonios y los días.